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En el estrecho norte del mundo, justo en el medio entre el mar de Bering y el mar de Chukchi existen dos islas. En el mapa leemos Diómedes. Hay una mayor y otra menor, por sus tamaños. También sus nombres se distinguen así. La Mayor queda al oeste y la Menor al este. Las separan apenas 3 kilómetros de aguas heladas. El nombre es curioso. Diómedes fue uno de los guerreros que acompañó a Ulises en la búsqueda de Aquiles a Esciro y aquel que hizo sangrar a Ares frente a las murallas de Ilión. Pero no se llaman así por el héroe griego, sino porque fueron avistadas el 16 de agosto de 1728, el día que la Iglesia Ortodoxa Rusa homenajea a San Diómedes de Tarso, mártir cuya cabeza fue puesta frente al emperador Diocleciano. Las islas fueron vistas por el barco de Vitus Bering, apenas un par de años antes de que encontrase, también, su propia muerte en otra isla deshabitada, más al sur, cerca de Kamchatka, que hoy lleva su nombre. 

Durante el invierno, el agua que separa las islas se congela y genera un puente de hielo. Acá comienzan los problemas. La isla Mayor pertenece a Rusia y la Menor, a Estados Unidos. La repartición fue pactada en la venta de Alaska en 1867. En teoría cruzar de una isla a la otra es ilegal, porque no existe una aduana. Ese pequeño estrecho congelado durante el invierno es la única frontera terrestre, y temporal, que existe entre Estados Unidos y Rusia. El único momento del año durante el cual se puede caminar entre ambos países. Durante los años de la Guerra Fría a ese puente congelado solían llamarlo, con cierta gracia, “La cortina de hielo”.

Solo la isla Menor está habitada. En ella viven cerca de 160 esquimales de la tribu Iñupiat. Las raíces son iñuk «persona» y -piaq «real», es decir, un endónimo que significa «gente real». Un nombre un poco tautológico pero no menos interesante para un pueblo que habita uno de los rincones más exóticos del planeta. La pregunta que asoma es obvia. ¿Qué gente no es real para ellos? Los Iñupiat, según rescatan los arqueólogos interesados en esos rincones del mundo, estarían asentados en las islas desde hace 3000 años. En principio, como una aldea de primavera y luego, como un asentamiento permanente. Las razones de por qué y cuándo decidieron instalarse en un lugar tan hostil son información desconocida. Tampoco son preguntas que esperan respuesta. En todo caso, los Iñupiat están ahí y tampoco lo saben. El pueblo se llama Inalik y las pocas fotografías que se rescatan de él son deprimentes, apenas un asentamiento de chapa, una pequeña villa miseria en alguno de los finales congelados del mundo. Las islas Diómedes son de esos lugares donde te toca nacer, como todos, y, con mala suerte, también te toca vivir, amar y morir. 

En la isla Menor hay un helipuerto, también temporal. Durante el invierno, los aldeanos construyen una pista de aterrizaje en la gruesa capa de hielo para que los aviones y helicópteros puedan transportar productos vitales, como medicinas. Debido a las variaciones anuales de la capa de hielo, la pista cambia de posición cada año.

La vida en las islas sigue concentrada en la forma más llana de subsistencia. Los días pasan con el simple objetivo de seguir vivo. En esas latitudes, para ello, algo tiene que morir. Los métodos de caza son antiguos y tradicionales. Los clásicos filos y las balas profundas. Hay pocas cosas nuevas bajo el sol del norte. Los Iñupiat cazan morsas, focas y ballenas beluga. Cuando el primer hielo del invierno, el ‘hielo granizado’ como ellos lo llaman, desciende del polo, acechan a los osos polares que descienden con él.

La idea del desperdicio es ajena a la mentalidad de las islas. Casi todas las partes del animal cazado se utilizan como alimento, ropa, calefacción e incluso para construir barcos. Como las islas son un circuito cerrado de supervivencia, lo que se caza se consume en la isla, el comercio y el dinero son escasos. No hay mucho que se pueda comprar en las zonas donde el mercado no logra hacer pie. Pero el departamento de hacienda no olvida ningún kilómetro de su territorio. El pueblo de la isla Menor puede pagar sus impuestos con el marfil recolectado de la caza de morsas, siendo, así, los únicos contribuyentes de los Estados Unidos que pueden tributar en algo más que el dólar americano.

Para los rusos, que la descubrieron, la isla Mayor se llama Ratmonov, en honor al navegante ruso que participó de la Primera Circunnavegación Rusa alrededor del mundo. Para los Iñúpiat, que la habitaban, la isla se llama Imaklyik, “rodeada por el mar”. El nombre señala la inmovilidad mineral de los esquimales. Es un nombre redundante para una isla, todo un mundo reducido a su relación con el agua. Es de esperarse que los Iñúpiat no tuvieran muchas relaciones con otras islas. La isla Menor, en cambio, fue bautizada por los rusos como Kruzenshtern, en honor a Iván Fiódorovich Kruzenshtern, el capitán de la Primera Circunnavegación, mientras que los Iñupiat la llaman Ingalik, “opuesto”. Las contraposiciones y desplazamientos entre los nombres son interesantes, también los significados que se acumulan en ellos. Un capitán, en la isla menor, la opuesta, propiedad del enemigo. El marinero en la isla mayor, rodeado por el mar, parte de la madre Rusia. La historia, a veces, son solo capas geológicas de significantes. Los Iñupiat, en todo caso, prefieren ignorar los otros nombres, como también a los hombres que las bautizaron. Todo es temporal, menos ellos.

