Los hechos narrados suceden en un futuro no muy lejano.

1

Lunes. Nueve de la mañana. Interior.

Hay amistades que surgen a pesar de la misma infinidad de rasgos que deberían hacerla imposible. No se trata exactamente de cuestiones como la edad –aunque la edad es uno de esos rasgos– sino de una suma de factores que, a falta de una mejor descripción, podrían llamarse disposiciones espirituales.

Sobre el sexo, sin ir más lejos, pueden leerse y escucharse infinitas definiciones biológicas, filosóficas o sociales. Pero, al final, el sexo es lo que la mercadotecnia necesite que sea en un determinado momento de su historia, que es la historia de la disponibilidad material para explotarlo. El sistema funciona así desde hace doscientos veinte años.

Convengamos que si alguien particularmente naïf –y ese adjetivo incumbe a todos, excepto tal vez a Giorgio Agamben– intenta definir qué es la amistad, es inevitable que termine diciendo imbecilidades.

Por mi lado, siempre creí que la amistad era un fenómeno psicológico excepcional.

Y no estoy usando la palabra excepcional en el sentido en el que las madres primerizas llaman excepcional al souvenir del un cordón umbilical de su primer hijo envuelto en pequeño cofre de papel, sino excepcional en el sentido en el que algo puede alterar profundamente una cadena seriada de eventos en el tiempo y el espacio.

Atención.

Esto es lo que los guionistas más tradicionales del cine de terror suelen llamar construcción del clímax.

2

Martes. Tres de la madrugada. Interior.

Marcelo Tinelli tiene un patrimonio declarado de sesenta millones de dólares. Eso incluye propiedades en Argentina y en el extranjero. Campos subvaluados por el fisco. Autos importados. Pero, sobre todo, una productora televisiva, musical, teatral y deportiva que había exportado durante años programas –que él llamaba productos– a toda Latinoamérica.

Calculen la cifra real de todo lo que no está declarado a su nombre.

El poder de penetración en la opinión pública no tiene una cotización exactamente económica. Se trata de un valor de cambio político que multiplica su potencial a razón de cada punto de rating.

Medido entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, cada punto de rating actual equivale a cuarenta y un mil ochocientos veintiún hogares.

Son números.

Lo importante es que, como objetivo, Marcelo Tinelli había comenzado su indeclinable caída desde la cima del rating en el año dos mil doce.

La recomposición neuronal de sus víctimas demoraría décadas.

3

Miércoles. Once de la mañana. Interior.

Esa amistad inevitable y profunda entre dos hombres se llama hermandad. “Una vez más a la brecha, queridos amigos”, y todo eso con lo que vibran las salas del teatro isabelino. Aunque mi amigo, mi hermano, prefería ubicarse en algo que con voz marcial siempre llamó un teatro de operaciones.

La historia de cómo nos conocimos implica una breve descripción personal.

Algo que él llamaría ambientación.

Teníamos un punto de convergencia: la frustración de no haber llegado a convertirnos todavía en lo que queríamos.

Una vez le pregunté qué me deparaba el futuro.

Me dijo:

Vas a vivir cubierto de gloria.

4

Jueves. Cinco de la tarde. Interior.

Si alguna vez pisaron un canal de televisión, habrán visto a la gente corriendo por distintos pasillos. A excepción de quienes trapean los pisos y aspiran los camarines, el resto de lo que ocurre en un canal de televisión se confecciona en esa red de unidades colonizadoras de la conciencia llamadas productoras.

Endemol.

Dori Media Group.

Ideas del Sur.

Pueden sonar como pequeñas y medianas empresas –algunas, yo lo sé muy bien, lo son–, pero la mayoría son aliadas estratégicas de los más grandes emporios mediáticos del mundo. Y no estoy usando la palabra emporio en el sentido en que Industrias Kaiser Argentina se fusionó con Renault para construir el Torino, sino emporio en el sentido en que Mickey Mouse es el representante de una multinacional de capital concentrado como la Walt Disney Company. Empresas que teledirigen la infancia, la adolescencia, la adultez y la ancianidad de todos los habitantes del planeta desde los últimos cien años. Empresas responsables de irradiar o extinguir según sus necesidades los golpes de estado, las revoluciones y los avances tecnológicos que les resulten más cómodos.

Ante ese panorama, un simple y estúpido programa de televisión más no debería representar nada trascendental.

Sin embargo, ninguna de esas productoras quiso aceptar nunca, ni una sola vez, ni siquiera para un piloto, mi trabajo como guionista profesional.

Por lo tanto, yo pertenecía a esa subespecie global, lastimosa y errante que son los guionistas desempleados.

Mi amigo, en cambio, vivía bajo la sombra de no haberse convertido nunca en un alto dirigente de la organización política –él la llamaba la orga– en la que había militado desde adolescente.

Primero fueron algunas desviaciones pequeñoburgueses menores. Cuestiones enteramente doctrinarias ante las que pudo imponerse en cuanto lo colocaron al mando de un comando armado.

Ese contacto con las armas –él decía losfierros– lo mantuvo entretenido. Aunque después tuvo ciertas diferencias con lo que él llamaba laConducción.

Permítanme acelerar un poco eso que los guionistas de la vieja escuela suelen llamar composición de espacio y lugar.

El cierre definitivo de su carrera de dirigente político llegó el veintinueve de octubre del año mil novecientos setenta y siete. Precisamente cuando un sargento del Batallón de Comandos Seiscientos Uno le disparó una bala de FAL calibre siete sesenta.

Esto es lo que en las escuelas de guión, que producen más latrocinios que los talleres literarios, se llama giro inesperado.

5

No me interesa si no creen lo siguiente: nuestro primer contacto fue por Twitter.

Yo escribía un guión en forma de líneas sucesivas de ciento cuarenta caracteres –proyecto al que todos mis colegas no dudaron en calificar de pavorosa estupidez– cuando comencé a recibir unos mensajes extraños.

El mismo remitente enviaba frases sobre política argentina a las tres cero dos de la madrugada, después a las tres cero cuatro, a las tres cero cinco, a las tres cero siete y así, durante intervalos de uno o dos minutos, hasta las siete u ocho de la mañana.

