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Introducción a algunos aspectos y problemas de la épica medieval

Los neotradicionalistas

No fue una contienda por la liberación de un pueblo, tampoco una pelea por el predominio de una religión sobre otra. Se trató apenas de un problema académico, de una disputa entre ratas de biblioteca. Pero ocurrió en un período de la Historia extraño, en el que muchas cosas estaban cambiando de manera drástica y demasiado veloz: el siglo XX. La discusión teórica que se escapa de control fue un argumento recurrente en la narrativa del siglo pasado. Vale la pena, de todos modos, recordar estos hechos.

Según deja asentado Faulhaber en su reconocido y ampliamente difundido estudio de 1976, no fue sino hasta fines de la primera década del siglo XX que Ramón Menéndez Pidal desarrolló una teoría coherente de los orígenes y la evolución de la épica. Sí, en La leyenda de los infantes de Lara (Madrid, 1886) ya Menéndez Pidal tocaba algunos puntos del asunto, pero existe acuerdo en que la serie de conferencias que impartió en la John Hopkins University durante 1909, que se publicarían al año siguiente en París bajo el título de L´Épopée castillaine à travers la littérature espagnole, fue lo que aportó el mayor fundamento teórico a lo que sería conocido como el neotradicionalismo.

En resumidas cuentas, lo que el neotradicionalismo de cuño pidaliano venía a afirmar era que la épica medieval romance (francesa y española) descendía de manera directa de la temprana épica germánica, lo cual resultaba bastante evidente. Pero Menéndez Pidal, y con él, más adelante, todo el neotradicionalismo, también afirmaba que, en línea con ésa épica germánica previa, la factura de la épica medieval romance había sido oral. El juglar, cuyo oficio había adquirido a través de un prolongado y cuidadoso entrenamiento, había sido el anónimo compositor oral del poema épico que tenía como fin último conmemorar sucesos pasados pero casi contemporáneos. “Dichos «cantos noticieros» fueron transmitidos también de «boca en boca» y, modificados por los exitosos juglares, para responder a los cambios en la sensibilidad artística y en el gusto del público. Inevitablemente, se alejarían de la realidad histórica a medida que pasaban de un juglar a otro”, resaltaba Faulhaber en su estudio.

En realidad, Menéndez Pidal conjeturaba que esa oralidad era apoyada por alguna clase de manuscrito, utilizado con frecuencia por el juglar como ayudamemoria. El uso y abuso de tales manuscritos habría favorecido una transmisión mucho más fidedigna de los poemas por parte de los juglares viajeros, aunque también –y allí residía gran parte del abuso– habría permitido al poeta más creativo realizar una refundición completa una vez que el poema empezaba a desgastarse y el público empezaba a aburrirse de él. Este aspecto de la elucubración de Menéndez Pidal, sin embargo, apenas adquirió un carácter tangencial en el desarrollo del neotradicionalismo tal como lo conocemos y el elemento que permanecería incólume sería el de la oralidad.

Otro asunto que debió atender Menéndez Pidal al momento de cimentar su tesis fue la falta de explicación al en teoría absoluto silencio concerniente a las chansons de gestes que existía entre el período carolingio y la fecha del primer manuscrito. Poca o ninguna huella había dejado la literatura en lengua vernácula en los manuscritos confeccionados durante lo que los individualistas llamarían la nuit des siècles, el período abarcado entre los siglos VII y X. El español arriesgó la idea del “estado latente”, según la cual en ese hiato silencioso de la Historia la poesía de los juglares, anónima y popular, cantada en lengua vernácula, sencillamente o había fallado a la hora de llamar la atención de clérigos y público culto o había perdido el prestigio necesario para que sus letras consumiesen el poco y costoso pergamino disponible en la época. De un modo u otro, el arte en lengua vernácula había sido considerado una especie de “literatura de cordel”, si se nos permite el anacronismo: una forma bastardeada, repleta de errores que debían ser evitados a toda costa. Tres ideas fuerza, que apenas mencionaremos, guiaron este razonamiento. Primero, la necesaria relación genética entre la carmina maiorum germánica –o paleogermánica, como la designa Faulhaber– y los poemas épicos franceses y españoles. Segundo, la analogía con el romancero, también ignorado por la Historia, con lo cual quedaba demostrado que un género de poesía folk podía existir y perdurar completamente ignorado por el público culto. En tercer lugar, y en el mismo sentido que la idea anterior, la teoría pidaliana trazó una analogía entre la poesía juglaresca y el latín vulgar.

