El dinero en The New Yorker

Para Luciana Calcagno


Por Nicolás Mavrakis

I
Hay poco más interesante que la dinámica del dinero. Y no se trata de los grandes eventos históricos, ni del espectro inevitable de Karl Marx. Basta una microscopía de lo cotidiano. En cualquier oficina privada o pública de la Argentina, difícilmente dos personas cumpliendo la misma función tengan el mismo sueldo. Para soportarlo, estas dos personas simularán durante el tiempo que el dinero se los exija una afección. La sentimentalización del lugar de trabajo —en la que las mujeres invierten toda la fuerza de su jornada productiva— puede adquirir mayores o menores grados de intimidad. Pero al final del día esa minúscula superestructura sentimental tiene un único objetivo: ocultar la diferencia. Es más fácil que un oficinista confiese sus penosos —y siempre intrascendentes— devaneos sentimentales que la cifra de su salario. Esa instancia, que tiene más que ver con los márgenes privados de humillación y obediencia, no se devela casi nunca. Habrá neurosis. Habrá sufrimiento. Habrá genuflexiones y vergüenzas. Pero la verdad, la cifra particular de una vida, no se develará.

II
Malcolm Gladwell alude al tema a su manera en el prólogo de El dinero en The New Yorker. «Quienes no formamos parte de la cultura empresarial hacemos lo contrario: nos gusta trasladar nuestra conducta personal al ámbito de los negocios. Queremos jefes amables y comprensivos. Queremos que las corporaciones tengan rostro humano. Queremos documentos financieros redactados en un lenguaje sencillo. La brecha entre quienes habitan en el corazón del sistema capitalista y aquellos que residen en la periferia suele describirse como una profunda división filosófica o como una lucha irreconciliable entre dos culturas».

Esa manera de Gladwell no se relaciona con su estilo, que orbita en sus libros de management-periodismo-sueños de realización liberal. Leer en Buenos Aires sobre cultura empresarial, corporaciones y documentos financieros obliga a un esfuerzo interesante del músculo de la imaginación. ¿Qué empleado, aún de alguna empresa para la que estuviera dispuesto a trabajar toda su vida, verá alguna vez los documentos financieros que retratan sus posibilidades materiales en el mundo? ¿Qué otra aspiración material subsiste en el empleado público más que la confirmación diaria de que nunca será despedido? Más plano todavía: entre todos estos, ¿cuántos participarán alguna vez como accionistas del mercado bursátil?

Una palabra como dinero, en Buenos Aires, es de por sí extraña: imprecisa y en el mejor caso con algo de lo peor de la reverencia y lo peor del provincianismo (Buenos Aires prefiere un término más histórico y material: plata). Leer La bolsa, de Julián Martel, la primera novela argentina sobre las relaciones sociales y religiosas construidas alrededor del dinero tampoco es fácil. Y no por los motivos de malestar políticamente correctos. La manera de Gladwell nos remite al drama permanente de la modernidad periférica (siempre seremos  el Chaco de otro lugar). Y esa manera obliga también a pensar el espíritu del capitalismo en una relación inevitable con la ética cristiana protestante. Esa es otra gran brecha. La austeridad es católica. Pero la austeridad y la racionalidad y sus alarmas son protestantes.

030b - Alan Dunn - 1930s

III
Las viñetas de El dinero en The New Yorker trabajan sobre las trampas entre la ética protestante y el capitalismo. Leídas desde Buenos Aires, son una especie de turismo ontológico. Para las buenas conciencias progresistas de New York que piensan y dibujan en The New Yorker —atributos que deben valorarse de una manera completamente distinta a como funcionan dentro de la tradición argentina del género, que comienza en el siglo XIX con la energía revulsiva de El mosquito y continúa ahora agónica en Barcelona—, los momentos en que la austeridad y la racionalidad se separan, los momentos en que la codicia desfigura los dogmas de la fe y alteran —¿no sería este otro estado natural del capital en Argentina?— con la simple obscenidad del dinero al tejido social, rozan más el escándalo que la denuncia. Y es también por eso que por dinero The New Yorker entiende no la fuerza de trabajo de la economía de los Estados Unidos sino la tecnología cuantitativa del valor de ese trabajo en un lugar específico. La bolsa de valores: la cima más abstracta, compleja y erudita de reproducir y multiplicar el capital, leída a través de la cima más abstracta, compleja y erudita de la clase intelectual neoyorquina. El lado más negro y el lado más blanco de una misma moneda, de un mismo billete y, sobre todo, en el sentido más sociológico posible, de una misma acción. «Vuestros padres son prácticamente lo más blanco y negro que se puede ser, lo que contribuye a hacer de ellos una hermosa pareja», escribió John Updike, colaborador durante varios años en The New Yorker, a sus nietos Anoff y Kwane cuando su hija «inglesa, con pinceladas de rusa y de francesa, por el lado de su madre, y alemana y holandesa por el mío» se casó con «un negro puro de África Occidental, aislado por el norte con el Sáhara y por la anchura de todo un continente de las infusiones de genes árabes y camíticos, que hacen de los africanos orientales una gente de piel relativamente clara».