No estaba en posición de juzgar a mis lectores, en especial porque él era el único. Así que le escribí algunas líneas disuasivas y las envié a lo que parecía ser su dirección de correo electrónico.

Lo único que me pidió fue que respetara su decisión de no darme más detalles que los necesarios.

6

Después de su segundo divorcio, Marcelo Tinelli se mudó a la torre Le Parc Figueroa Alcorta con sus hijas. Durante los meses siguientes a la separación, e incluso mucho después de que su segunda ex esposa recibiera su propia cuenta off shore a cambio de silencio, los fotógrafos de las distintas revistas de chimentos montaron eso que en la jerga del amarillismo profesional se llama guardia periodística.

Desde el año dos mil doce, Marcelo Tinelli existía como una parte aburrida de la rutina de los paparazzis. Todo lo que hacían era esperarlo los fines de semana frente al edificio donde vivía y disparar sus cámaras.

Cuando conocí a Franco Magnello, Marcelo Tinelli se movilizaba en un viejo sedán BMW 545. A veces, en una camioneta BMW X5. Recuerdos de una época a la que los malos guionistas de cine bélico gustan llamar glorias pasadas.

A veces Marcelo Tinelli salía del edificio caminando, como parte de un arreglo privado con determinados tabloides en los que todavía le interesaba figurar. A veces lo hacía acompañado de una manera calculadamente espontánea por todos sus hijos.

En nuestro primer plan llegamos a obsesionarnos con el problema de una visión clara y una distancia correcta. Se suponía que yo iba a hacerme pasar por un fotógrafo, después iba a montar una falsa guardia periodística y después iba a disfrazar con la carcasa de un lente de mil doscientos milímetros Nikkor el cañón de una AK–47S.

No era sutil, pero era efectivo.

Con una cadencia de tiro de seiscientos disparos por minuto, la misión habría podido cumplirse sin ningún problema.

Pero a último momento cambiamos de idea y terminé vendiéndole el lente a un paparazzi. Me dijo que con algo como eso ya no iba a ser necesario que fuera hasta los casamientos para hacer los álbumes de fotos. Ahora lo usa para robarles imágenes en ropa interior a todas las celebridades que se le aparezcan a treinta cuadras de distancia.

7

Si el odio fuera improductivo, sería tan inútil como el amor. Y no estoy proponiendo el tema a debate. Estoy haciendo lo que un buen guionista de cine de suspenso suele llamar una afirmación tajante.

Mi amistad con Franco Magnello no podría haber sido más firme si no hubiera surgido de una mutua necesidad de odiar. ¿O creían que es el amor lo que genera grandes cambios?

Nuestro primer encuentro fue en el café La Paz, en la esquina de Corrientes y Montevideo.

Él lo llamó una cita, pero no de la manera romántica en la que los malos subtitulados panameños se refieren a una cita en el canal Space.

Yo tenía que pararme en la puerta con un diario La Nación bajo el brazo. Después entrar por la puerta principal. Caminar hasta el baño. Detenerme cerca de las cajas y salir. Recién entonces se suponía que podía entrar otra vez y ubicarme en alguna mesa cerca de la ventana.

Franco Magnello era exigente con este protocolo. Decía que era para despistar a quienes pudieran seguirme. Él decía caminarme.

No sé qué hubiese dado yo por tener a alguien que realmente me siguiera.

Al mes de intercambiar mensajes, nos encontramos.

Viernes. Once de la noche. Exterior.

Nunca nos habíamos visto y él había sido muy enfático en no enviarme su fotografía (creí que, si no llegábamos a vernos jamás, al menos habría podido llegar a divertirme haciendo la descripción detallada de su aspecto en alguno de esos guiones que las productoras rechazaban).

El primer rasgo de hermandad es reconocerse de inmediato.

Con Franco Magnello fue mucho más sencillo de lo que me había imaginado.

Franco Magnello usaba pelo corto y patillas largas y oscuras. Tenía puesta una campera oscura de cuero con forro escocés y una camisa demasiado ajustada al cuerpo. Voy a decirlo del modo en el que lo haría un pésimo guionista de películas románticas: se notaba que la suya no era una cuestión de moda sino de ancianidad.

Tampoco pude dejar de notar que su cabeza estaba entera.

Había algunas cicatrices, aunque no parecía notarse ninguna prótesis reconstructiva.

Me gustó que no quisiera darme uno de esos besitos patéticos que empezaron a darse los hombres a finales del siglo pasado, ni que probara la formalidad obvia de darme un apretón de manos. Apenas sugirió una palmada en la espalda y dijo que quería tomar otro café.

Cuando vos sepas qué querés tomar, dijo, pedíselo al mozo.

Lo dijo con una voz que insuflaba confianza. Y no estoy hablando de confianza en el sentido en que los curas pedófilos confían en los abogados episcopales, sino confianza en el sentido en que Vito Corleone le delega todas sus facultades a su hijo Michael en El padrino.

Le dirigí una mirada recia al mozo y pedí otro café para él y un jugo de naranja exprimido sin azúcar para mí.

Franco Magnello fue directo. Necesitaba a alguien dispuesto a hacer un sacrificio en nombre del futuro. No dijo ni la patria, ni los argentinos, ni la nación.

Dijo el futuro.

A mi gusto, el futuro era un concepto demasiado transnacional y globalizador como para ofrecerle un sacrificio. En otras palabras, me encantaba.

Soy absolutamente pesimista respecto a las posibilidades de un cambio real en la sociedad, así que trato de imaginar que el único cambio posible debería llegar del único sistema de pensamiento que cooptó con éxito a las masas: el Mercado.

Supuse que el silencio sepulcral de Franco Magnello significaba que iba a escucharme.

Por supuesto, dije, desde hace casi cuatro décadas la categoría de ciudadano dejó de existir. Pero los consumidores sí existen. Y con el tiempo van a saber que son propietarios del sagrado derecho a reclamar que se cumpla aquello por lo que pagan.

Franco Magnello tragó su café de un sorbo, mirando de a ratos por la ventana.

Para el inconsciente colectivo, dije, la democracia funciona como un contrato. En vez de billetes se dan votos y en vez de proveer un soporte material para las instituciones republicanas, se provee un servicio de administración de los bienes del Estado. Si ese sistema de intercambio entre los electores y los funcionarios se perfeccionara, se generaría la misma relación armoniosa que existe entre los clientes y las empresas.