Años más tarde, las investigaciones de Linda Paterson acerca del mundo de los trovadores occitanos entre el año 1100 y el 1300 servirían de apoyo tangencial a esa idea del “estado latente” de los neotradicionalistas al trazar una ajustada descripción de la mentalidad reactiva de los clérigos para con el vulgo y su inclinación a despreciar las lenguas vernáculas. Paterson proponía una inversión de roles: la “culpa” del silencio ya no era de las lenguas vernáculas por no atraer lo suficiente la atención de los clérigos sobre sí, sino de estos últimos por menospreciar la producción no culta. En su trabajo, Paterson, analizando decenas de manuscritos que iban desde lo literario hasta prescripciones médicas, presentaba a un estamento culto que veía a los occitanos como “frívolos en su lenguaje, charlatanes, burlones, viciosos, borrachos, glotones, pobremente vestidos con andrajos y sin dinero”. Especialmente la clerecía francesa, sostenía Paterson, veía a esos poetas como personas que corrompían la moral de franceses y alemanes con modas juglarescas en la indumentaria y el afeitado. Paterson sostuvo esto con varios ejemplos, entre ellos este, tomado de un texto de crónica histórica atribuido a Rodulphi Glabri:

Hacia el año 1000 del Verbo encarnado, cuando el rey Robert casó con la reina Constance de la región de Aquitania, empezaron a afluir a causa de la reina hombres de la más vana frivolidad de la Auvernia y de Aquitania a Francia y a Borgoña. Pervertidos en sus costumbres y su atuendo, la armadura y los arreos del caballo pésimamente mal compuestos, se afeitaban los cabellos de la mitad de la cabeza hacia abajo, iban sin barba igual que los juglares, calzaban botas y polainas de color amarillo de lo más repugnantes y carecían por completo de toda ley o fe o paz.

No deja de resultar paradójico que, aunque de manera involuntaria y más bien lateral, fuese Linda Paterson quien arrimase argumentos al complejo edificio teórico del neotradicionalismo, dado su vínculo marital con uno de los últimos gladiadores del individualismo, el Dr. Jean de Marmoutier, quien además cargaría con una de las peores partes de lo que llamaremos “el incidente de Borgoña”, al que la propia Paterson no resultó ajena ni mucho menos y del cual trataremos más adelante.

Los individualistas

Durante el periodo comprendido entre 1908 y 1913 J. Bédier fue dando a luz sus trabajos, los que finalmente serían reunidos en un tomo intitulado Les légendes épiques (París, 1914). Este estudio venía a contradecir la teoría pidaliana casi punto por punto, proponiéndose demostrar que los textos conservados son virtualmente todo lo que alguna vez existió y que ese corpus fue producido por una excéntrica combinación humana de monjes y juglares que, bajo las condiciones específicas de los siglos XI y XII, se toparon en feliz cruce e intercambio a lo largo de los caminos de peregrinación que surcaban Francia desde el norte hasta Santiago de Compostela.

Para Bédier cada poema era la obra de un único hombre, un artista culto con inclinación y curiosidad por las lenguas vernáculas o un juglar con acceso a medios de escritura para el que esas lenguas eran la arcilla natural de su arte. De este modo, nosotros, hombres y mujeres de este siglo, disponemos del poema en la forma que fue compuesto, pero no en forma exacta y precisa: las sucesivas transmisiones escritas a lo largo de décadas y regiones, de siglos y dialectos, con añadidos y supresiones ingeniosos o carentes de talento, son la irrecuperable medida de la corrupción del original y también, de alguna manera, los responsables de su sostenida vigencia o de su definitivo olvido.

