Bajando desde el Malvina House Hotel hacia el puerto, apenas se cruza Ross Road, que es la calle costanera de Stanley, está la redacción de Penguin News y atrás, ya sobre la bahía, el Falklands Museum. ¿Qué historias cuenta este museo? La planta baja, marcando el ritmo con salas de un cálido color madera, evoca con bastante precisión el siglo XIX. Se ve la recreación de una despensa, hay vestidos, botellas, una balanza, los implementos usados para la esquila y la navegación, todo junto y apilado, rozando en su organización los famosos gabinetes de maravillas del siglo XVIII.

O los museólogos de las Falklands Islands toman mucho y trabajan rápido, o estamos frente a una bella y algo atolondrada institución colonial.

Después, en una sala un poco más grande se proyecta un breve documental que abre la muestra de la guerra del 82. La película pone en off la voz de los niños de la guerra sobre imágenes de los soldados tanto argentinos como ingleses. No es un golpe bajo, pero está bien calibrado para demostrar la ambición desmedida de los argentinos y su violencia intrínseca de invasores fascistas. Los niños de las Falklands eran rubios, blancos, felices, inocentes y sufrieron la guerra. En esta parte se ven menos objetos. No hay armas. Las referencias a las unidades militares que salvaron a los kelpers son esquivas. Bien leído, lo que se narra es cómo una pequeña, pacífica y colonial comunidad perdida del Atlántico Sur sufrió una guerra entre el vecino pérfido que la invadió y el padrastro justo que llegó en su ayuda. La lengua de Shakespeare se reafirma, si alguno tenía dudas, en todo el museo.

Una pequeña, pacífica y colonial comunidad perdida del Atlántico Sur sufrió una guerra entre el vecino pérfido que la invadió y el padrastro justo que llegó en su ayuda.

El segundo piso es un homenaje bastante intenso, y hasta cierto punto involuntario, a la mente afiebrada de Charles Darwin. Animales embalsamados, huesos, cráneos, fotos, dibujos, aparadores con más huesos. En la zona dedicada a lo que ellos llaman, sin pudor, “la Antártida británica”, me resulta especialmente magnética la reconstrucción de una casita de madera que es la que llevaban Scott o Shackleton a sus viajes. La puerta está abierta y su interior parece cálido. Hay una cámara, un escritorio con un estante lleno de libros, un farol, una despensa, un sky corner… El sistema de audio reproduce el viento antártico, que es idéntico al que sentí mientras desayunaba en el hotel. Al final del recorrido, sobre una ventana que da a la bahía, apoyada contra la pared, hay una mujer sin cabeza.

El sistema de audio reproduce el viento antártico, que es idéntico al que sentí mientras desayunaba en el hotel.

O los museólogos de las Falklands Islands toman mucho y trabajan rápido, o estamos frente a una bella y algo atolondrada institución colonial. Quizás las dos cosas, o tal vez no haya museólogos en estas islas y los hombres de a pie tengan el control del Historic Dockyard, el cuál no deja en ningún momento de hacer méritos para ser visitado. Eso sí, la entrada sale cinco libras y no te dan ni una fotocopia con la dirección. Pero permiten sacar fotografías. Si afuera llueve y la temperatura hace que se te congelen las orejas y las manos, la visita es un opción inestimable//////PACO