Aunque hoy se cumplen 5 años de su muerte, Christopher Hitchens todavía genera reacciones en un planeta donde las discusiones políticas, ideológicas y religiosas redefinen en términos más mundanos que científicos el concepto de
calentamiento global. Aún así, sería un error medir la presencia de su eco como el síntoma de un lustro excesivamente aquietado o, aún peor, creer que las ideas que Hitchens sostuvo hasta el final, mientras padecía a los 62 años un cáncer que lo mató en apenas diecisiete meses, encierran algún don profético (si bien habló de “islamofascismo” años antes del despliegue global de ISIS). De lo que sí se trata es de la perdurabilidad de la inteligencia, incluso en el territorio fugaz del periodismo. O, como escribió sobre George Orwell ‒que fue su modelo intelectual‒, de que aunque “las disputas, debates y combates en los que participó están quedando atrás en la historia, la manera en que él se conducía como escritor y partícipe tiene una razonable posibilidad de permanecer como ejemplo histórico en sí mismo”. En ese sentido, qué pensar es poco importante en comparación a cómo pensar, y las pruebas de la diferencia prevalecen. Este, por ejemplo, es Hitchens en 2008 cuando la senadora Hillary Clinton preparaba su primer intento para llegar a la Casa Blanca, ocho largos años antes del apoyo que acaba de dar al recuento de votos solicitado contra Donald Trump: “Para la senadora Clinton algo es cierto si valida el mito de su esfuerzo y su grandeza (su arrogante ambición, en otras palabras) y solo deja de ser cierto cuando ya no sirve a ese ilimitado propósito”.

«Para la senadora Clinton algo es cierto si valida el mito de su esfuerzo y su grandeza (su arrogante ambición, en otras palabras)».

Educado en Oxford en los años sesenta, cuando era trotskista y británico, y nacionalizado estadounidense en 2007, cuando era un ensayista alineado con “los halcones” de Washington, Hitchens, sin embargo, tampoco fue republicano (o sí, siempre que eso signifique ”oponerse a todas las formas de monarquía y absolutismo”). Y aunque su mirada sobre el inminente presidente Trump resulte imposible, todavía está entre sus palabras que la tarea de los “verdaderos republicanos es resistirse a las repúblicas bananeras, y tal vez a algunos republicanos bananeros”. Como fuera, es la imposibilidad de ubicar a Hitchens en un único compartimento intelectual ‒y peor: la sospecha de que los compartimentos cambian‒ lo que hace del autor de Dios no es bueno un caso delicado. Porque, ¿es posible que alguien que militó toda su vida en la izquierda y que solía citar “el epigrama favorito de Karl Marx, de omnibus disputandum (“hay que dudar de todo”)” se haya transformado en un alfil ideológico de la derecha y acusado a los “progresistas occidentales”, en plena invasión de Iraq y Afganistán, de no entender que el islamismo no rechaza aquello que ellos tampoco pueden defender (la explotación de los recursos, el intervencionismo) sino la libertad y la justicia que les gusta y deben defender? Y si tal metamorfosis fuera posible, ¿sería oportunismo, ligereza ética o venta acomodaticia al mejor postor?

Es la imposibilidad de ubicar a Hitchens en un único compartimento intelectual ‒y la sospecha de que los compartimentos cambian‒ lo que hace del autor de Dios no es bueno un caso delicado.

Trasladada al escenario europeo, donde las integraciones regionales giran hacia los nacionalismos, o el estadounidense, donde las fronteras del libre intercambio se cierran a la espera de mayores proteccionismos (o el latinoamericano, donde los populismos con aires de izquierdas fueron diluyéndose en elementos todavía inciertos pero sin duda opuestos), la pregunta sobre la mutación de las formas bajo las cuales se interpreta el mundo encuentra en Hitchens a una figura todavía fascinante. Para su más crítico biógrafo, Richard Seymour, la explicación está en lo que, cuestionando la hagiografía, llama “fetichismo por el poder”. Es decir, la oportuna ocasión que, tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, Hitchens habría encontrado no sólo para liberarse del viejo lastre socialista y convertirse en el “amanuense de la administración de George W. Bush”, sino también para ubicarse en la vanguardia de “cierto tipo de derecha radicalizada”. Planteada como un juicio póstumo, la biografía de Seymour ‒Unhitched: The Trial of Christopher Hitchens, todavía no traducida al español‒ recorre contradicciones como las que Hitchens dejó a la vista cuando, ya afectado por el cáncer, se presentó amistosamente en público con el ex primer ministro Tony Blair para debatir sobre los pros y los contras de la religión. ¿Era necesario hacerlo con alguien que, además de la personificación misma del establishment político, había sido el principal socio de George W. Bush en una invasión militar justificada por armas de destrucción masiva que nunca se encontraron? ¿No era Hitchens quien había declarado ante el Vaticano sus sospechas sobre la beatitud de la Madre Teresa de Calcuta y había advertido en su terminante Juicio a Kissinger, el peor representante de la política exterior norteamericana, y acerca del cual lamentaba tener que morirse antes de poder escribir la necrológica, el peligro de confundir lo afrodisíaco del poder con su pornografía?