Lamentablemente, el talento de Bédier quedó trunco y no llegó a echar luz sobre varias lagunas de su posición teórica. En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, Bédier fue llamado a las armas. Su reciente pasado de reservista, unido a su especialidad como lingüista, lo hicieron a ojos de sus superiores ideal para desarrollar tareas en criptoanálisis y criptografía. Pero al parecer, lejos de brillar en esos campos y de descifrar los códigos de Enigma, su desenvolvimiento fue paupérrimo, lo cual le valió diversos traslados y reubicaciones durante el primer año del conflicto. En algún momento de 1915, el pobre Bédier recaló en un oscuro escuadrón de zapadores pontoneros. Su última misión fue cavar zanjas y trincheras en una zona de cuarenta kilómetros de largo a la vera del río Somme. Cuando la batalla del Somme se produjo en 1916, Bédier pasó más temprano que tarde a integrar la extensa lista de bajas del lado francés[1].

Más allá de ese destino interrumpido por el enfrentamiento bélico, el punto central de desacuerdo entre Bédier y Menéndez Pidal estaba planteado y se centraba en la naturaleza de la épica: individualista y erudita para el primero, tradicionalista y profana para el segundo. En los años 40 y 50 las ideas de Menéndez Pidal se volvieron prácticamente artículos de fe entre los hispanistas. Otro tanto pasó con las teorías de Bédier entre los estudiosos de la épica francesa. Así esta disputa académica llegaría a perdurar casi medio siglo.

La primavera sesentista

En los agitados años 60 la corriente neotradicionalista recibió una inyección de energía de una fuente inesperada. Los jóvenes Milman Parry y Albert Lord irrumpieron en el mundo académico con The Singer of Tales, una recopilación de estudios sobre composición oral formulística de la épica sur-eslava moderna. P&L, tal como se popularizaría el nombre de la dupla a partir de su exitoso debut, provenían de la UCLA, en Los Ángeles, y formaron parte de la misma generación de esa casa de estudios integrada por, entre otros, el cineasta Francis Ford Coppola y el perfomer y poeta Jim Morrison, de corta pero explosiva vida. Como parte de esa disruptiva corriente de experimentación e innovación, P&L editaron su libro junto con un disco en el que se recogían distintas versiones sonoras de los cantores estudiados, la mayoría iletrados.

Faulhaber remarca que lo concreto que el trabajo de P&L venía a demostrar era que “esos cantores podían componer cantos de gran extensión y complejidad sobre temas tradicionales, improvisando líneas de versos libres de diez sílabas sobre la base de fórmulas y frases formulares”. El procedimiento fundamental que el poeta realizaba era memorizar el “esqueleto” del poema (una serie de temas en torno a los cuales se organizaba la pieza) y luego, mientras cantaba, iba adornando y recubriendo ese esqueleto con su repertorio de fórmulas. Como era de suponer, sostenían P&L, la frecuencia con que un cantor recitara una misma canción aumentaba la tendencia a la uniformidad de las versiones. “A mayor frecuencia, mayor parecido”, sostenían en el estilo epigramático que tanto los caracterizaba. Y también: “A menor frecuencia, mayor diferencia. Particularmente en el final”.

Apoyándose en el soporte sonoro con que contaban, P&L empezaron a organizar conferencias en salas para difundir sus ideas y más tarde pasaron a dar presentaciones en radios universitarias. Sus perfomances radiales pronto ganaron adeptos entre estudiantes que no formaban parte del mundillo de los estudios literarios ni lingüísticos y su popularidad se extendió por los campus de los Estados Unidos. En aquellas presentaciones –de las que sabemos únicamente por reseñas y comentarios de terceros ya que, por desgracia, no se han conservado ni grabaciones ni transcripciones– P&L se aventuraron a señalar que en el caso de la épica eslava, el proceso de dictado una chanson a un escriba derivaba demasiado frecuentemente en versos defectuosos, con saltos de línea confusos y encabalgamientos engañosos, y hasta en ocasionales pasajes en prosa. Por lo cual, sostenían, siempre es posible distinguir canciones compuestas de modo oral y transcriptas luego o dictadas in situ de composiciones directamente escritas. De ahí se colegía que el llamado “texto de transición”, que mediaba entre el canto oral y su cristalización en la escritura, no podía haber sido algo de existencia real sino más bien una invención de teóricos con pocas luces necesitados de un “eslabón perdido”.