Lo tenía todo muy ensayado. No era la primera vez que intentaba impresionar a alguien con la clase de discursos que en cualquier laboratorio de guión político llamarían nihilistas.

La única diferencia fue que Franco Magnello me escuchó interesado.

No va a haber revoluciones armadas de ciudadanos, dije. Va a haber revueltas de clientes ante las mesas de reclamos.

Por supuesto, no le dije a Franco Magnello que mi vida, hasta ese momento, había sido la síntesis más literal de todo lo que pudiera encerrar la idea de vivir ante una larga mesa de reclamos.

8

Sábado. Ocho de la mañana. Interior.

Durante el año dos mil trece, Marcelo Tinelli comenzó a reducir los gastos de su productora y giró la mayor parte de sus divisas a cuentas off shore. El plan era vivir de los intereses.

Fue el comienzo de una etapa que él mismo recordaría como terrible.

Para quienes nunca conocimos el éxito, la idea de perderlo no parece tan grave. Para alguien que lo pierde de un modo tan gradual, el cuadro es aterrador. Y no estoy usando la palabra aterrador en el sentido en que los críticos de cine describen el histrionismo de Harrison Ford en La guerra de las galaxias, sino aterrador en el sentido en que todo lo sólido comienza a desvanecerse en el aire.

Franco Magnello tenía eso que en los malos subtitulados de HBO llaman un buen punto: nuestro objetivo había pasado por una larga etapa de desgaste y se había vuelto más vulnerable.

¿Vos leés los diarios?, me preguntó una vez.

Le dije que no, que jamás, que había muchas mejores formas de perder el tiempo.

Hacés bien, dijo. Hacés muy bien.

9

Sábado. Diez de la noche. Interior.

Una estructura revolucionaria es insostenible. Tengo mejores razones que cualquiera para saberlo, dijo Franco Magnello, mirando hacia la avenida Corrientes.

Yo había imaginado una serie de charlas en las que hablaríamos de política después de explorar la clase de temas que en las escuelas de catecismo suelen llamarse trascendentales.

El origen de la vida.

La inmutabilidad del alma.

La existencia de Dios.

Pero Franco Magnello retomó nuestra conversación exactamente en el punto donde yo la había dejado la última vez y dijo:

Una teoría sin contraste empírico es una teoría que no puede existir.

Tres décadas después de haber visto la muerte cara a cara, el comandante montonero Franco Magnello continuaba siendo marxista.

Lo que sí puedo revelarte, dijo, es que el eje lineal del tiempo desaparece cuando los cuerpos se asoman al borde. No te pido que trates de comprenderlo. No podrías.

La linealidad a la que se refería Franco Magnello era la del eje de la sucesión. Creo que cuando los cuerpos se acaban, decía Franco Magnello, el tiempo se convierte en algo muy parecido a una línea de subte en la que es posible bajarse algunas estaciones más adelante o algunas estaciones más atrás.

Esto no es una hermosa metáfora cortazariana sobre la música de Charlie Parker y la sensación de perderse en el tiempo, dijo.

Esto es algo real.

Franco Magnello me contó que cuando la bala de aquel FAL le atravesó la cabeza, cayó en un sueño reparador del que se despertó de inmediato.

No estaba en el Cielo.

Tampoco en el Infierno.

Estaba solo.

No había otros compañeros. No había ancestros. No había celebridades.

Sin embargo, cualquier persona en la que pudiera pensar emergía de la nada. No hacía falta abrir la boca para hablar con ellos, dijo Franco Magnello. Cada uno sabía qué queríamos. Y también sabía qué habíamos querido decir en algún otro momento en el que nunca lo habíamos hecho.

Franco Magnello sonrió y dijo:

No había una sola entidad omnisciente a la que pudiera llamarse Dios.

Después dijo:

Sin embargo, entendí que mi vida necesitaba un giro drástico. No, la bala no me había atravesado la cabeza literalmente. Apenas me rozó una oreja. Pero, en cierta forma, sí había atravesado mi cabeza. A partir de ese momento, mis ideas cambiaron.

Quise pagar pero Franco Magnello se rió en voz alta cuando me vio contando algunos billetes arrugados. Se levantó y dejó un billete reluciente de cien sobre la mesa. No se molestó en esperar el cambio antes de salir.

10

Como todo capitalista consumado, Marcelo Tinelli vivía en el interior de un esquema de costumbres férreas.

Cuando salía en su BMW 545 lo acompañaban en otros dos autos sus custodios. Jamás le había pasado nada, pero Buenos Aires no es una ciudad que recuerde demasiado tiempo a sus ídolos.

Franco Magnello ya había hecho su parte del trabajo: los custodios eran policías retirados, armados con pistolas Bersa calibre cuarenta. Cumplían turnos de dieciséis horas por día, excepto los domingos, cuando Marcelo Tinelli viajaba solo para instalarse en su estancia en Baradero.

El BMW 545 tenía todos los cristales blindados.

Pero gente más poderosa que él había sido secuestrada o asesinada antes.

Franco Magnello podía nombrarme a Juan y Jorge Born, a Pedro Eugenio Aramburu, a Oberdan Sallustro.

Claro que los tiempos habían cambiado.

11

Sábado. Dos de la madrugada. Interior.

Es muy probable que dentro de muy poco salga a la luz un informe que ahora circula como información confidencial, dijo Franco Magnello. Es un descubrimiento en el que está trabajando el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Una plataforma televisiva para la emisión de Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial. ONTR.

Franco Magnello insistía en que leer diarios era inocuo. La información circulaba por otros espacios, decía. Otros circuitos que él controlaba con la misma serenidad de un viejo domador de leones. La nuestra todavía es una época de negocios y descubrimientos, dijo Franco Magnello. Claro que no estaba usando la palabra descubrir en el sentido en que Nicolás Copérnico descubrió el modelo heliocéntrico, sino descubrir en el sentido en que Robert Woodward y Carl Bernstein descubrieron el caso Watergate en Todos los hombres del presidente.

No te asustes, dijo Franco Magnello. La degeneración neuronal no es un proceso realmente fisiológico sino psicológico. Algo así como un gigantesco software cultural.

¿Alguna vez escuchaste hablar de los memes?