“En la vida progresamos por medio del conflicto, y en la vida mental, mediante la discusión y la disputa”.

En la misma línea ambigua se ubica And yet…, la última recopilación póstuma de textos publicados por Hitchens en revistas como The Atlantic, Vanity Fair, Slate y Foreign Policy. Seleccionados entre “más de 250.000 palabras que todavía no han sido reunidas en libros”, estos artículos editados el año pasado fueron acusados de poco menos que una exhibición de golpes contra árboles caídos, en un abanico que va desde la revolución cubana hasta la vida de los sureños estadounidenses (“donde a nadie le preocupa vivir a la altura de sus propios clichés y estereotipos”). Síntoma de un estilo que, tras su delicada conversión ideológica, se había vuelto según los detractores más puntiagudo pero sin punto, el polemista que había escrito que “en la vida progresamos por medio del conflicto, y en la vida mental, mediante la discusión y la disputa” volvía, sin embargo, a desatar incomodidades. ¿Pero por qué? Esa pregunta, más viva hoy que hace cinco años ‒basta recordar las sensibleras marchas en Manhattan el día después de la reciente elección presidencial bajo consignas como “Trump no es mi presidente”‒, se ilumina también cuando Clint Eastwood dice que “en secreto, todo el mundo está cansado de la corrección política”. Entonces, ¿qué incomoda todavía de Hitchens? En esencia, la insistencia, aún más allá de la muerte, en que ninguna realidad sutura sus complejidades únicamente a partir de la autosuficiencia de nuestras propias fantasías y deseos, por hiriente que esto resulte a nuestro narcisismo. Hitchens siempre fue consciente de ese problema y del inconveniente que representaba para su profesión, y en su autobiografía, Hitch-22, lo deja claro: “Me hice periodista para no tener que depender de la prensa para informarme”.

“Es probable que aquellos a quienes los dioses desean destruir empiecen por llamarlos carismáticos«.

Por eso quienes han contraatacado a los críticos aciertan al señalar que muchas acusaciones empiezan en tierra firme pero terminan sobre una delgada capa de hielo. En And yet…, de  hecho, el propio Hitchens cuenta cómo un año antes de lograr la ciudadanía se involucró en dos acciones legales simultáneas “contra mi país de adopción y contra mi país de nacimiento” para indagar qué información había en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos y en el Gabinete del Reino Unido sobre una reunión de abril de 2004 en la que George W. Bush le habría propuesto a Tony Blair bombardear la sede de Al Jazeera en Qatar, “lo cual habría levantado la sospecha de que el bombardeo norteamericano de 2003 a las oficinas de Al Jazeera en Bagdad, donde murió un periodista, no había sido un penoso accidente”. Ahora bien: por supuesto que demandar en dos tribunales distintos a un mismo poder no es el tipo de actividad de quien se conforma con la sumisión ante el poder. Pero evitar mencionarlo y mostrar a Hitchens como una versión difunta y perspicaz de Condoleezza Rice sí es el tipo de omisión de quien no puede concebir otra adecuación a la realidad que no sea la que considera más deseable. En defensa de Hitchens, por otro lado, resta aquello que publicó y también el recuerdo de algunos amigos influyentes. Como Salman Rushdie, que lo elogia como “gran odiador”, o Ian McEwan, que no lo olvida como “peleador callejero”. Entre los homenajes más inmediatos, Martin Amis, uno de sus mejores amigos, dijo estar trabajando en una nueva novela donde Hitchens, “a quien le podía confesar los peores impulsos sin sentirme juzgado”, va a tener un rol más importante que el retrato parcial que ya aparece en su novela La viuda embarazada. Aunque, ¿es necesario defenderlo? Basta googlear para ver que en los últimos años también hubo, como contra casi cualquier figura con ideas propias, acusaciones inconducentes de misoginia, de agresividad e incluso de plagio, como si el deber de la inteligencia fuera nunca descuidar el carisma. Sin embargo, nadie mejor que Hitchens para defender a Hitchens: “es probable que aquellos a quienes los dioses desean destruir empiecen por llamarlos carismáticos///////PACO