Según varios testimonios recogidos, el epíteto utilizado más arriba, el de teóricos “con pocas luces”, reviste carácter eufemístico y las palabras exactas utilizadas en radio por Parry o por Lord, da lo mismo cuál de los dos fuera, fueron bastante más ofensivas. En una breve crónica aparecida en el periódico de la Universidad de Stanford por esa época y firmada por un ignoto R.D.W. se dice lo siguiente:

Cerca de las siete de anoche, mientras la somnolienta población de nuestro campus se disponía a aplazar su diaria rutina intelectual y pensaba más en las bondades de la almohada que en el trajín académico, los oyentes del ciclo “Anocheciendo con los expertos”, que transmite cada semana la KWC, pudieron deleitarse con la verba apasionada de los célebres P&L acerca de temas tan distantes entre sí como la épica sur-eslava moderna y la experimentación con ácido lisérgico. Más allá de los interesantes ejemplos y lo fresco y expositivo de su disertación, los oyentes pudieron también experimentar cierta estupefacción ante los calificativos de grueso calibre utilizados por P&L para con colegas adscriptos a otras corrientes interpretativas. Los dardos, según dicen, apuntan sobre todo a popes de allende el Atlántico, más específicamente de España. Ya veremos, queridos lectores, qué cola traerá el incidente.

Más adelante P&L negarían de manera tajante haber proferido tales insultos y atribuirían “la confusión” a errores de interpretación y de transcripción. Lo concreto es que, por extraño que resulte, en los años que siguieron, investigadores adscriptos a la corriente neotradicionalista –parte de cuyos postulados, recordemos, el trabajo de P&L había venido a corroborar– se enzarzaron en intentos un tanto estériles de socavar los axiomas y premisas de los norteamericanos en torno al “texto transicional”. Sin embargo, luego de varios bucles y detours olvidables, el tono principal de la contienda acabó refiriéndose al asunto de la memoria y la improvisación. Según da cuenta Faulhaber, la mayor diferencia entre ambos bandos estaba en este punto: para P&L la memorización de un texto fijo por parte de un juglar o cantor es un signo inequívoco de la decadencia de una tradición épica, ya más preocupada por consolidar la obra previa existente que por engendrar nuevos cantares; por el contrario, para el neotradicionalismo pidaliano –que ya a esa altura era más bien pidalismo a secas– la “improvisación creadora” alentada por P&L no era más que una aberración moderna, más cercana a la idea de autor individual que a la creación netamente popular del Medio Evo.

Quien emergió de esta querella como campeón del neotradicionalismo y heredero de la corona del menguante Menéndez Pidal fue el luso-español Jacobo L. Mendoca, quien en 1966 dio a luz un artículo demostrando con bastante solvencia e innumerables ejemplos que la improvisación es un procedimiento ajeno a la edad primitiva y que su aparición suele ser un punto de quiebre de los tiempos antiguos e inicio de la era del autor individual y la innovación. Frente a la “improvisación creadora”, Mendoca habló de “re-creación conservadora”, refiriéndose a una transmisión oral efectuada en espíritu de fidelidad, más allá de sus resultados concretos. Con estas ideas, la catedral del neotradicionalismo parecía a salvo del desmoronamiento y se disponía a transitar una nueva década de predominio.

La nueva ola individualista

Sin embargo, mientras los neotradicionalistas quemaban energías buscando refutar a los excéntricos norteamericanos, los individualistas no habían estado quietos ni mucho menos. Fue el Dr. Jean de Marmoutier quien, siguiendo una tendencia de décadas entre los estudiosos de épica francesa, atacó ciertos puntos del ideario neotradicionalista en un sólido trabajo acerca del texto que quizá le era más asequible: el Roland de Oxford. En su Les formules du Roland, aparecido en Paris en 1967 pero probablemente escrito en Inglaterra dos años antes, Marmoutier retomaba el asunto de las fórmulas alumbrado por P&L y puntualizaba el hecho de que la chanson mostraba demasiada artesanía y un apartamiento importante de la formulística oral como para haber sido compuesto de manera oral. La baja presencia tanto de fórmulas ayuda-memoria como de encabalgamientos y otros yeites necesarios para la memorización eran, según Marmoutier, un indicio de composición escrita y culta. Su trabajo inclusive iba acompañado de una tabla comparativa con porcentajes de hemistiquios formulísticos en el Roland de Oxford y otros manuscritos. De aquella estadía en Inglaterra, además de su libro, Marmoutier se llevó consigo a la bellísima Linda Paterson, con quien se casó a fines de 1966 o principios de 1967.