Ideas, símbolos y prácticas que se trasmiten de una mente a otra a través de palabras, gestos y rituales.

¿Alguna vez escuchaste hablar sobre socios que te traicionan?

Franco Magnello miró lo que un pésimo guionista de ciencia ficción habría llamado mi expresión de sorpresa y dijo:

Los memes son genes culturales.

Las ONTR se emiten en los Estados Unidos a través de la televisión desde el dos mil seis y son altamente efectivas para el control de masas. Lo primero que se hace es instalar un meme. El primer presidente negro, Barack Obama, dijo Franco Magnello. Su triunfo fue un caso exitoso de ONTR y el meme del cambio. Los demócratas jamás volvieron a cometer el error.

Franco Magnello inspeccionó los rincones de La Paz –como si alguien estuviera espiándonos y dijo que las ONTR habían llegado a Buenos Aires, de manera absolutamente confidencial, en julio del año dos mil ocho.

Sólo hubo un caso de direccionamiento político exitoso: el triunfo de Francisco De Narváez en junio del año dos mil nueve.

A excepción de ese caso, dijo Franco Magnello, su uso siempre fue publicitario. Una publicidad más vil que la tradicional y que la no tradicional porque las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial se propagan entre televidentes sin discriminar género, ni edad, ni nada.

Tengo experiencia en estas cuestiones, se enorgulleció Franco Magnello. Para mí, la planificación de una acción de ajusticiamiento no es ninguna novedad.

Considerando que estaba retirado desde mil novecientos setenta y siete, no me pareció inoportuno preguntarle si había tenido alguna oportunidad de perfeccionar sus tácticas de guerrillero urbano.

Franco Magnello me pidió que mirara la borra todavía tibia de su café y dijo que las lecciones más importantes de combate no se aprendían en ningún campo de entrenamiento palestino o cubano, sino en cualquier oficina de Puerto Madero.

Recuerdo la cadencia melancólica con la que pronunció la palabra combate porque después dijo:

El primer paso es saber lo que queremos. La determinación y la voluntad son una bendición agnóstica.

En ese momento sentí lo que en las más arcaicas escuelas de guión se llama un estímulo impulsor.

Franco Magnello sabía cómo convencer.

12

Como todo guionista frustrado, yo vivía rigurosamente al tanto de esa nebulosa insípida que los guionistas confundidos llamamos los trabajos de los colegas.

Algunos se habían convertido en ghostwriters de libelos malos pero de ventas aceptables bajo la excusa romántica de que genios como Mozart también había escrito partituras anónimas a pedido. Otros se habían convertido en biógrafos efectivos bajo pedido de las grandes editoriales.

Franco Magnello podía explicarme la historia detallada de las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, pero en lo que tuviera que ver con el mundo editorial moderno, todavía creía vivir en los tiempos de Boris Spivacow y el Centro Editor de América Latina.

¿Tus contactos con esos editores no podrían servir para escribir una biografía de Marcelo Tinelli?

Franco Magnello estaba sentado en una mesa de La Giralda.

Nuestro protocolo de seguridad se había reducido a un simple preaviso de diez minutos antes de cada cita, que a su vez se habían convertido en una permanente actualización de su mapa porteño. Yo había hecho mis propias averiguaciones. Ni el café Lorraine ni La Cubana seguían existiendo en la avenida Corrientes. Tampoco había boxeo en el Luna Park y ni los adoquines que él había pisado en su mejor época seguían ahí. Pero me parecía de mal gusto mencionarlo.

Ya casi no camino por esta avenida, dijo Franco Magnello. Jugaba con el pequeño llavero de una marca inglesa de autos. Dijo también que el polarizado de los cristales de su propia camioneta alemana era demasiado oscuro como para que se esforzara en mirar. Cuando pienso en esa época, dijo Franco Magnello, a veces siento impulso tan paternal. Como si necesitara adoptar y proteger a todos mis viejos compañeros.

Franco Magnello repitió la pregunta:

¿Podrías usar tus contactos para escribir una biografía de Marcelo Tinelli?

Yo no tenía contactos en el mundo editorial. Pero podía intentarlo. Hacía un tiempo, un editor se había interesado en mi adaptación de un guión televisivo sobre un adolescente cuya primera línea era:

Mi mama siempre fue depresiva; desde que nací, la veo en camisón”.

Algo bastante autobiográfico pero que había funcionado en algunos teatros under. Yo no había ganado mucho más que eso que los guionistas sin talento llaman prestigio, pero alguien de los grandes monopolios editoriales se había enterado.

El proyecto había quedado interrumpido, pero todavía tenía el teléfono de aquel editor.

Las biografías de los personajes exitosos, en definitiva, seguían siendo una oportunidad privilegiada para que los lectores se desvincularan de sus propios anhelos y se conformaran con la acumulación infinita de productos relacionados con quienes realmente lo habían logrado. Tal vez un nuevo ebook sobre aquel lord mediático caído en desgracia funcionara. En definitiva, el género híbrido de la autoayuda había migrado rápido hacia el nuevo género ansiolítico y hoy todos disfrutaban más leer sobre un fracaso ajeno antes que cambiar el propio.

Hice un índice tentativo de los temas que podría abarcar una biografía profunda de Marcelo Tinelli –la genialidad de Franco Magnello consistió en notar que nadie la había escrito todavía– y lo envié a dos editoriales.

Quince días después, estaba sentado en el despacho del Director de Publicaciones para Latinoamérica de la editorial más grande en Buenos Aires.

13

Domingo. Tres de la tarde. Exterior.

Franco Magnello me citó para pulir detalles en el nuevo Politeama. Nuestro cruce de correos electrónicos y mensajes en Twitter era caudaloso.

A veces, incluso, ligeramente infernal.

Franco Magnello tenía el aspecto físico de cualquier hombre pálido y cansado que había vivido demasiado, aunque el brillo en sus ojos azules le daba cierta distinción de época. Joven, aunque a punto de cumplir sesenta y nueve años.

Aunque me había advertido que no lo hiciera, intenté hacer un poco de eso que los guionistas de historias policiales suelen llamar tareas de inteligencia. No me sorprendió mucho descubrir que Franco Magnello era un empresario acaudalado. Había hecho buenos negocios en áreas de tecnología, servicios e infraestructura durante los últimos quince años.

