Por Juan Terranova

Estoy en Roma y mi hotel queda en un barrio lindero al Vaticano. Tan cerca está que se llama Vatican Sleeping. Desde su puerta, en la Via Vespasiano, se puede ver el muro que rodea a la ciudad. (Vatican Sleeping son apenas cuatro habitaciones en un segundo piso por escalera que dan a un patio cerrado, así que desde sus balcones no se ve más que el interior de un viejo edificio romano.) Aunque el barrio mantiene un aire residencial, los turistas están en todas sus avenidas. Por lo que se puede apreciar respetan el lugar común: son gordos, blancos o rosados y llevan una cámara de fotos. También traen dinero para pagar la entrada al Shopping Center de la Fe, los Museos Vaticanos, donde se puede ver mucha historia y un excelente arte antiguo y renacentista. (La muy floja colección de arte contemporáneo exhibe un Dalí y un Bacon, lo cual me intriga: ¿quién y cómo y dónde compró esos cuadros?) Pero antes de llegar a los Museos, hay muchísimos puestos y negocios que ofrecen todo tipo de recuerdos. Fotos, estampitas, calcomanías, posters, vasos, tazas, medallas, pequeños o grandes souvenirs convocan al viandante y al curioso recordando el pasado imperial la ciudad con muñequitos de legionarios y gladiadores que esperan la compra al lado de rosarios y crucifijos. Entre ellos, hermanado con el kitsch, el Papa Francesco es el personaje más importante, más citado, más explotado, más ofrecido.

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No encontré en Italia un solo italiano que me hablara mal de él o desconfiara de su prédica. Los italianos esperaban a este Papa desde hace décadas. Y así, mientras los almanaques de Benedicto XVI se ofrecen rebajados como en un saldo, todos los que pasan por este barrio se llevan un recuerdo de Francesco. Comercio y religión, entonces, yuxtapuestos pero no mezclados. Por eso solamente alguien muy ciego y ocioso, tanto que no vea la inmensa cúpula de San Pedro, puede citar con frescura la violencia de Jesús contra los mercaderes delante del carrito de un árabe gutural que vende la cara de Francesco impresa en un llavero. Por otra parte, en ninguna iglesia de Italia se cobra entrada y muchas son museos tan ricos o más que cualquier parador secular.

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Al mismo tiempo si la metáfora de no comerciar en el templo subsiste, los tiempo cambiaron. ¿Pero cuándo fue exactamente que cambiaron? Es posible percibir una inflexión clara en la historia del Catolicismo, que es al mismo tiempo la historia del mundo y las religiones, cuando se crearon, por una serie de alianzas político-militares, los Estados Pontificios. Al adquirir el Vaticano esta serie de tierras fértiles hacia mediados del 700 d.C., la Iglesia logró recursos para conformarse como un poder alternativo a los estados-nación del norte y también a las potencias extranjeras que una y otra vez invadieron la península.

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Y ese cambio, uno más de muchos, está directamente ligado a la Iglesia hoy como poder económico. Ahora bien, esto tiene bastante poco que ver con que la culto contemporáneo de la imagen ponga a la foto del Papa en la etiqueta de un vino, alegre gesto pop que posee una larga tradición en la cultura occidental. Así y todo la historia del dinero y la historia de la fe, de la religión y el comercio, parecen estar destinadas a seguir juntas produciendo objetos de la picaresca y también historias que, pese a nuestra modernidad o quizás gracias a ella, nos siguen recordando a Chaucer, el peregrino que fue también un sofisticado storyteller. Los símbolos, nos diría el autor de Los cuentos de Canterbury, están destinados a mezclarse en esta desdichada o gozosa vida terrenal.

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Mientras tanto, el pedido de austeridad a la Iglesia como institución es justo. Está en los Evangelios. Y Francesco, en lo que va de su corto papado, parece ser el primero en señalarlo y demandarlo. Esto no significa que la Iglesia, ni ayer ni hoy, deba dejarse arrebatar por sus enemigos, que son y siempre lo fueron, muchos y muy variados. Es de ignorantes confundir los no siempre cristalinos designios de Dios con el entreguismo, la fatalidad y la estupidez. Por eso vale recordar la historia del cura de provincias que se subió al bote de un paisano para cruzar un río torrentoso y, en el medio del cruce, un tronco agujereó el frágil casco de la embarcación. Mientras el hombre de fe se arremangaba y empezaba a sacar agua con una lata, el otro preguntó “Padre, ¿Dios está con nosotros?”. A lo que el cura respondió “Desde luego, hijo, pero no pares de remar”.///PACO