La primera opción fue las obras completas de Philip Larkin en una librería sensible del Soho donde pasaban canciones de los Beatles. Edición anotada, hard cover, material incandescente del gran bardo inglés. Decir que no se consigue en Buenos Aires sería minimizar las graves limitaciones de un mercado en estado terminal como el del libro de papel. El asunto con el mercado cultural analógico es que internet importa el mejor material a Buenos Aires sin necesidad de pisar un aeropuerto. El siguiente es un buen ejemplo. Hace unos años Martin Scorsese entrevistó a Fran Lebowitz en un documental para HBO -vuelvo a Lebowitz para compensar que no la he visto-, un new public redescubrió su obra y entonces reeditaron sus únicos dos libros en un solo volumen.
(Lebowitz, una especie de Oscar Wilde de NYC, es famosa, entre otras cosas, por haber sido incapaz de terminar otro libro después de aquellos; interesante si se piensa en la enorme cantidad de gente sin talento que es perfectamente capaz de terminar un libro nuevo todos los días). Ese objeto extraño y novedoso -creo que se llama The Fran Lebowitz Reader– está en mi Kindle gracias a Mariano Canal desde hace bastante. En las librerías de NYC se vende a 6,99 dólares. En papel. Descartado ese plan sensible y un poco estúpido, tragué basura sintética en un Starbucks en Union Square y fui al cine. A Good Day To Die Hard no es una buena película. Javier Alcácer dice que la saga Die Hard terminó en la tercera película y que el resto son elseworlds. Fantasías donde se traslada a un personaje a un mundo que le es ajeno sin otro motivo que la posibilidad impune de poder hacerlo. Es algo que suele practicarse -y tiene sentido porque se trata de un género blando e infantil- en el mundo de los comics. Es duro reconocerlo, pero A Good Day To Die Hard es exactamente eso. Resumo el argumento: John McClane viaja a Moscú para ver a su hijo, acusado de matar a un mafioso ruso. En el medio, un agente retirado de la KGB y su hija recuperan un arsenal nuclear. McClane y su hijo, que resulta ser un súperagente secreto de la CIA, cazan a los malos. En el medio, liberan de su padre a la chica -muy parecida a Melina Petriella pero explotada y entangada hasta la nuca– destrozándolo contra las hélices del helicóptero que ella misma maneja. El helicóptero explota y ella muere. Padre e hijo regresan a Estados Unidos bajo un atardecer que encuadra el Kodak family moment final.
La sintaxis caprichosa no es necesariamente injusta. Ocurre algo caótico, ridículo e intenso mientras uno mira la pantalla. El propio Bruce Willis estaba enojado con el título porque le parecía confusing. El argumento, la trama, la continuidad espacio-temporal de un policía de la NYPD que siempre queda atrapado entre bad guys, desde una butaca, es also confusing. El problema es que John McClane no tiene la culpa. Why you did this, Bruce? Pienso en Krusty admitiendo apenado que lo hizo porque le dieron una maleta llena de dinero and stuff. En el caso de John McClane, la imagen es también la de un héroe de acción de la infancia colocado otra vez en el frente de batalla en compañía de un hijo que probablemente sea más joven -seguro era más musculoso- que uno. John McClane kidding about paternity es una desgracia pero también la obligatoriedad a pensar que esas son sus nuevas aventuras: no ser reconocido como padre por su hijo, luchar por su reconocimiento, reconquistar su amor, restituir un vínculo. A Good Day To Die Hard es sobre eso, lamentablemente. Como seguidor de McClane, salí del cine más preocupado por la futura crianza de mi primogénito que por cómo sobrevivir y enfrentar a cualquier grupo terrorista, asunto medianamente resuelto.