Incluso tenía algunas inversiones importantes en medios.

Ah, y tampoco tenía una oficina en Puerto Madero: tenía un edificio entero.

Pero ahora estaba ante mí.

¿Qué ganaría haciéndote escuchar mis historias truculentas sobre algo que hoy sería tan absurdo como proponerse erradicar el gusto burgués de la Coca–Cola?

¿Por qué debería depositar en tus manos, decía Franco Magnello, la vela ardiente de un velatorio político que no te corresponde?

Sostenía un cigarrillo apagado con la mano derecha y buscaba un encendedor con la izquierda. He visitado a algunos de mis antiguos compañeros, dijo. Pero los sobrevivientes están bajo el yugo de esa suma de trivialidades cotidianas que hoy se aceptan como forma de vida.

Los dos o tres compañeros que no se habían casado, ni tenido hijos, ni trabajaban como empleados de cuello blanco, dijo Franco Magnello, se convirtieron en individuos demasiado grises como para perder tiempo con el futuro.

Franco Magnello me miró a los ojos y dijo:

Nada de eso importa porque la Historia se va a rescribir cuando cumplamos nuestra misión.

Sonreí por cortesía. Le pregunté a qué se refería.

Me refiero a que la historia va a reescribir todas sus coordenadas. Las siglas «a. de C.» y «d. de C.» van a dejar de significar «antes y después de Cristo», dijo Franco Magnello, para convertirse en «antes y después de Conocernos».

El mozo dejó la cuenta sobre la mesa.

Me pareció una descortesía pedirle a mi amigo que pagara su café.

14

Cuando uno idealiza un objeto, termina por ubicarlo en una dimensión difusa. Una dimensión en la que el objeto pierde su realidad. O al menos los rasgos indispensables para considerarlo real.

Mi breve paso por la televisión me dejó una lección: esa gente existe.

Debajo del maquillaje y de los vestidos y de las corbatas de canje; debajo de las siliconas y de todos los hilos injertados por los cirujanos plásticos, las personas de la industria del espectáculo son reales.

Marcelo Tinelli, por ejemplo, no era petiso como el resto de los que trabajan en la televisión, pero en persona tenía esa clase de arrugas de expresión que ni los iluminadores más esmerados del cine porno en Hollywood logran disimular en un primer plano.

Martes. Tres de la tarde. Interior.

Oficina privada de Marcelo Tinelli. Cinco televisores encendidos. Café humeante sobre el escritorio. Todos los gestos de alguien sin tiempo que perder planificando los puntos que bajo ningún aspecto podrían tratarse en su biografía.

¿Querés tomar algo?

El gran terrorista neuronal del país, el primer propagador masivo de Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, el enemigo de mi amigo, me preguntaba si queríatomar algo.

Para sentarme frente a él había tenido que llamar a dos voceros que ni siquiera se conocían entre sí, al relacionista público de lo que quedaba de su productora, y después combinar días y horarios con meses de anticipación sólo para que esos días y horarios mutaran diez veces antes de concretarse.

Esa larga cadena de intermediarios había resultado más aceitada que lo habitual porque Marcelo –su vocero más obsecuente lo llamaba así: Marcelo– tenía curiosidad por conocer al tipo que escribiría su vida.

¿Querés tomar algo?

No hay guionista de programas infantiles que ignore que está prohibido responder una pregunta con otra pregunta. Pero yo quise demostrarle rápido cuál sería el tenor de nuestra relación.

¿Usás chaleco antibalas?

Nunca le confesé a Franco Magnello que ese instante en el que nuestro objetivo se volvió real –tanto que podía sentir su perfume Polo Ralph Lauren– había estado dando vueltas en mi mente durante meses.

Tampoco le confesé que la reacción de Marcelo Tinelli ante mi ataque no tuvo nada que ver con lo que yo había previsto.

Lo único que hizo fue reírse.

15

Las primeras entrevistas fueron ásperas y no tuvieron otra función que esa que los malos guionistas de una sitcom llamarían romper desesperadamente el hielo.

Apenas recuerdo que la infancia del objetivo era un rejunte de anécdotas resecas de toda originalidad ligadas a un terruño intrascendente de las afueras de Buenos Aires.

Nuestros siguientes encuentros, dijo Franco Magnello al revisar mis apuntes, sin duda se volvieron más productivos.

A la historia menor de su paternidad, que era exactamente idéntica a la paternidad de cualquier otro hombre, se le habían ido sumando algunos detalles que Franco Magnello se ocupó de catalogar como revelantes para el éxito del operativo.

Sus hijas tenían autos que la prensa ya no se había molestado en conocer (un viejo Volkswagen New Beetle Advance 2.0 azul y un Mini Cooper Dot 2.5 blanco perla), dos viejas niñeras que ahora funcionaban como sus personal shoppers y un régimen hermético de salidas y entradas al edificio donde vivía su padre.

El objetivo tenía una vida personal aburrida y sus hijos ya no lo necesitaban.

Había dejado de viajar por placer y sólo se instalaba en Punta del Este o en Miami para distintas apariciones programáticas en la prensa argentina.

En lo que se refería a su propia seguridad, los márgenes de acción eran reducidos. El objetivo no salía de su departamento a menos que necesitara supervisar algún negocio.

Excepto en el año dos mil once, cuando tuvo algunos encuentros furtivos con otro hombre en la Imperial Suite del Faena Hotel –información que, por supuesto, me había confesado entre lágrimas para que jamás saliera en su biografía–, el resto de sus amantes era un coro estable de vedettes fuera de circulación.

El problema era que las recibía en una oficina especial de su productora. Un espacio de cuarenta metros cuadrados con muebles de estilo francés, paneles de insonorización grises y cortinas de terciopelo negro alrededor de una cama king size.

La brecha de seguridad se volvía, en términos de Franco Magnello, inviolable.

Te muestro esto como gesto de confianza, me había dicho el objetivo. Como siempre les digo a los periodistas cuando los traigo hasta acá, esto es un estricto off the record. No es para que lo cuentes.

Y por último, el objetivo solía agregar:

Mi productora siempre tiene espacio para los buenos guionistas…

Después de los cincuenta, toda la creatividad de Marcelo Tinelli se había focalizado en distintos aspectos empresariales del fútbol y en las distintas instancias de su práctica.

