“No estoy contra el feminismo, pero es una cosa muy reiterada para mí, no me llama”, me dijo Hebe Uhart en una de las últimas charlas que tuvimos. El género empezaba a imponerse en el ámbito cultural y la ola de invitaciones a formar parte de mesas o actividades en las que el tema central era el rol de la mujer en la literatura la tenía un poco cansada. Renegaba en general de los encasillamientos y títulos vacíos. “Lo que dicen los escritores en la feria del libro de cualquier lado son siempre las mismas pavadas repetidas”, le dijo en 2015 a Eterna Cadencia. Sin embargo, jamás se negó a asistir con displicencia: no en vano su fama de bonachona.

Como todo el que fue a sus talleres, doy fe de su -también célebre- encanto, y de su paciencia y sensibilidad a la hora de corregir los infames textos que muchos le llevábamos: “Leí el cuentito, Nancy, le falta un poco de carnadura, de concreciones. En cuanto a la trama, hay algo interesante: ella dice que no quiere convivencia, pero en realidad es un disimulo para que él no vea que lo quiere atrapar… esas cosas más que declararse o explicitarse se intuyen. Igual no creo que ella pueda macanear demasiado, los enamorados se retienen con los ojos”. También puedo dar fe del modelo de mujer independiente que encarnó a la perfección. Se dedicó casi siempre a lo que quiso y omitió cumplir con lo que no le interesaba: no se casó, no tuvo hijos, viajó compulsivamente en busca de aventuras y se permitió romances agitados de los que salió sin un ápice de despecho. “En este libro en particular hay varios cuentos que son autobiográficos íntegramente. Por ejemplo, el que recuerda a mi novio borracho de cuando era joven ¡cuatro años estuve con él! Era un tipo que me encantaba”, me dijo entre risas para una entrevista.

Renegada de lo urbano y de los ambientes intelectuales (“aprendo de la gente de campo que tiene un saber que no es el mío”), Uhart hizo un gran aporte a nuestras letras que no suele enfatizarse. Su legado más valioso tiene mucho menos que ver con su condición de mujer o de filósofa que con su condición de argentina y de latinoamericana, y se yergue sobre el amor a la idea de Patria Grande, al interior, a los pueblos que comparten lengua. Un amor presente en toda su obra y en sus conversaciones, donde saltaba a la luz con una gracia conmovedora: “Mi primer viaje a La Paz. Tenía 20 años y fui en tren con amigas. Nos encontramos con un cura que estaba buscando el mejor modo de contrabandear chinchillas. Era un cura raro, había estado en la guerra, se alimentaba de chocolate y bananas porque eran alimentos que podían consumirse rápido… era muy particular. También había unos muchachos peruanos, con los que flirteábamos un poco, y que como muchos peruanos que venían a estudiar acá, decían que eran descendientes de príncipes Incas. Me acuerdo que recorría el tren como galopando, vestida con un vaquero y una remera, y me crucé con una maestra boliviana. Yo era una maestra argentina y me interesé inmediatamente por ella. Me contó que era de una escuela pública, cerca de La Paz. Decía que daban clases en troncos de árboles, con gallinas que daban vueltas alrededor distrayendo a los alumnos. Ella estaba vestida muy formal y quería mejorar su escuela, mientras que yo soñaba con ponerle una bomba a la escuela donde trabajaba porque la directora me jodía porque yo ponía el portafolios arriba del escritorio. Era un contraste muy grande entre las dos. Cuando llegamos a la frontera para entrar a Bolivia, ella le dio a su hijito una banderita boliviana y le dijo: “Dí Viva Bolivia, hijito”. Yo después de eso me politicé, leí todo lo que había que leer en ese tiempo… Jauretche y compañía. De esas lecturas ahora no recuerdo casi nada, pero de la maestra boliviana no me olvido más”/////PACO