Bueno, el show llega a su fin. Debemos decir que el espectáculo, desde esta periferia sin voz ni voto, fue muy divertido. Hace un año y medio, cuando la gran maquinaria electoral americana se ponía en movimiento, el paisaje era más bien monótono y predecible: después de los ocho años de recuperación económica de Obama, después del cierre o semicierre de capítulos sangrientos como las guerras de Irak y Afganistán, después del primer presidente negro de la historia con índices de aceptación más que positivos, todo parecía apuntar a que esta vez sí sería el turno de Hillary Clinton, la mujer que, como no se cansan de decir sus seguidores, más se ha preparado para ejercer el cargo de presidente del gran país del norte. A lo sumo, el pendular movimiento entre republicanos y demócratas otorgaba una chance a algún republicano más o menos conocido, más o menos conservador, más o menos creyente, más o menos halcón. Ahí están, ya enmohecidos, los análisis sobre un relevo en la figura de Jeb Bush, para completar el trío de presidencias de esa familia, el hipotético choque entre las dinastías Clinton y Bush, la consolidación de una élite genealógica que personificara las grandes tendencias políticas que desde hace más de 150 años dividen a los americanos. Sería, pensaban todos, una campaña larga pero dentro de los márgenes de lo imaginable. Con los habituales comparsas coloridos que no deben faltar: un neurocirujano negro, un senador socialista, judío y de Vermont, un millonario neoyorquino célebre en las revistas del corazón.

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Se derrumbó el choque entre las dinastías Clinton y Bush, élite genealógica que personificara las grandes tendencias políticas que desde hace 150 años dividen a los americanos.

Obviamente las cosas se complicaron para esa narrativa. El senador socialista y judío del estado de Vermont, Bernie Sanders, un sorprendente septuagenario veterano de las luchas por los derechos civiles, encantó a una clientela joven y desencantada que veía en su rival demócrata de la interna, Hillary, la encarnación del continuismo de los grandes negocios y el gasto militar. Feel the Bern, corearon los universitarios, que revistieron al senador con el aura cool de la comunicación digital, desempolvaron las consignas que habían surgido en la breve primavera de Occupy Wall Street y terminaron imponiéndole un formidable obstáculo al camino que Hillary creía a priori abierto hacia su candidatura. Fue una entrañable reacción de la siempre entrañable y opacada e inocente izquierda norteamericana. Y fue también el primer indicio de que esta no era una elección como las demás, de que algo conspiraba contra lo previsible. Por supuesto, el senador socialista terminó perdiendo pero su derrota sólo llegó después de un sorprendente e inesperado desgaste para la candidata oficialista. De todas maneras, lo peor, la verdadera broma macabra, se estaba incubando del otro lado, en el bando republicano. Donald Trump era perfecto. Trump era, para todo el mundo, el precandidato perfecto. Un personaje estridente, sin antecedentes políticos, famoso por sus declaraciones groseras, sin el menor conocimiento de los florentinos códigos de la política washingtoniana. Era perfecto para los demócratas, claro, porque ejemplificaba como nadie, hasta el punto de la caricatura, la bravuconería, la insensibilidad y la ignorancia de todo lo que no fueran sus propios intereses materiales que el estereotipo del político republicano resume para los demócratas. Tenerlo ahí, ocupando un lugar en la grilla del Grand Old Party era la mejor propaganda para desacreditar a los golpeados republicanos que todavía tenían que levantar la pesada herencia de George W. Bush. Y para los republicanos del establishment del partido también era perfecto. Un bufón vociferante que les permitiría diferenciarse sin esfuerzo, el típico candidato ruidoso que se consumiría ni bien empezara a hablar en público de cosas serias. Uno menos. Mejor todavía: con él como curiosidad de circo los aburridos debates para las primarias tendrían más rating y los políticos “de verdad” podrían usufructuar esa publicidad. Es una historia curiosa. Todos se equivocaban pero todos creían tener razón. Todos. Los candidatos y los analistas. Los bloggeros y los tuiteros. Los artistas del standup (y los inversionistas en startups) y los puritanos evangelistas. Es, probablemente, la única lección moral de toda esta aventura: nadie sabe de qué esta hecho el éxito.

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Es, probablemente, la única lección moral de toda esta aventura: nadie sabe de qué esta hecho el éxito.