Nuestro objetivo, dijo Franco Magnello, es un burgués típico. Y no estoy usando la palabra burgués con el sentido militante que Jean Paul Sartre usó para satirizar a los burgueses, sino burgués en el sentido parasitario que Charles Chaplin retrató asqueado en Tiempos Modernos.

Un tipo enlodado en la monotonía de una existencia de empresario melancólico en la que todo tenía que pasar por el filtro sobreactuado del humor.

16

Miércoles. Once de la mañana. Interior.

Ya me había contado la aburrida historia de sus tatuajes y me había confesado off the record que desde hacía diez años era portador de–ya–sabés–qué (aunque yo no–supiera–ni–me–interesara–saberlo).

Después de casi cuatro meses de reuniones cada lunes, jueves, sábado y domingo, en su oficina y en su casa, para el objetivo me había convertido en eso que los malos redactores de la paleolítica prensa gráfica llamaban un confidente.

Sus custodios habían dejado de revisarme y una de sus hijas –la más fea– se había reído con su marido al oírme inventar una anécdota amorosa falsa a cambio de una anécdota real de su padre. Sólo por eso, me dijo el objetivo, sólo por esa clase de halagos naturales de sus hijos, dijo, habían nacido las carreras de muchos famosos comediantes argentinos. Lo demás siempre fue mi capacidad para reciclar formatos.

Intenté volver al tema original de nuestra discusión, que había sido la política.

Siempre se ha vinculado a tu productora con cierto servilismo político, dije.

Cualquier guionista de cine dramático sabe que una pregunta formulada de ese modo es lo que suele llamarse un atentado descarnado contra la dicción de un actor profesional.

Pero al objetivo le fascinaba sentirse interpelado por lo que a veces llamaba un intelectual.

En este país, dijo después de pensar un poco, podés fumar adentro de una garrafa. Sonrió complacido con su propio chiste y volvió al tema de los comediantes.

Insistió en que anotara la lista.

Todos pertenecían al siglo pasado y habían ido cayendo, como dirían los malos guionistas de telenovelas, en desgracia.

Y no estoy usando la palabra desgracia en el sentido en el que uno describiría el lento invierno artístico de Ingmar Bergman, sino desgracia en el sentido en que una carrera como la de Paul Reubens se derrumba para siempre.

Respuestas como esa de la garrafa ni siquiera eran espontáneas. Según los informantes de Franco Magnello, el objetivo tenía asignado un equipo especial de guionistas con la tarea de suministrarle frases ingeniosas. El objetivo consideraba que era importante impresionarme.

17

Jueves. Doce del mediodía. Exterior.

Franco Magnello dijo que la Historia Universal era como una larguísima cinta de Möbius. Un objeto no orientable, con un solo borde y que sólo en apariencia tenía dos caras.

Si alguien se desliza hacia la derecha sobre una cinta de Möbius, dijo Franco Magnello, al dar una vuelta completa aparecerá siempre sobre la izquierda.

Todos nos deslizamos a lo largo de esa cinta de la Historia Universal.

Siempre se trató de una evolución, dijo.

Como en la cinta de Möbius, la evolución es una revolución lenta pero inevitable.

Nuestro error fue no haberlo entendido antes, dijo Franco Magnello, acomodándose una y otra vez en la silla. Al no haberlo entendido, quisimos precipitar el proceso revolucionario y fallamos. Cuando hayamos cumplido nuestra misión, dijo Franco Magnello, no habremos dado un paso hacia una evolución de las armas, sino hacia una revolución del pensamiento.

Cuando Franco Magnello me sometía a esos lúcidos destellos de lirismo guerrillero, me sentía orgulloso de ser su amigo.

18

Marcelo Tinelli se sorprendió cuando le pregunté acerca de las Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial.

No sé de qué estás hablando.

Al objetivo le gustaba tutearme. Como si yo fuera uno de esos millones de televidentes que él, dijo, siempre había sentido como se siente a un amigo.

Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial, dije. ONTR.

En serio, insistió el objetivo, no sé qué es eso. El éxito que tuve siempre fue por mi manejo dinámico de los formatos.

Previendo esta situación, los informantes de Franco Magnello me habían confeccionado una lista cronológica de operaciones bancarias por las distintas piezas que Marcelo Tinelli había comprado para montar el sistema de ONTR. Eran pagos millonarios, muchos de los cuales nunca se habían completado. No quise dilatar el momento jugando al detective salvaje.

En julio del año dos mil ocho, dije, tus programas comenzaron a emitir Ondas Neurodegenerativas de Trasmisión Radial. Tengo entendido que sólo fue por motivos comerciales.

El objetivo hizo una mueca de incomprensión.

Algo que sus guionistas jamás habrían previsto.

Por favor, dijo Marcelo Tinelli, eso no existe.

El objetivo llevaba puesto un traje claro. Se aflojó el pañuelo de seda azul que usaba como corbata y dijo al fin:

Hace unos años quise montar un negocio. Fue mi error, lo reconozco. Alguien que llegó hasta mí recomendado. Por gente de arriba, quiero decir. Y también por varias personas del ambiente. Era un tipo muy insistente. Muy… particular.

El objetivo puso dos dedos en ve sobre uno de sus hombros y dijo:

Ya sabés a qué me refiero con gente de arriba. Creo que fue un ministro el que me empezó a hablar de él. Eran socios, creo. Nunca quise averiguar demasiado. Cuando me reuní con el tipo, me dijo que necesitaba un inversor para revolucionar la tecnología de medios. Acababa de ganar una licitación nacional y necesitaba mucha guita para aterrizar en el negocio.

El objetivo verificó que nuestra charla estuviera grabándose y repitió que ahora estábamos hablando en estricto off the record, otra vez.

Hice lo único que me pareció más equilibrado para dejar contentos a todos. Nunca… Nunca quise tener problemas con la clase política.

Marcelo Tinelli cruzó las piernas sobre el sillón y con una voz muy seria dijo:

No es bueno para ningún negocio.

Así que me ofrecí a financiar parte de la inversión una vez que me mostraran los resultados. Pero nunca hubo resultados. Era todo una mentira. Así que me retiré del negocio sin pagar nada. ¿Qué se supone? ¿Qué tengo que regalarle guita a cualquier amigo del gobierno?