El valor moral del dinero para la ética protestante consiste en anticipar nada más y nada menos que el favor de Dios. El destino se basa no en la caridad —como en la ética católica— sino en la diferencia —de las cantidades, de las cifras e incluso del lenguaje de esa diferencia— y aún en la exhibición orgullosa de la diferencia. Falsear la distribución del dinero, hacer trampa en la bolsa, la codicia en perjuicio de la sociedad, son transgresiones jurídicas. Pero también violaciones de un orden metafísico. Desencuentros premeditados entre austeridad y racionalidad. Ahí están los chistes sobre la ola de suicidios de agentes de bolsa durante el crack de 1929: «Hombre, ¡pero si es Prescott! Imagino que sabe algo que nosotros ignoramos», dicen dos caballeros elegantes, circunspectos, adultos y serios desde un despacho en un piso alto de Wall Street. Al otro lado de la ventana, Prescott, sereno, acaba de saltar al vacío.

IV
El dinero en The New Yorker es también una historia de la crudeza del precio en la sociedad norteamericana. La reinversión y el riesgo son para el empresario tareas de responsabilidad social realizadas bajo la buena voluntad de Dios. Y no hay aventuras salvajes sin olvidar un elemental cálculo: in God we trust. El personal de servicio y los vagabundos son amables y son resignados porque su destino ya se ha manifestado. Y las otras conciencias, las que Gladwell describe más preocupadas por los motivos de una cultura humanística antes que empresarial, las que uno imagina disfrutando la sátira sutil y elegante en The New Yorker, no viven en un estado de tortura moral.

222 - William Hamilton - 2000s

La pobreza, para Wall Street, no es necesariamente el signo de los ultrajes del capital. Más bien es una señal de pereza. La falla de una individualidad que ha descuidado su deber para con sí mismo y para con los otros. La oveja negra de la irresponsabilidad y la desidia. Es interesante leer la forma en que las viñetas retratan durante el siglo XX la tragedia del emprendedor —bajo la formas de crisis financieras cíclicas— sin permitirse nunca la sorna sobre la importancia del ánimo emprendedor en sí. Ahí también se deja leer el estatuto de valor de la mujer trofeo: el signo de la prosperidad en su dimensión erótica. Estos accionistas, estos agentes de bolsa, estos jefes de directorio, desean la riqueza de una forma que a cualquier miembro del sistema bancario argentino le resultaría siniestra, en el sentido más freudiano de la palabra.

(Entre paréntesis, ¿cómo serían esas viñetas en Argentina, donde el dinero se piensa, se experimenta y se narra desde las estrategias de supervivencia del pequeño cuentapropista y el ventajista picaresco y donde el único gran objetivo es salvarse como sea para dejar de trabajar? Las viñetas en revistas como Caras y Caretas o Humor son un misterio. Nunca van más allá de la coyuntura de los funcionarios públicos. O de alguna escena aislada de consumo que es, en realidad, una escena costumbrista reciclada alrededor de alguna anécdota de consumo. Otra pregunta imaginaria: ¿es posible que el personaje del empresario arriesgado y emprendedor causara gracia en las viñetas del producto cultural más sofisticado y snob del campo intelectual porteño, si The New Yorker pudiera existir en Buenos Aires? En tal caso, el personaje del empresario arriesgado y emprendedor debería, antes, existir. Dentro de ese imaginario y afuera, donde las cosas pasan, se negocian y se producen. Cuando alguien en Buenos Aires necesita ocultar el origen de su sustento, dice que es empresario. Cuando el Papa Francisco era Arzobispo dijo durante una misa «que Buenos Aires necesita llorar, llorar por la esclavitud de sus hijos, es una ciudad coimera»).

Mientras tanto, los hombres de negocios de Wall Street —y esto no exime al dinero de sus crímenes, sino que ilumina su forma de representación cultural donde el dinero vive más cómodo— no son más que soñadores empedernidos persiguiendo su salvación y la de los suyos. Ninguno quiere dejar de trabajar. ¿Por qué querría dejar de trabajar? Quiero que me devuelvan mi burbuja, dice uno a otro.

231a - Alex Gregory - 2000s

V
La historia del dinero en The New Yorker tiene dos grandes ausentes: los negros y los judíos. No se trata de agentes económicos ausentes en la ciudad. Mucho menos en la historia económica de los Estados Unidos. ¿De qué habla este vacío? Ni durante los años de apogeo del nazismo en Europa ni durante los años de la Segunda Guerra se tematiza nunca —y el humor suele ser la única licencia para doblar el miedo de la opinión pública— la cuestión judía en el entramado cultural de la fantasía de las finanzas (hacia 1933, la editorial neoyorquina Houghton Mifflin había conseguido ya los permisos de publicación de Mein Kampf y en 1934 se publicó como My Battle: 20.000 dólares por los derechos sobre la traducción y 5.000 ejemplares vendidos durante su aparición). Una sola viñeta roza un apellido, pero el chiste es evidentemente sobre otra cosa: «Cuando Allen Ginsberg tenga tres hijos y una hipoteca, a lo mejor le presto atención», dice un ejecutivo a otro en el rincón de una fiesta. Rockefeller y Ford sí son apellidos que orbitan el humor de los años treinta y cuarenta. En una única viñeta, sin embargo, un jugador de baseball negro le dice un grupo de periodistas blancos: «Bueno, yo me conformo con estar ganando cantidades indecentes de dinero».

Con el correr de los años, los hombres abandonan el saco y los animales empiezan a hablar. Hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI, la ferocidad del dinero y de las crisis hace de lo animal un interlocutor válido para retratar la historia del dinero. «El sistema no es perfecto, pero válgame Dios, sí que es claro», dice un conejo corriendo con dos panteras detrás. Si este fuera un artículo en The New Yorker, seguirían varios párrafos que nos permitieran bautizar con la precisión exigida estas dos visiones contrapuestas. Pero simplifiquemos las cosas, porque lo importante es llegar cuanto antes a las viñetas ////PACO.

247a - William Hamilton - 2000s