Apenas dos años más tarde, en 1969, el Dr. Marmoutier ató algunos cabos y le asestó un duro golpe al neotradicionalismo. En lo que sin duda fue un osado movimiento académico, dio a luz en el invierno de ese año un trabajo sobre el texto que hasta entonces había sido monopolio de los hispanistas: el Cid. La magnitud del hecho puede resultar incomprensible en nuestros días, pero en aquel mundo en que las jerarquías y las costumbres aún tenían peso en la vida de las personas el asunto revistió una gravedad conmocionante –usando el adjetivo de Faulhaber– para todo el claustro universitario.

El complejo dispositivo textual del Dr. Marmoutier, titulado escuetamente El Cid, se paseó por el asunto de las fórmulas y los hemistiquios, tal como había hecho con el Roland, pero centró su perspectiva en la idea de que el Mío Cid fue compuesto en la última parte del siglo XII, por un autor instruido en leyes y que fue escrito para apelar al pueblo de los alrededores de Burgos en asuntos de política regional. La presencia de terminología legal, sostenía Marmoutier, señala a un autor familiarizado con la ley. Si el autor del poema épico era un clérigo, su oralidad se volvía por lo menos dudosa. Con una batería de ejemplos de terminología legal tomados del mismo Cid, Marmoutier asentó esa posición.

Por otro lado, el francés señaló las semejanzas definitivas entre el Cid e historias latinas del siglo XII, como la Chronica Adefonsi Imperatoris y la Chronica Najarensis. Ese aspecto, sumado a aparición de personajes históricos menores en el poema se explicaba de un modo más cabal admitiendo la existencia de un “archivo cidiano” en Burgos o Cardeña. Y para Marmoutier no cabía mucha duda al respecto: decir “archivo” equivalía a hablar de cultura escrita.

De ese modo arrogante el Dr. Marmoutier puso el pie, y lo hizo de manera firme, en terrenos que los individualistas habían pugnado por dominar sin éxito durante mucho tiempo. Cuando en 1970 en un nuevo opúsculo, breve pero contundente, el estudioso amenazó con avanzar sobre otro tardío cantar de gesta bastión del hispanismo, las Mocedades de Rodrigo, Jacobo L. Mendoca reaccionó en nombre del neotradicionalismo y, además de agregar algunos intentos de refutación de varias afirmaciones de Marmoutier, convocó a este a un peculiar duelo académico. Con motivo del congreso de medievalistas a llevarse a cabo en Borgoña en el año 1971, desafió –aunque Faulhaber, cauto, utilice el término “invitó”– a Marmoutier a medir las tesis de ambos acerca del Mío Cid en un coloquio organizado ad hoc. El francés aceptó.

El incidente de Borgoña

El período comprendido entre el reto a duelo de Mendoca a Marmoutier y el inicio del congreso de Borgoña resultó ser mucho más agitado de lo esperado. Las bravatas de uno no quedaban demasiado tiempo sin las respuestas desafiantes del otro y más de un disparo verbal pasó de la teoría académica al terreno de lo personal. Los ánimos se caldearon y por puro capricho de las circunstancias, más por lo afilado de su lengua que por la parte de razón que llevaba en el debate, Mendoca se configuró como el bravucón de la dupla, y a Marmoutier le cupo el sayo más pusilánime del ofendido.

