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Los libros. Me siento en mi escritorio con los libros de Soiza Reilly que tengo y los miro uno por uno. Soiza ponía excelentes títulos. Pecadoras, La ciudad de los locos, La escuela de los pillos, Criminales (almas sucias de mujeres y hombres límpios), La mujer que pecó inocentemente. El alma de los perros me gusta menos pero el principio tiene fuerza. Todos los principios de Soiza tiene esa misma fuerza. Escuchen: “Este es un libro de rezos prohibidos. No son rezos para goces de labios. Son rezos para fruición de aquellos corazones en cuyo fondo viven, graznan y se inmortalizan los justicieros buitres del odio. El odio es la única virtud que ha inspirado este libro… Afortunadamente, la muchedumbre, con tajante ademán de guillotina, ha de excomulgarlo por inútil. ¡Afortunadamente! Ese será un buen augurio de sol… El silencio de los bosques de carne haré germinar el triunfo de este libro infecto de blasfemias… ¿Blasfemias? Sí. Blasfemias prohibidas por los muy ilustres monseñores del abecedario, que habiendo digerido leyes –leyes de gramática, de sentido común, de honestidad–, vense obligados a defecar decálogos de literatura, de geometría moral y de opiniones… ¡Sabios! Mis vértebras no aprendieron en la escuela de la vida ninguna genuflexión para esos sabios.”
Tatuajes. Tengo una amiga que, cada tanto, sueña que se encuentra a Roberto Arlt en la calle. En la calle, o en un gimnasio. En la calle Arlt va caminando. En el gimnasio está haciendo pesas y ella lo mira, y él la lleva al vestuario que está vacío. Mi amiga sueña que Arlt se desnuda y le muestra el cuerpo llenos de tatuajes y le dice: “Me tatuaron en la guerra.” Mi amiga le pregunta dónde, en qué parte del cuerpo. Y Arlt le muestra los brazos y la espalda. Mi amiga me cuenta que después cambia la escenografía del sueño y están en una celda. Arlt y ella en la cárcel. Y Arlt dice “me encerraron por los tatuajes.” En la cárcel, cada tatuaje tiene el nombre de un crítico que escribió sobre él.
— Che, ¿y estos dolieron? — le pregunta ella.
— Siempre duelen — agrega él.
Cuando me cuenta este sueño mi amiga agrega que también sueña con Benicio del Toro. Un gimnasio, duchas con agua caliente, vapor, una celda.
— ¿Y los tatuajes? — le pregunté — ¿Cómo funcionan con Benicio del Toro?
— Él tiene un tatuaje por cada fanática, tatuajes con forma de boca abierta, dientes, lenguas, esas cosas.
Por el contrario, Soiza Reilly tiene pocas marcas. Una marca acá, allá, un moretón, una cicatriz. Tatuajes sin elaborar. Un ancla. Un barco. Una serpiente. Él nunca podría aparecer en el sueño de mi amiga. Era un tipo más bien grueso, retacón, anteojos, gabán, bastón, el estilo de Joyce, pero más altivo, más teatral. En las pocas fotos que se consiguen se lo ve sonriendo, luciendo un aire de indiferente dandismo. Es la cara del resignado que dice: “La vida no es tan complicada, señor mío” y después agrega “disfrútela.”
Si me pongo a pensar, los tatuajes del sueño seguramente recopilan las firmas de los mejores ensayistas argentinos: David Viñas, Noe Jitrík, Jorge Rivera, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, Eduardo Romano, Jaime Rest, Horacio González, Alan Pauls. Cada uno firma su tatuaje que reivindica a Roberto Arlt sobre la piel de Roberto Arlt. Oscar Massota escribió un ensayo paradigmático sobre él. Y César Aira, que parecería no creer en nada, lo reverencia.
Mi sensación en este sentido es muy clara. “Listo –pienso–. Es de ellos. A Roberto Arlt hay que leerlo en silencio.” Entonces recuerdo. Estoy parado en uno de los pasillos de la Facultad de Filosofía y letras de Puán. Quiero ser escritor. Leo por quinta vez El Jueguete Rabioso. Me gusta. Pero, ¿cómo reinvidicar eso, reinvidicado mil veces? “Es una gran pérdida” pienso. Las marcas en el camino son demasiado profundas. En el sendero de la literatura argentina demasiados transitaron esas huellas, haciéndolas con cada paso más profundas, deformando recorrido. Y entonces ahí aparece Soiza, que en mucho sentidos es mejor que Arlt. Lo leo por primera vez y muy poco tiempo después descubro que es su maestro. Soiza Reilly, maestro de Roberto Arlt. Y Soiza habilita la escritura. Libera la narración. De golpe comprendo, en los libros de Soiza Reilly no existen las «notas malas» como decía Booker Little, el trompetista que, en julio de 1961, grabó con Dolphy en el disco At The Five Spot, Vol. 1. (De paso, Booker Little parece un personaje de Soiza. Murió a los veintitrés años orinando sangre después de haber tocado con Coltrane, Ron Carter y Max Roach.)
Diario de un morfinómano. Se dice que Roberto Arlt escribió en su primera juventud un Diario de un morfinómano que se perdió publicado con el soporte de esas novelistas-folleto que Beatriz Sarlo trabaja en El imperio de los sentimientos. Ese texto perdido de Arlt, ese texto donde la influencia de Soiza se haría más patente, es uno de los eslabones perdidos de la literatura argentina. No sé porqué pero tengo la sensación de que Diario de un morfinómano es lo que intento escribir cada vez que me siento en la computadora: un falso diario de una falsa adicción cuyo destino es perderse.
