La palabra “emprendedurismo” no tiene significado establecido ni, a diferencia de “culamen”, “apartotel” o “cederrón”, mención alguna en el diccionario de la Real Academia (“emprendedurismo” vendría a ser un híbrido derivado de entrepreneurship, que en las páginas sobre marketing definen como “término anglosajón para describir el espíritu emprendedor o el ímpetu por iniciar algo, en sentido empresarial”). Pero, ¿no será esa triste indefinición ‒de algo que es nada menos que la célula madre del capitalismo: la iniciativa privada‒ su principal pasaporte para una conexión con otra serie de indefiniciones? El capital sabe cuándo hablar un idioma simple y sabe cuándo volverse abstracto, y es probable que también sepa cuándo tartamudear por tiempo indefinido (entonces los signos son oscilantes pero se articulan: cuando el último rehén de los prófugos Lanatta y Schillaci dijo por televisión que “ojala me toque algo de la recompensa”, probablemente experimentó un lapsus de emprendedurismo). De todas maneras, ¿qué motivos podría tener el capital para no dejarse nombrar?
¿No será la triste indefinición de «emprendedurismo» su principal pasaporte para la conexión con otra serie de indefiniciones?
¿Por qué las palabras “inversión” y “empresa” ‒y sobre todo “riesgo”, “ganancia” y “perdida”‒ querrían desaparecer del escenario capitalista? Hay un prólogo a Marxismo y crítica literaria de Terry Eagleton donde Fermín A. Rodríguez escribe que “si el silencio es la mejor prueba del triunfo de la ideología, el hecho de que en la sociedad comience a hablarse de nuevo de capitalismo es un síntoma inequívoco de que el capitalismo está en problemas”. Ipso facto, si en la sociedad comienza a no hablarse de capitalismo, entonces es un síntoma inequívoco de que el capitalismo está fuerte y sano. Pero, ¿qué diría abiertamente el capitalismo si no tuviera que preocuparse ni siquiera por las fantasías del lenguaje? Esa es la zona donde funciona Joy y la línea de sentido con la que David O. Russell hace funcionar la soap opera que rodea a la familia Mangano, y también el punto de fusión en el que el personaje de Jennifer Lawrence se transforma en una godmather de un capitalismo cruel y ordinario que para prosperar ‒hay un excelente ensayo de Diego Vecino al respecto‒ necesita el valor de la apariencia sensible y la permeabilidad de las emociones.
Si en la sociedad comienza a no hablarse de capitalismo, entonces es un síntoma inequívoco de que el capitalismo se acerca fuerte y triunfal.
Ver Joy como la biopic de la inventora de esos trapos de piso que usa el personal tercerizado de limpieza de todos los supermercados y shoppings del mundo, o como otra oportunidad de encuentro filial-erótico entre Jennifer Lawrence y Bradley Cooper ‒que, por su lado, hizo Burnt, otra película sobre la fascinación del mercado de servicios culinarios y su triunfal función sublimadora del sexo en el siglo XXI‒ sería no ver la película como lo que es: una mirada profunda al mundo ideológico de dobles abstracciones alrededor del carácter cambiable de las mercancías en el instante de su intercambio y alrededor de su carácter sensual en tanto mercancías. Por eso la telenovela anquilosada que hipnotiza a la madre de Joy no tiene que pensarse ‒y la película es buena nada más que por dos cosas: esto y la belleza de Jennifer Lawrence‒ como un largo trance idiotizante, una nube de opacidad bajo la que los conflictos familiares se mantienen silenciados y los habitantes de la casa se hunden (menos Robert De Niro, el padre que sabe cómo mantenerse a flote de las mujeres) sino como el núcleo onírico que permite acercarse verdaderamente a los conflictos de Joy. Ahí es donde el capitalismo se pronuncia. Y al pronunciarse, por supuesto, repite su única y gran mentira: el sueño es posible para todos (el periodismo es el ejemplo más inmediato de cuál es el valor de un sueño posible para todos, y no hay mayor verdad, además de que los libros malos siempre tienen agradecimientos largos, que lo poco interesante que es aquello que cualquiera puede lograr).
La telenovela anquilosada que hipnotiza a la madre de Joy durante todo el día es el núcleo onírico que permite acercarse verdaderamente a los conflictos de su familia.
Como gerente del Home Shopping Network, la función del personaje de Bradley Cooper es simple, vital y móvil. Lograr que el nuevo invento de Joy cumpla en el mundo real ‒que, como muestra la película, no existe‒ las abstracciones del intercambio y de la materialidad de su nueva mercancía. Y que, por lo tanto, el vendedor televisivo estrella convenza a miles de amas de casa de que el trapo de piso es necesario para su perpetuación como amas de casa (porque la realidad es para quienes no son capaces de soportar el sueño). Ahí es donde, otra vez, con su sorpresivo anticlímax ‒el ominoso fracaso ante las cámaras‒ Joy vuelve a darle la palabra al capitalismo. Y al pronunciarse, por supuesto, el capitalismo repite su única y gran mentira: el sueño es posible para todos, pero entonces añade: y para que se cumpla, debe hacerlo uno mismo.
Al pronunciarse, el capitalismo repite su única y gran mentira: el sueño es posible para todos.
Lo que resta es previsible. Joy, que hasta ese momento había sido una madre hundida en una economía de supervivencia, conviviendo con padres disfuncionales y un ex marido venezolano, resulta de manera espontánea ser no solo una inventora ingeniosa sino también una capitalista arriesgada y una vendedora innata (¿y qué es un vendedor sino alguien capacitado para facilitar a los desvalidos un marco de fantasías dentro de los cuales puedan seguir con sus vidas?). Y entonces la película se diluye en el renovado silencio del capitalismo. Un silencio que, llegado el momento de describir patentes, costos, márgenes de distribución, cadenas de valor y ganancias, traslada el mito del desarrollo permanente del capitalismo ‒o, en palabras de un famoso crítico cultural, el hecho de que “cuanto más se pudre, más ha de revolucionarse para sobrevivir”‒ a alguna escena trágica y, finalmente, a una escena de empoderamiento de género en la que las contradicciones del sistema se resuelven en un hotel desértico en el que Joy aprende que la ley nunca debe ser una barrera para la libre iniciativa del capital. Y cuando se transforma en una parodia rubia y maternal de Michael Corleone, la película termina. Ahí es cuando uno debería mirar entonces The big short, que es no el sueño sino la pesadilla del capitalismo, y donde en vez de Jennifer Lawrence aparece en una bañera Margot Robbie////////PACO