Cuando el Dr. Jean de Marmoutier llegó en mayo de 1971 a Borgoña, lo hizo acompañado de su esposa, la medievalista Linda Paterson. Como hemos visto, las investigaciones acerca de la sociedad occitana medieval de Paterson habían arrimado argumentos a los neotradicionalistas en algún punto de su teoría. Sin embargo, aquella vez Paterson no había acudido al lugar como académica sino como acompañante de su esposo. El matrimonio se hospedó en una parte de la residencia universitaria especialmente dispuesta para ellos. Jacobo Mendoca llegó al lugar un día después y tomó habitación en el mismo edificio, en un piso superior pero de idéntica calidad que el del matrimonio Marmoutier-Paterson.

No fue hasta el tercer día que los académicos se cruzaron en persona en un cómodo buffet en el que se servía el desayuno. El trato entre ambos fue tenso y frío, pero no fue más allá de algunas formalidades. Lo único inusual, al parecer, fue el interés un poco impertinente de Mendoca en el trabajo de Paterson y algunas alusiones a las costumbres amatorias de los franceses que se perdieron en la traducción de una lengua a la otra. Hay quien dice que Paterson festejó los chistes procaces de Mendoca, pero eso es hablar con el diario del lunes. Lo cierto es que no hubo mayores encontronazos. Cada uno parecía estar velando sus cartas para jugarlas durante la partida que tenían comprometida para dos días después.

A partir de este punto el tenor de nuestra narración cambia, se vuelve más bien conjetural. Lo que se sabe, el hecho puntual, es que esa misma noche, la noche del día en que Mendoca y Marmoutier se encontraron, una violenta tormenta derribó unos cuantos árboles en la entrada a la universidad, se destruyó un generador de energía y quedó sin luz a la totalidad del complejo, por lo cual las autoridades decidieron posponer el inicio del congreso –y por ende el duelo entre los campeones del individualismo y el neotradicionalismo– para tres días después. Ninguno de los invitados se sintió demasiado perjudicado por la medida, que a lo único que obligaba era a permanecer unos días más en aquel confortable hospedaje.

Como sabemos, el mundo de los trovadores le insufló vida a lo que se dio en llamar el amor cortés. Tal como su nombre lo señala, esta práctica del amor cortés o cortesano fue aristocrática, reservada para una élite que frecuentaba las cortes. Su codificación sistemática y precisa a manos de Maese André o, como se lo conoció más extendidamente, André le Chapelain, llegó a convertirse en credo y mandamiento para los nobles. Las novelas de Chrétien de Troyes aportaron hasta nuestros días noticias acerca de ese mundo y parte de lo que aún hoy conocemos como cortesía en el trato y las formas proviene de allí. La fineza y la galantería fueron las características más sobresalientes de aquel complejo constructo amatorio cuya aplicación, las más de las veces, era de índole intelectual más que carnal, menos del corazón que de la cabeza. En oposición al amor galo, el amor cortés era ideal. No se amaba a la dama sino de forma muy reflexiva, razonada y razonable. Sin embargo, y esto era muy notable, el amor cortés siempre era amor ilegítimo. La dama era siempre, o casi siempre, hacia una mujer casada.

Por supuesto, muchos siglos habían pasado desde entonces hasta la década de 1970, que apenas empezaba. Y es difícil saber ahora de qué manera aquel ideal de amor, que ella había indagado en profundidad, podría haber influido en la mentalidad de Linda Paterson. Lo más lógico sería hablar de circunstancias propicias para la aventura, del encierro de aquellos días, del aburrimiento liso y llano o de cierto cansancio arrastrado tras algunos años de un matrimonio circunscrito a los claustros y los manuscritos. Incluso cabría pensar en la influencia de otros códigos amatorios más novedosos y cercanos, nacidos durante la década anterior al abrigo de la píldora anticonceptiva y la liberación de la mujer. Todo eso tendría más sentido. Sin embargo, es casi seguro que Mendoca se acercó a Paterson con una pregunta, una duda quién sabe si real o fabricada, acerca de aquel mundo de trovadores y las cortes de amor.

No es difícil imaginar la escena. Un encuentro fortuito entre ambos en algún rincón de la residencia universitaria borgoñesa mientras un confiado o cándido Marmoutier –un nombre es un destino– tomaba un baño o una siesta. Un intercambio verbal breve acerca del romancero viejo o cualquier otra cosa: un chiste, una sonrisa, la constatación de que el otro nos mira. Los primeros ritos de la seducción.