Una mentira, repetí.

Una mentira, dijo el objetivo. Algo que pasó hace más de diez años.

Después hubo eso que los guionistas más ortodoxos no pueden describir mejor que con el acotado término de silencio de radio.

El objetivo se levantó de su sillón ejecutivo y me pidió que no volviéramos a vernos hasta la semana siguiente. Viajaba a Nueva York.

Siete horas después me llamó una de sus secretarias. Quería decirme que el señor Tinelli nunca había querido ofenderme y que, seguramente, en cuanto regresara a Buenos Aires, podríamos continuar nuestras reuniones como si ningún episodio desagradable como el de esta tarde hubiese ocurrido.

Usted ya sabe cómo es Marcelo, dijo la secretaria. Un poquito calentón. Ah, y no quería olvidarme, dijo, el señor me pidió que lo pusiera en contacto hoy mismo con uno de los directores del Departamento de Televisión de la productora. Estamos buscando guionistas con talento para un nuevo proyecto y el señor Tinelli confía en que usted evalúe una oferta.

Había hablado con Franco Magnello y sabía que el momento de actuar estaba cerca. Imposté la clase de voz que un pésimo guionista cómico llamaría de póquer y dije muchas gracias, señorita. Pero yo soy el biógrafo del señor Marcelo Tinelli, no una de esas bailarinas que decoraban sus programas. Dígale que no se preocupe. Dígale que nuestra conversación sólo tenía como fin la reconstrucción fáctica de su vida. Dígale que nada de lo que ocurrió esta tarde va a afectar mi trabajo.

19

Viernes. Diez de la noche. Interior.

No había mayor conflicto ideológico ni desobediencia doctrinaria, dijo Franco Magnello, que la súbita toma de conciencia revolucionaria.

Eran cambios tan imprevisibles, en aquella época.

Nueve horas después de su última operación en la orga, cuando el boletín revolucionario con el parte de las acciones ya estaba impreso y las compañeras del ala de Difusión y Prensa se preparaban para distribuirlo, tres agentes del Batallón de Comandos Seiscientos Uno, vestidos de civil, tocaron la puerta de su departamento.

Era un departamento alquilado por la Conducción, dijo Franco Magnello.

Se suponía, dijo, que era seguro.

Pero las súbitas tomas de conciencia revolucionaria eran demasiadas entre los compañeros. ¿Sabés qué dijo el sargento que me apuntaba con el FAL? Dijo que por la misma guita por la que nosotros sobornábamos a un custodio a cambio de reventar a un ejecutivo de YPF, ellos sobornaban a cualquier pichi de Che Guevara para reventar a veinte comandantes subversivos de los nuestros.

Así es como se ganan las guerras modernas, dijo Franco Magnello. Con guita.

Las torturas eran una mentira exagerada. Para asustar.

Recuerdo haber alzado uno de mis brazos cuando escuché cómo cargaban el FAL, dijo Franco Magnello. Con el otro saqué mi pistola cuarenta y cinco y empecé a disparar. No fui el más lastimado del lugar aquella noche.

20

Los días previos estuvieron dominados por esa calma frígida –frígida, no fría– que el Gran Diccionario de Lugares Comunes, ante el que todo guionista se ha arrodillado alguna vez, llamaría tensa.

Franco Magnello se había dedicado a las últimas tareas. Dudaba entre una pistola Ruger veintidós Rimfire y una Ruger Serie–P noventa y cinco. La Serie–P noventa y cinco tenía dos ventajas: balas de nueve milímetros y un excelente silenciador de fabricación casera. Con un tubo de PVC plástico, dos arandelas del diámetro exacto y el tiempo correcto, Franco Magnello me había enseñado a construir silencio donde debían sonar pequeñas explosiones. Lo esencial estaba resuelto: cualquier cinéfilo sabe cómo utilizar un arma.

El resto fueron nuestros últimos mensajes en Twitter.

«Estamos hablando de un verdadero compromiso intelectual con el destino de la Nación.»

Yo los leía mientras aceitaba el brocal y el muelle del gatillo.

«Estamos hablando de algo mucho más concreto que los proyectos de Carta Abierta.»

Mientras practicaba mi técnica para desenfundar.

«Matar a Tinelli es activar la Revolución del Pensamiento.»

«Si hay una deuda, no es conmigo sino con el Pueblo.»

Mi última reunión con el objetivo sería dentro de cuarenta y ocho horas.

21

El objetivo había intentado estudiar Administración en la Universidad Argentina de la Empresa, pero su acercamiento a todo esfuerzo intelectual –por mínimo que fuera– había sido inservible. Nadie que haya formado una empresa desde la nada y luego se haya convertido en un tipo influyente, decía Marcelo Tinelli, estudió nada.

Yo no pretendía que pudiéramos intercambiar detalles sobre los escritos de Anaximandro de Mileto; sólo quiero que conste en su biografía que un hombre de éxito no lee.

¿Sabés qué es ficción?, me preguntó una vez. Ficción no es ningún libro de Asimov, Hoffmann, ni Cheever.

¿Sabés qué es ficción? La amistad femenina es ficción.

Por supuesto, sus guionistas le estaban ofreciendo material de primera calidad.

Lo sabía bien porque yo había escrito esa misma línea hacía unos años. Era parte de un guión bastante innovador para una comedia romántica que en Ideas del Sur habían descartado de inmediato.

22

Viernes. Cuatro de la tarde. Interior.

Mi biografía debía quedar escrita y corregida antes de que eso que Franco Magnello llamaba sorpresas insalvables interrumpieran mi ritmo de trabajo.

Doce horas antes de la reunión final con el objetivo, decidí incluir todas esas anécdotas y episodios que Marcelo Tinelli me había pedido que borrara. Me convertí en eso que los buenos guionistas de thrillers digitales llaman un empleado defraudador.

El capítulo se llama «Confesiones».

No me resultaba difícil visualizarlo como el único motivo concreto por el que alguien con más de un dedo de frente gastaría su dinero a cambio de un cúmulo de pasta celulósica recortada, encuadernada y plagada de distintas inyecciones de tinta contando la vida de Marcelo Tinelli. También disponible en ebook.