Así que el bufón, con su transparencia de bufón, fue eliminando uno a uno a sus contrincantes. Hay un par de cosas en el derrotero de Trump hacia este martes definitivo que conmueve las ideas preconcebidas sobre la gran política. Uno, que esa gran política no es tan grande. Dos, que para llegar a la cima no es necesario la ocultación, sino que también funciona el exhibicionismo completo. Como una réplica invertida de las sofisticadas y shakespereanas formas de la ficción House of Cards, el método de Trump fue mostrarse exactamente como todo el mundo esperaba que se mostrara. ¿Sexista? Sí, desde el primer día, desde el primer debate republicano en el que rebatió las preguntas de la moderadora porque “estaba en uno de esos días”. ¿Racista? Bueno, su proyecto de la Gran Muralla en la frontera con México y su propuesta de prohibir la entrada de musulmanes se mantuvieron firmes a lo largo de la campaña, incluso después de visitar al mismísimo presidente de México en México, incluso después de subestimar el valor en combate de un soldado de fe musulmana frente a sus dolientes padres. ¿Obsesionado con sus negocios privados? Claro que sí: las presentaciones ante la prensa de Trump son el pretexto para promocionar su línea de productos que va desde churrascos a palos de golf, pasando por los célebres emprendimientos inmobiliarios y una universidad trucha que expendía títulos truchos. Trump no mandó a incinerar los tapes de El aprendiz, su reality show en el que ejercía de vicario saboyano de jóvenes aspirantes a garcas; ni sacó de circulación sus entrevistas en Playboy o sus participaciones en talk shows de cuando era una celebrity de la América reaganiana, una versión en caricatura de Gordon Gekko (greed is good!); ni se disculpó ante la nación después de los famosos audios que contenían el involuntario slogan de campaña –grab’ em by the pussy-, con rostro de arrepentimiento, con su esposa y sus hijos a su lado y un fondo calculadamente hogareño, tal como los políticos americanos hacen cuando tienen que pedir perdón por sus “extravíos” sexuales. En este año y medio Trump no se arrepentió de nada, y más bien su estrategia fue siempre devolver el golpe y hacer de la acusación un blasón en la lucha contra un establishment político y económico intoxicado de corrección política y special interests. Y es esa hipótesis, la de que el “sistema” iría marginando más y más a Trump hasta volverlo irrelevante, una anécdota ruidosa y colorida, la que resultó falsa en este año y medio de lento aprendizaje sobre los deseos no confesables de America. El fallo estuvo ahí y todo este largo año y medio de campaña fue una confirmación atrás de otra de que Trump sintonizaba con fibras de los Estados Unidos que ni siquiera era tenidas en cuenta antes que se largaran los primeros movimientos electorales. De ahí la atmósfera de irrealidad que fue adquiriendo la campaña: ¿de verdad estamos compitiendo con un hombre que promete que México pagará por su propio muro, un hombre que hasta ayer era más asociado al Taj Mahal de Atlantic City (una ciudad que hizo mierda, dicho sea de paso) o a un cameo en Mi pobre angelito 2? La democracia es siempre un drama abierto.

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Todo fue paradójico en esta campaña y muchas de esas paradojas residieron en la figura, excesiva, de Trump. No de Hillary.

Todo fue paradójico en esta campaña y muchas de esas paradojas residieron en la figura, excesiva, de Trump. No de Hillary. Sacando su poca capacidad para encantar a los votantes menos movilizados y transmitirles un mensaje claro para sacarlos de la abulia, de ella sólo se puede decir que sería una presidenta estéticamente perfecta: desde sus trajes onda canciller de la galaxia de Star Wars, a sus 40 años de involucramiento en lo público, como primera dama de un estado sureño, después de la nación (paralelamente como asesora principal del presidente), senadora y secretaria de Estado, Hillary es el habitus washingtoniano completo. Y al mismo tiempo está obligada a ser la representante de la masa de descontentos con el estado del capitalismo norteamericano que acaudillaba el senador Sanders. Los que pedían mayores impuestos para los bancos (para los supersueldos escindidos de la economía real de los agentes financieros) y mayor protección social. A ser una tercera presidencia de Obama pero menos entusiasta con la globalización. Y la coalición de apoyos que logró Hillary es testimonio de ese amplio arco que va desde el establishment financiero al grassroot en el territorio. El Financial Times y Beyoncé, The Economist y una asociación de mujeres latinas de un barrio de Los Ángeles o un bar de café orgánico de Seattle que publicita su endorsement progresista en la pizarra de los precios junto a la últimos granos importados de Indonesia. ¿De qué habla esa coincidencia entre los mercados financieros (que respiran aliviados cuando Hillary sube en las encuestas) y el progresismo norteamericano en sus diversas vertientes? Del deseo de una continuidad, claro, de una continuidad de la manera de Obama de gestionar la crisis mundial, pero también de un espanto profundo por Trump. Primera paradoja: el emprendedor capitalista que siempre se mantuvo fuera de la política provoca más incertidumbre que la política profesional. Trump nunca perteneció al parnaso del poder económico norteamericano. Nunca llegó a la misma mesa que Bill Gates o Warren Buffet. Fue un protagonista del boom urbano del real estate de la recuperación reaganiana en los 80, dotando a Nueva York y Chicago de edificios icónicos y polémicos arquitectónicamente hablando. Pero nunca, a pesar de su fanfarronería, llegó a estar en el mismo plano de los prohombres que diseñan la economía norteamericana del siglo XXI. Una de las constantes de la carrera de Trump, de hecho, es su obsesión con los rankings de multimillonarios de Forbes y la adulteración de los números de su fortuna. Nunca llegó a esos cenáculos Trump, más bien siempre los rodeó desde las revistas del corazón, desde su carisma de rico amado por los medios de comunicación. Trump entendió muy pronto que su verdadero capital estaba en su nombre, en su condición de rico y famoso, en su capacidad para vender su marca. La mayor parte del “emporio” de Trump obedece a contratos de cesión de su nombre-marca. Es su nombre, rodeado de la  imaginería del lujo y la vida de millonario, lo que Trump exporta y asocia a todos sus productos. Un edificio Trump, con el «Trump» en dorado sobre la entrada, puede aumentar su valor un 30% sobre la inversión original. ¿Cuánto una presidencia Trump?