Una cosa más sobre la relación entre Soiza y Arlt. En 1918, Arlt publica su primer cuento «Jehová», en la Revista Popular número 26 del 24 de junio de 1918. En ese momento, la revista la dirige Juan José de Soiza Reilly.
Bibliografía. Ahora repaso la bibliografía que tengo sobre Soiza. Me llama la atención la desproporción. Por un lado, una pila de libros, los originales marcados por el tiempo y las fotocopias, lo que encontré, apenas una porción de sus cuarenta y dos libros publicados más su inestimable cantidad de artículos aparecidos en diarios y revistas. Por el otro, apenas un par de muescas críticas. Cristina Ferrer en un exaltado artículo publicado en la revista La Caja lo sale a defender pero escribe mal su nombre. Escribe “Souza Reilly.” Martín Prieto en su excelente Breve Historia de la Literatura Argentina lo define como “cronista” y escribe mal el nombre en el cuerpo del libro, aunque aparece bien escrito en los créditos bibliográficos. En el voluminoso, exagerado y apasionante libro de Josefina Ludmer, donde todos los escritores son criminales, todos los libros, manuales del crimen, y toda la literatura argentina, un permanente desafío a la ley, Soiza recibe su lectura más completa. Todo lo cual no me inhibe de preferir el gesto de María Moreno, su descendiente en la práctica, la que mejor escuchó esa música. La gente de los medios, es sabido, se entiende enseguida, casi por señas, en su genio y en su brutalidad. Alan Pauls dice en un artículo sobre María Moreno: “María Moreno podría bajar del cielo de la teoría para divertirse un poco en la tierra; podría dejar a Luce Irigaray y a Hélène Cixous para embarrarse alegremente las patas chapoteando en Fray Mocho o De Soiza Reilly. Pero no. Eso sería hacer del periodismo una excepción reconfortante, un tour oxigenador, un pasatiempo popular que los ricos se conceden para variar un poco. No: el campo de Moreno es un campo de inmanencia, un solo y mismo lodazal donde todos chapotean con todos, “democráticamente”, y la retórica de los posfeminismos o la teoría queer no brilla más que los giros atorrantes que suministran las hablas, las conductas o las invenciones de “la calle”. Moreno es De Soiza Reilly (o la Djuna Barnes que entrevistaba a Joyce para la sección Sociedad de algún periodiquito de principio de siglo) y Luce Irigaray, pero no como Jeckyll y Hyde, que para hacer sus cosas se turnan, sino al mismo tiempo, interfiriéndose, saboteándose, parodiándose mutuamente.” Bueno. Dicen que Fray Mocho inventaba noticias y que por eso lo echaron de varios diarios. El procedimiento de Soiza, como el de María Moreno, es más sutil. El autor convierte en noticia sus impresiones literarias.
Dos cuestiones. Primero. Ernesto Vallhonrat me contó una vez que Soiza Reilly fue el introductor de los anteojos de sol en la Argentina. Volvió de Europa y la gente decía cuando bajó del barco: “¿Qué trae Soiza Reilly en la cara?”. Y eran anteojos de vidrios oscuros. No creo que la anécdota sea cierta. Pero es verosímil. Mientras Arlt fue hasta África. Soiza viajó a todas partes. La hija de Soiza me dijo una vez en un pensionado de Palermo. “Hizo plata, pero se la gastó. Vivía muy bien.” Segundo. Soiza Reilly es el precursor argentino de la web, de la red de redes. Su pluma es internética. Todo el tiempo encontramos comas entre sujeto y predicado, anacolutos, digresiones que se abren y no vuelven, hay títulos, subtítulos, epígrafes, autocitas, fetiches berretas, personajes unidimensionales hasta el absurdo, descontrol narrativo, sensiblería cursi, crudeza, contemporaneidad, impacto, sangre. Releyéndolo pienso que la forma de escribir de Soiza, antes que a otra cosa, remite al chat y al blog. Así que está la novedad del filtro en los lentes para mirar. El viajero que va al centro y trae lo raro. Y al mismo tiempo, casi en el mismo andarivel, la vital y el desborde.
Un loco en La Boca. Hace un par de años escribí un ensayo sobre Soiza Reilly y lo titulé «El escritor perdido.» La hipótesis central, algo primitiva, decía que Soiza se había extraviado en los meandros de la historia por la incapacidad de los lectores argentinos eruditos para leer el talento en los medios de comunicación, por fuera de las normas explícitas del bueno gusto literario. Hoy pienso que a la idiosincrasia elitista de los críticos argentinos se debe solo una parte de la poca difusión actual de Soiza Reilly. El gran culpable de su no reedición, de su falta de las librerías, está en otro lado. El albaceas de Soiza, el que quedó en plena posesión de los derechos de publicación de esos cuarenta y dos libros es el sobrino de su hija. Dicen que este tipo vive encerrado en una casona de La Boca y espera salvarse vendiendo los derechos de la obra de su tío abuelo. Cada tanto sale, viaja, por ejemplo, digamos, no sé, a Miami y los ofrece pero, por supuesto, nadie lo escucha. Dicen que tiene una rara edición israelí de El alma de los perros con letras doradas en la tapa. Entonces, un loco, en La Boca, sentado sobre los libros, esperando salvarse y diciéndole a todo el mundo que su abuelo era un genio. ¿Logrará que reediten al menos una novela y llorará por el adelanto que inevitablemente le resultará mísero? ¿O terminará quemando los libros y él saldrá desnudo corriendo a los gritos por la calle Montes de Oca? Es una buena historia. Soiza la habría contado de manera inigualable.///PACO