Los upcoming features and viral teasers and official trailers previos al estreno lograron engañarme. Lo cual es posible porque la emotividad es un punto delicado. El único tipo de inteligencia capaz de traicionar. Die Hard es Bruce Willis (aunque el papel se lo habían ofrecido a otro newyorker, Al Pacino) en 1988 corriendo descalzo por las Nakatomi Towers de Los Ángeles mientras un negro escucha música en la limousine. Si rescato la escena tal como realmente debe haber sido, a la derecha de aquel televisor probablemente estarían mi padre y mi hermano. Lo mismo para Die Hard 2 en 1990, el año cero de la mejor década de nuestras vidas. En esa época McClane, como Ulises, era marido antes que padre y lo que le preocupaba era llegar a su mujer. Una convención sobre la figura del héroe que conoció Homero antes que Hollywood. Por supuesto, tenía hijos. Pero eran irrelevantes para la trama.
En términos viriles, el McClane actual parece uno de esos viudos alejados de cualquier órbita en el mundo del deseo sexual. El detalle es valioso porque la sexualidad siempre está velada en el buen cine de acción pero no es un asunto menor. Los héroes no necesitan coger con nadie pero necesitan parecer perfectamente capaces de coger con cualquier mujer. No es el caso de John McClane Sr, interpretado por el mismo hombre que en los noventa estaba casado con Demi Moore y que veinte años después volvió a casarse con una mujer de la edad de sus hijos, con la que tuvo un hijo de la edad de sus nietos. Conste que, si la trayectoria privada de Bruce Willis aún le hace pensar en (o necesitar a) John McClane, la historia para Demi Moore -pero sobre esto hay extensos tratados literario-sociológicos escritos (otra vez) por Michel Houellebecq- fue tremendamente peor. En 1995 todavía hay un poco de pelo sobre la cabeza de John McClane en Die Hard With A Vengeance, filmada íntegramente en NYC. Y ahí termina todo, de acuerdo a los especialistas. Es cierto: la parte inteligente de la inteligencia emocional intuye que todo lo que vino después de 1995 no fue ni ligeramente bueno comparado con lo anterior. Pero la parte emocional se deja engañar para evitar pensar en las trampas del tiempo, en las áridas llanuras de la madurez y probablemente en la sigilosa conciencia de la muerte. Hollywood lo sabe.
Upcoming features and viral teasers and official trailers. Hay una industria sofisticada colocando en movimiento cada uno de sus engranajes. Hay una nueva película de Iron Man (la misma basura de siempre). Hay una comedia enteramente dedicada a succionar las acciones de Google (humor étnico). Hay una comedia sobre la obesidad mórbida femenina (con Sandra Bullock haciendo de la mujer integrada a la Civilización). No sé cuál es la última versión hecha de Fast & Furious, pero el exclusive inside feature que pasaron durante cinco minutos de explosiones, más explosiones y todavía más explosiones -con autos, motos, tanques, aviones y personas, todas explotando– me convenció. La saga Fast & Furious es horrorosamente homosexual. De eso no hay duda. Y considerando los diálogos, las tomas, los locaciones y el general plot del asunto, probablemente esté escrita, dirigida y editada por homosexuales horrorosamente oligofrénicos. No hay ninguna duda. Sin embargo…
Así y todo, retirado del sexo e incapaz de continuar su existencia como policía en NYC, John McClane no se entrega mansamente a la buena oscuridad, como escribió un poeta. No está mal como último consejo de un héroe que se presentó como esposo y que se despide como padre. (Earn respect dicen las oficinas de reclutamiento en Times Square para los negros y latinos sin la posibilidad de comprárselo). Por lo demás, la calidad de la imagen en las wide screen es mejor, el sonido en las salas es mejor y las butacas son más cómodas. Experiencia emotiva por catorce dólares en el Regal de Broadway Avenue. Aunque conocer a Bruce Willis en persona se paga por separado. Escribo esto mientras dos rednecks juegan virtual poker en el lobby de un hostel. Su charla sólo se interrumpió para que uno hablara por Skype con su sweeheart. Incluso en diagonal puedo ver que se trata de un ser muy parecido al monstruo de Michelin. La chica rubia en el front desk, mientras tanto, mira una película con los audífonos puestos en su Mac. Muestra las tetas con elegancia pero es incapaz de la mínima sonrisa de cortesía. ////PACO