¿Para qué sirve un Jesús separado de lo divino? Para Emmanuel Carrère la pregunta inaugura la introspección espiritual, la reconstrucción literaria y la retrospección autobiográfica de El Reino. Un ensayo que, elevando la curiosidad teológica a niveles narcisistas, fija un juego de comparaciones en las que el autor de El adversario ‒al que, como aclara, desde hace años le escriben para hablar de sus libros muchos cristianos “y sobre todo cristianas”‒ se transforma en el parámetro de la dicha (“para maravillarme de lo que ya he conseguido”) e incluso de la vitalidad alcanzable para la Iglesia católica, como cuando la percibe lejos de la “diáfana lucidez” que él desea “al pensar en mi propia vejez” (de ahí que El Reino deba leerse como la reparación de un ego que, contrastado con el del escritor y político ruso Eduard Limónov, al que había retratado en Limónov, tal vez se sentía astillado). Sin embargo, ¿qué podría pasar con un Jesús que desvinculado de lo divino y de las comparaciones personales padeciera, por otro lado, una reconstrucción radical de su figura histórica? Ese Jesús, el hombre y el líder que no se disuelven en interpretaciones estetizantes de la fe ni en frases de coaching, es el que le interesa al director de cine Paul Verhoeven, y sobre el cual escribió Jesús de Nazaret, un ensayo de revisionismo histórico y teológico que por momentos funciona casi como continuación de uno de sus éxitos más famosos en Hollywood, Robocop (una de las películas de resurrección más conocidas de todos los tiempos).
¿Cómo la estética puede ser una herramienta capaz de transparentar aquello que hoy se le exige nada menos que a la figura de Jesús?
¿Pero son estas versiones à la carte de Jesús tan distintas como parecen, o más bien representan síntomas similares de una época común? En principio, tanto en la versión libre acerca de cómo se construyó la narración que dio origen al cristianismo, tal como la presenta Carrère al analizar los recursos de Pablo de Tarso y de Lucas, como en la versión que Verhoeven hace de un Jesús que, precisamente porque fue histórico y real, nunca pudo haber realizado milagros ni alcanzar la resurrección, lo que en primera instancia se establece como rasgo común es una imposibilidad racional de la fe. “Un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus palabras”, escribe el francés sobre Jesús en El Reino; “quisiera añadir que, muy a mi pesar, no puedo creer en la divinidad de Jesús”, advierte el neerlandés al principio de Jesús de Nazaret. Distanciados de la fe por motivos personales ‒Carrère describe una época de su vida donde la búsqueda religiosa se combinaba con sensaciones intensas de crisis personal, mientras Verhoeven se remite a una infancia de incredulidad que se transformaría en una curiosidad casi académica por la interpretación de los grandes hiatos bíblicos‒, los escepticismos del escritor y del director establecen, sin embargo, una pregunta central: ¿en qué se transforma la reflexión teológica cuando aterriza sobre la estética? ¿Y cómo la estética puede ser una herramienta capaz de transparentar aquello que hoy se le exige nada menos que a la figura de Jesús?
Trasladada al presente, es la imagen de Jesús como “agitador político” la que une a Carrère y a Verhoeven en comparaciones con personajes poco dados a la caridad cristiana como Osama bin Laden.
Ahí se inicia el motor del trabajo de Verhoeven, al preguntar “con ojos de dramaturgo”, y también de matemático y físico, disciplinas en las que se graduó en Holanda, por aquello capaz de devolver a un Jesús que pueda ser pensado como hombre y no como “un mitológico producto de nuestra necesidad de reconocer en el otro una figura divina”. En ese sentido, si Jesús de Nazaret fuera el guión de una película próxima, Verhoeven provocaría tantas críticas como las que padeció Mel Gibson con La pasión de Cristo ‒“manifestación de un catolicismo enfermo”, la llama el director de Robocop y Bajos instintos‒, empezando por el hecho de que, bajo el criterio analítico de que todo lo divino en el Nuevo Testamento revela explicaciones absolutamente posibles, Verhoeven sigue a la teóloga feminista Jane Schaberg para proponer que la concepción de Jesús de Nazaret fue, en realidad, consecuencia de una violación efectuada por un soldado romano, Pantera. A partir de ahí, Verhoeven rastrea e interpreta distintas fuentes para construir un Jesús que, antes de dedicarse a las “sanaciones”, pudo haber frecuentado a prostitutas y recaudadores de impuestos mientras se enriquecía como maestro mayor de obras en Séforis “a costa de trabajadores mal remunerados” (según su lectura de la figura del “carpintero” y de una de las cartas de Pablo a los corintios, donde se dice que “conocen la Gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo, por ustedes se hizo pobre”). Trasladada al presente, por otro lado, es la imagen de Jesús como “agitador político” la que une a Carrère y a Verhoeven en comparaciones con personajes poco dados a la caridad cristiana, como Osama bin Laden, que en El Reino explica la desaparición del cuerpo de Jesús de igual manera que “el comandante norteamericano que aniquiló a bin Laden evitó que se propagase un culto en torno a sus despojos”, o Ernesto “Che” Guevara, que en Jesús de Nazaret ilustra un paralelismo entre quienes anunciaban, en cada caso, “la utopía del marxismo y la del Reino de Dios”. Pero ahí es también donde, más allá de los debates religiosos, cada sensibilidad estética opta por las representaciones que les resultan más afines.
¿Son estos libros pruebas de que la teología, el catecismo y la historia de las religiones son materiales hoy permeables a los caprichos y las necesidades más individuales?
Representada por Carrère, la literatura opta por crear su propio universo de prioridades, y traslada así los dones con los que Jesús fascinaba a sus seguidores hacia zonas sutiles y accesibles del lenguaje, como las de “una especie de psicoanalista capaz de curar heridas secretas, sepultadas, tanto psíquicas como físicas, con la sola virtud de escucharlas y de su palabra”. Como representante de la industria del cine, en cambio, Verhoeven opta por una mayor espectacularidad dramática y visual. Por eso reinterpreta la resurrección de Lázaro ‒un aliado de Jesús cuya “enfermedad”, en realidad, habría sido la cárcel‒ como la cima de una historia en la que, tras entender que la llegada del Reino de Dios no iba a materializarse en la Tierra y que su propia muerte en Jerusalén era inevitable, Jesús opta por entregarse a las autoridades “después de que María le contara que Lázaro había muerto ejecutado o como consecuencia de las torturas” (para que delatara dónde se escondía su líder). Basta colocar ambos libros en serie para plantear, al menos, dos preguntas oportunas. ¿Son El Reino y Jesús de Nazaret nada más que aproximaciones a la figura de Jesús construidas través de miradas moldeadas por las virtudes y los defectos del cine y la literatura contemporáneas? ¿O son, en cambio, pruebas de que la teología, el catecismo y la historia de las religiones son permeables a los caprichos y las necesidades más individuales? A su manera, la cuestión no está ausente ni en Carrère ni en Verhoeven, y por eso ninguno deja de remarcar ‒¿con vanidad e indulgencia o con sorna y culpa?‒ que los evangelistas “retocaban escenas para ocultar algo que implicaba un riesgo político o causaba una mala impresión” o que “Pablo de Tarso no era Philip K. Dick ni Stalin, aunque tenía un poco de estos dos hombres singulares”. En esos términos, tal vez las palabras de Cicerón citadas en El Reino para mencionar a aquellos “dos augures que no pueden mirarse a la cara sin reírse” se iluminen bajo un tono más singular que el aparente//////////PACO