Históricamente, los nativos de las islas Diómedes cazaban tanto en el mar como en el hielo, en la isla Menor como en la Mayor, en las costas de Asia y América. La idea de continentes no les era extraña, pero sí indistinta. Si las islas eran lo que está rodeado de agua, los continentes apenas eran lo que está hecho de tierra. Entre la antigua población de la isla Mayor y los habitantes de la Menor había lazos de familia mucho más fuertes que unos kilómetros de agua, pero no más que las voluntades de la Unión Soviética y los Estados Unidos. Durante la Segunda Guerra Mundial, la isla Mayor sirvió de base militar rusa y todos sus residentes fueron relocalizados en el continente. 

Cuando la Unión Soviética selló sus fronteras en 1945, a diferencia de su hermana menor, la isla Mayor siguió siendo una base militar. Mientras que algunos miembros de una familia emigraron hacia el interior de Rusia, otros se trasladaron hacia el este, a las costas estadounidenses. Aquellos que vivían en suelo ruso se integraron completamente en la sociedad soviética. Tenían que cumplir con las mismas restricciones de viaje que todos los demás ciudadanos rusos. En ese momento algo se fracturó, las dos comunidades isleñas, conectadas por parentesco familiar pero separadas por la política ruso-estadounidense, llevaban vidas espejadas: cuadros de Karl Marx colgados en las escuelas rusas, cuadros de Abraham Lincoln en el americano. Los aldeanos de la isla Menor veían películas de Warner Brothers, mientras que sus antiguos familiares de la isla Mayor tenían las producciones de Lenfilm. Según se cuenta,  aunque estaba prohibido, los Iñupiat de ambos lados del estrecho se reunían en secreto sobre el hielo y al amparo de la niebla, para intercambiar un abrazo y algunos regalos.

La mañana del 7 de agosto de 1987, los esquimales vieron desde el barro gris del pueblo cómo la nadadora estadounidense Lynne Cox, de treinta años, se convertía en la primera persona, y mujer, en nadar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética al cruzar en dos horas y cinco minutos los pocos kilómetros que separan a las islas Diómedes. Cox fue escoltada durante todo su trayecto por un barco soviético y dos botes de esquimales hechos con piel de ballena, que transportaban investigadores, los pocos interesados en esas partes del mundo, y reporteros, siempre predispuestos a los viajes gratis y las noticias sencillas. La temperatura del agua era de apenas 5° celsius.  Según expertos, los pocos interesados en estos temas, el éxito de Cox se debe, más allá de su determinación, a que su propia grasa corporal la aisló como a una foca. Según trascendió, Lynne Cox tenía un 36% de grasa corporal, una cifra por encima del promedio de las mujeres que ronda, según los mismos expertos, entre 18% y 25%. Un comentario interesante para los esquimales, que basaban su dieta y su energía en la grasa de ballenas.

Al año siguiente, mientras firmaba el tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio con el presidente Ronald Reagan en la Casa Blanca, y un par de años antes de ganar un premio Nobel por traicionar a su patria y setenta años de esfuerzos del pueblo ruso, Gorbachov se refirió al logro de Cox: “El verano pasado, una valiente estadounidense llamada Lynne Cox necesitó solo dos horas para nadar desde uno de nuestros países al otro. Vimos por televisión lo sincero y amistoso que fue el encuentro entre nuestro pueblo y los estadounidenses cuando ella pisó la costa soviética. Ella demostró con su valentía lo cerca que viven nuestros pueblos”. La “La cortina de hielo” se había derretido de cobardía.

La forma de las islas en el mapa parece una mancha, un zoom con microscopio sobre el rincón de una obra de Pollock. Cualquiera de las islas puede ser eso, una obra gigante de expresionismo abstracto. No es difícil imaginar que la vida en esas esquinas del planeta debe ser igual de abstracta, como un ejercicio puramente psíquico, pero de terrible peso sobre el cuerpo. De cerca, la nieve parece recordar más a alguna de las obras de Malévich, Blanco sobre Blanco es una opción obvia, pero por qué no pensar a las islas Diómedes en sintonía con Cuadrado Negro y Cuadrado Rojo. Aunque es poco probable que en eso piensen los esquimales. Mucho menos cuando la sangre del pescado mancha la nieve. Tal vez, cada uno, los rusos y los americanos, ven en las islas otra forma de expresión de sus vanguardias artísticas. Si había cierto arte en la cartografía, dibujar en un mapa, desde el barco y a la distancia, las costas desconocidas, tal vez el siglo XX nos hizo preguntarnos qué había de cartografía en el arte. Vuelvo a Zinc Yellow de Franz Kline o PH-129 de Clyfford Still. ¿Qué posibles territorios ofrecen esas imágenes? Los esquimales, un poco más figurativos, hacen esculturas con huesos de ballena.

Un último detalle. La línea internacional de cambio de fecha atraviesa por el medio los pocos kilómetros que separan a las islas Diómedes entre sí. Esto quiere decir que, aunque estén distanciadas por apenas unos kilómetros, ambas islas viven en días distintos y su distancia temporal es de casi 24 horas. Cuando se cruza de una isla a la otra, no solo se cruza de un continente al otro y sino también de un día al siguiente. Por eso, otra capa de nombres se agregan a los tantos que se sostienen sobre estas manchas en el mapa: la isla Menor es apodada, también, la isla del Ayer y la Mayor, la isla del Mañana. Las lecturas posibles sobre a quién pertenece el futuro y a quién el pasado es sólo otro chiste de la geografía y la rotación terrestre////PACO

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