23

Capítulo Final:

Matar a Tinelli

Tal vez sea el momento de apartarme de la lógica sintáctica del control remoto y concentrarme en algunas nociones básicas del arte del guión.

Esto sólo es un preámbulo al capítulo final de la primera biografía que narra la vida de su protagonista hasta el exacto momento en que es asesinado. Por lo tanto, querido lector, creo que podrás prestarme cinco minutos de lo que quede de tu minusválida atención para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de metalepsis.

Figura retórica que consiste en expresar una acción mediante otra relacionada metonímicamente con ella.

El primer disparo traspasó el hígado con una trayectoria descendente frontal, desgarró la vena esplénica en el estómago y terminó alojada en el respaldo del sofá.

Así comenzó a morir Marcelo Tinelli.

Y no estoy usando la palabra comenzar en el sentido en el que Sofía Scicolone comenzó a tener éxito cuando se cambió el nombre a Sophia Loren, sino comenzar en el sentido en que las funciones vitales del aparato digestivo y respiratorio se interrumpen y producen la necrosis isquémica de todos los órganos.

Domingo. Once de la mañana. Interior.

El objetivo estaba en su departamento. Sus custodios ya habían salido hacia la estancia en Baradero.

El objetivo esperaba llevarme con él en su BMW 545 más tarde.

Digamos que el objetivo esperaba varias cosas.

En cierto modo, el primer disparo silenciado de mi Ruger Serie–P noventa y cinco sonó como un reproche por aquel ataque de divismo en su oficina.

Mientras el objetivo se sujetaba el borde superior del hueso de la nariz –el segundo disparo se lo había desprendido por completo–, se lo dije.

Incluso usé la palabra sonó, pero no le causó gracia.

El objetivo quiso gritar.

Digamos que no pudo.

Sí pudo inclinar la cabeza.

Por eso el tercer disparo se incrustó en la meninge intermedia que protege al sistema nervioso central.

El aracnoides.

El objetivo se quedó quieto.

Eso que se llama líquido encefalorraquídeo –algo blanquecino y coloidal– comenzó a ensuciar el sofá.

Los otros doce disparos fueron básicamente anecdóticos.

Tengo entendido que los diarios dedicaron extensos suplementos desplegables con los detalles de lo que compararon con un magnicidio.

También hablaron de la venganza de un guionista despedido de Ideas del Sur.

Por favor.

Esto, querido lector, es lo que los diarios no van a contarte nunca porque jamás estuvieron en el lugar.

Lo que sigue es una exclusiva.

Algo mucho más interesante que las fotografías de un conjunto de viudas revoloteando alrededor de un ataúd vacío mientras esperan cobrar su porción de un lucro de años con el dinero que le había sido prometido y luego robado a Franco Magnello.

Mi amigo dijo que eso pasaría.

También dijo que se ocuparía de mí una vez que las cosas se calmaran. No necesitaba atraer la atención sobre su vida y sus negocios. Por eso comprendo que ahora diga que no me conoce y que jamás me vio o estableció algún tipo de relación conmigo. Comprendo y respeto la decisión de Franco Magnello.

Él es mi amigo.

Aprovecho también la ocasión para agradecerle las ideas rectoras que colaboraron con la escritura y corrección de este libro. Jamás hubiera podido remover las balas del cadáver ni anotar su exacta trayectoria anatómica si Franco Magnello no me hubiera nutrido con su vasta experiencia directa en combate.

También le agradezco haberme introducido a la técnica de disolución por hidrólisis alcalina, un sistema que funcionó maravillosamente bien cuando ubiqué el cadáver del objetivo en la bañera.

Lo ideal para que el proceso no demore más de dos horas son veintisiete kilogramos de presión por pulgada cuadrada. Sin esa presión, la mezcla de hidróxido de potasio y agua a ciento setenta grados centígrados necesita al menos doce horas para reducir el cadáver de un adulto común a un pequeño montón de fosfato cálcico.

Franco Magnello siempre fue un adelantado en los negocios: debido a sus ventajas ambientales, la industria funeraria local tendrá que esperar algunos años más para descubrir que la hidrólisis alcalina es más exitosa que el entierro o la cremación.

Junté lo que había quedado del objetivo con una escobilla y lo tiré en el inodoro. Me hubiese gustado que fuera Franco Magnello en persona el encargado de tirar la cadena y enviar al objetivo a la cloaca.

Resultó un homenaje bastante obvio a todo lo que Marcelo Tinelli había producido en los medios durante décadas. Pero las acciones drásticas, dijo alguna vez Franco Magnello, siempre se conjugan con los homenajes obvios.

«Lo que la policía podría llamar escena del crimen es algo que la Historia podría recordar como un Manifiesto», escribió alguien en un sitio de noticias sobre el caso. Me gusta la frase.

Todo buen guionista sabe que hay dos cosas a las que debe estar alerta: las grandes frases pronunciadas al azar y las últimas palabras de alguien importante cuando no volveremos a escucharlo durante un tiempo.

Nunca le pregunté a Franco Magnello por qué me había elegido. A la distancia, entiendo que la razón mas legítima de su elección no fue política, ni ideológica, ni instrumental. El nuestro fue un vínculo de amistad.

El resto de mi historia, una vez que la policía descubrió el verdadero motivo por el que Marcelo Tinelli había desaparecido, es eso que los guionistas a cargo de cualquier taller de escritura suelen llamar de público conocimiento.

Las cárceles de mínima seguridad, por otro lado, no son tan trágicas ni peligrosas como en las películas.

El editor responsable de mi biografía sobre Marcelo Tinelli le dijo a mi abogado que probablemente sea un éxito cuando se publique.

A mí me dijo que, sin abandonar el registro biográfico original ni las intervenciones de Franco Magnello que yo considere necesarias, agregara al principio una pequeña advertencia, deliberadamente confusa, como para darle a las sorpresas insalvables del texto cierta salida ficcional.

Me recomendó una frase algo trillada, pero Franco Magnello me enseño que, a veces, las concesiones son necesarias para seguir adelante y triunfar. Después de una breve discusión –porque un best seller está obligado a encapricharse para finalmente ceder– accedí a colocar la siguiente: Los hechos narrados suceden en un futuro no muy lejano.

*Publicado en No alimenten al troll de Nicolás Mavrakis, Tamarisco, Buenos Aires, 2012.