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Trump entendió muy pronto que su verdadero capital estaba en su nombre, en su condición de rico y famoso, en su capacidad para vender su marca.

Quedó la pregunta sin contestar: ¿qué fibras, entonces, toca la candidatura de Trump? ¿Por qué el sistema tan noble y sensato de los filtros y contrapesos de las instituciones norteamericanas no se deshizo rápido de Trump, no se lo devoró en las internas? Segunda paradoja: hasta hace un año se decía que los republicanos cristianos del Bible Belt, con su radicalización religiosa, constituían el principal voto a conquistar para cualquier republicano. Trump está casado en terceras nupcias y no se le conoce más apego a la Biblia que aquella vez en la que intentó quedar bien con el auditorio y citó un versículo del Antiguo Testamento que tiene la particularidad de ser el único del que Jesucristo abjuró. Trump es un neoyorquino que saltó a la fama por sus romances y sus, subsiguientes, rupturas amorosas. ¿Dónde está ese país que supuestamente combatía a cualquier candidato que apoyara la teoría de la evolución darwiniana? Al revés que el born again christian George W. Bush, o de la lacrimógena santurronería de un Ted Cruz, Trump ganó los estados del sur profundo sin agitar las banderas religiosas. Apenas los mormones (dueños del estado de Utah) hoy se debaten, todavía, acerca de apoyar el ticket republicano encabezado por un mujeriego consetudinario. El establishment republicano ciertamente hizo todo lo humanamente posible para distanciarse. La revista The National Review, el órgano de la intelligentsia republicana, sacó en tapa un contundente “Against Trump” al que luego, con el correr de las victorias, debieron reconsiderar. Trump era inicialmente el outsider que usufructuaba su fama, pero se fue convirtiendo en un competidor que hablaba sobre imponer aranceles a los chinos y expandir el gasto público en los estados postindustriales del interior. Trump con su doble posición de outsider económico y político se erige como defensor de los empleos industriales en retirada. Es la tercera paradoja, la crítica sobre los efectos del libre comercio en la distribución del ingreso, esa gigantesca transferencia de recursos de los blue collars a la economía floreciente de las costas este y, especialmente, oeste, representada por la multiplicación desde hace veinte años de los precios de la vivienda, para aquellos que ven la cara rozagante de las “nuevas tecnologías” sólo en su faceta de consumidores pero sienten el avance de la precariedad como trabajadores, para los perdedores de los frutos del libre comercio, para la legión de agnósticos de los últimos 25 años de liberalismo, Trump representa un referencia confusa pero preferible a la de hace veinte años. Tal vez la última protesta defensiva, la última reacción de un tipo de hombres y mujeres forjados en el siglo XX que se adentran en el siglo XXI sin entender los que les espera.

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Nuestro morbo, nuestra ironía, nuestro gusto por el caos nos detendrán frente a la televisión todo el día.

Y así llegamos a este martes. Los extranjeros interesados en la campaña por pura curiosidad intelectual la vivimos con cierta, por qué no decirlo, inconfensable schadenfreude. Trump y su derrotero fueron algo así como la corroboración de que el barro de la política, la ruptura de los códigos tradicionales y la aparición de un figura inesperada eran algo que podía llegar a los Estados Unidos. En más de una mente latinoamericana afloró el sintagma “Banana Republic” al ver el transcurrir de los debates presidenciales. El mismo “Make America Great Again” de Trump era un grito que hablaba sobre el lugar subalterno que el complejo de inferioridad conservador norteamericano podía agitar como bandera de un país que se volvía crecientemente productor de servicios inmateriales . Fue una campaña en la que vimos a un Estados Unidos peleado con sus propias entrañas. La atmósfera fue la de un país que tiene que definir urgentemente su destino, bajo el peso de un mundo más complejo, menos dependiente, y más violento. No deja de ser llamativo que dos de los más activos intelectuales contra Trump en la red social Twitter sean William Gibson y Stephen King. Hasta el punto de la saturación ambos abogaron por el rechazo a Trump. Es inevitable pensar que esos maestros de las distopías y el horror ven en el candidato republicano la concreción de muchos de sus sueños literarios más aterradores. Ya lo imaginaron antes. La conjura contra América. El reinado de Randall Flag en Apocalipsis. Los dados de la democracia tal vez permitan que este martes un hombre inesperado sea el presidente de los Estados Unidos. Nuestro morbo, nuestra ironía, nuestro gusto por el caos nos detendrán frente a la televisión todo el día de hoy, haciendo lo único que podemos hacer, espectadores lejanos y sin influencia, apenas unos más de los millones sin voz ni voto//////PACO