Ya lo indicamos más arriba, el cómo de todo esto es conjetura. Faulhaber no menciona nada al respecto. En este punto su trabajo calla de manera abrupta. Lo cierto es que en algún momento de esos días de aislamiento el flirteo entre Mendoca y la mujer de Marmoutier pasó a otra fase. La forma de escabullirse para estar juntos, los horarios, la cantidad de veces y todo eso no lo sabemos. Tampoco conocemos los sentimientos de ninguno de los tres implicados. ¿Amor repentino? ¿Vulgar lujuria? A la luz de los hechos podemos visualizar con mayor claridad las sospechas del Dr. Marmoutier, su secreta humillación. Ese sentimiento ominoso de verse inferior a otro hombre, y peor: inferior a un adversario. También ese asco repentino por la mujer que nos traiciona, un asco indiferenciable del amor herido.

Y sin embargo, en definitiva, nada, solamente oscuridad de datos y mucho silencio para rellenar. Hasta un punto determinado. Hay algo que conocemos porque ocupó la crónica policial de aquellos días y la boca y oídos de todo aquel que frecuentase los pasillos de una facultad en muchos kilómetros a la redonda. Es lo que conocemos como “el incidente de Borgoña”: un crimen pasión, ocurrido alrededor de las cuatro de la tarde del día en que hubiera debido iniciarse el congreso de medievalistas, cuando un profesor francés encontró a su mujer inglesa en la cama con otro profesor luso-español y, fuera de sí, en el colmo de sus capacidades, los asesinó a ambos a golpes con la base de una fría lámpara de pie para después, sencillamente, ahorcarse a sí mismo en su propia habitación.

Pero los detalles del escabroso caso poco importan en un trabajo como el presente. Acaso revista algún interés notar que casi todo lo que conocemos del incidente de Borgoña puntualmente lo debemos a la nota suicida que redactó en su habitación el Dr. Marmoutier después de matar y antes de morir. Un defensor de la tradición oral frente a la escrita en materia de épica medieval nos dejó así un testimonio escrito de su suerte, la de su esposa y la de su adversario. El último gran abogado de la tradición escrita, en cambio, en esta ocasión quedó mudo.

En su estudio de 1976 Faulhaber no se refiere el incidente que dejó trunca la polémica entre neotradicionalistas e individualistas. Faulhaber trabaja muy cerca en el tiempo de todo aquel tumulto y por momentos su escrito es casi la autopsia de un cadáver recién finado. Su perspectiva es más acotada de la que podemos tener hoy. Sin embargo, de manera muy lúcida dedica los últimos párrafos de su trabajo a especular respecto de las derivas posibles de dicha polémica. “Futuros estudiosos de la épica medieval”, dice Faulhaber, “deberían hacer un decidido esfuerzo por extender su competencia para incluir conocimientos sobre muchas tradiciones épicas, en particular las modernas, hasta donde sea posible. Tal acercamiento comparativo permitiría abordar mejor las dicotomías memorización-improvisación, oral-escrito, popular-erudito. En otras circunstancias históricas unos pocos de estos problemas pueden resolverse con relativa facilidad; algunos, tal vez nunca sean aclarados. Pero sólo intentando atacarlos es que podemos tener éxito en establecer la cuestión más amplia de la épica en general”.

En eso estamos.

////PACO

[1] En Literaturas Germánicas Medievales, Jorge Luis Borges recoge casi al pasar la desdichada historia de Bédier, comparándola con la del erudito danés Thorkelín, quien consagró veintiún años de su vida al estudio, transcripción y traducción al latín del Beowulf. En 1807 una escuadra inglesa atacó Copenhague, donde Thorkelín residía, y destruyó en un incendio el preciado manuscrito. Thorkelín se sobrepuso a la tragedia y en 1815 dio a la imprenta la edición príncipe de Beowulf. Sin embargo, a diferencia de Bédier, cuyo trabajo fue semilla de una corriente e inspiración para muchos estudios, el trabajo de Thorkelín cayó pronto en el olvido. “Esta edición, ahora, casi no tiene otro valor que el de una curiosidad literaria”, dice Borges.

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