Entrevista


Gonzalo Santos: “Hay una necesidad por diseñar una imagen con la cual uno esté conforme”

Hace dos años, Elon Musk y Mark Zuckerberg protagonizaron un enfrentamiento mediático particular en relación a los peligros que podría ocasionar la inteligencia artificial. A pesar de ser tratado de “apocalíptico”, el cerebro de Tesla afirmaba que si el mercado no empezaba a regular la tecnología de forma responsable, en el futuro aquellos alcances significarían una amenaza real para la centralidad de la condición humana.

Los últimos años, y el propio presente, donde las campañas políticas y las decisiones de Estado son dirimidas en las redes sociales, parecen demostrar que los peligros en realidad ya fueron normalizados y que, en todo caso, los temores son hacia el reconocimiento de que nuestra subjetividad tiende cada vez más a ese sometimiento del que hablaba Michel Foucault cuando advertía que la profundización del modelo capitalista implicaba una revolución en las técnicas de domesticación. En su última novela, El juez y la nada (Aquilina), Gonzalo Santos narra una distopía con aristas policiales e impronta ciberpunk, en la que el juez Warschawsky, un magistrado que atraviesa sus últimos años confinado en un piso de lujo tratando de esbozar ideas sobre la escritura, es parte de un sistema donde los cuerpos son incubadoras de información: especímenes atados a la programación de las máquinas y a una rutina predeterminada en que los errores propios de la especie y sus enfermedades son minimizados, como anomalías, en una sociedad que no admite la ineficiencia.

“Warschawsky está dispuesto a delegar en otro, una app, el proceso de hacer un café; pero no esa hipocondría de la que por supuesto es –y tal vez demasiado– consciente: intuye que, al hacerlo, estaría por añadidura resignando algunas cosas a las que todavía no sabe qué nombre ponerle pero que sospecha elementales”, sentencia el texto como preámbulo de lo que será un punto de inflexión en esa humanidad perturbada, el ataque de pánico. En un mundo de monitoreos, la salud no es un derecho sino una obligación. La subjetividad ha quedado relegada a la puesta en escena, a una representación del ser: imitarnos como humanos en pos de una realidad menos artificial.

Bajo los brazos de esa Buenos Aires digitada, el único sentido de libertad será representado por el miedo y la paranoia; las amenazas extinguidas por la distancia de clases, profundizadas por los alcances tecnológicos, volverán desde lo simbólico. Porque el poder necesita sentirse amenazado para así imponer su castigo. El temor a la muerte y la aspiración a la inmortalidad colmarán el relato, dando pie a los hilos con el Bioy Casares de La invención de Morel y El sueño de los héroes. Si la realidad pasa a ser puesta en duda, la certidumbre humana, bajo el rigor de la nanotecnología, también. La pregunta, en todo caso, cruzando con la última temporada de Twin Peaks, adquirirá ribetes existenciales, ¿si todo es un sueño, quién es el soñador? Las respuestas cartesianas quedan difusas, escasas, en una realidad en que el sostenimiento de la especie será puesto en disputa en la conservación del lenguaje.

Cuando el juez ingresa en la realidad paralela, el lenguaje empieza a deformarse y tomar vida propia, ¿esos cambios son el síntoma de un sometimiento mayor desde lo corporal y psíquico?

El lenguaje que en el otro mundo se podría prescindir en ese se transforma en una necesidad vital para evitar, entre otras cosas, la locura. Y esa necesidad vital  a veces es la misma que tengo yo, no es que escribo sólo porque me gusta. Diría que hay más relación con el Foucault de Las palabras y las cosas que con el de la Microfísica. Al menos en el tema de la representación, es decir, en qué medida las palabras representan al mundo y cómo eso fue cambiando. Está eso de dominar los cuerpos a través de la tecnología pero también es un disciplinamiento. Ahí es donde se ve la política, en la forma que van manipulando los cuerpos de la gente. Después aparece el tema de las corporaciones, que ya pertenece a otro plano, pero la política está en lo micro. 

Ese uso de la información para el control social y la manipulación que está en disputa en la novela se ve bien en el documental Nada es privado, donde se generan formaciones de opinión que estimulan lo emocional y la indignación en pos de una victoria política. ¿En algún punto nos adentramos a una era de lo irracional?

Dentro de lo emocional hay una racionalidad. En mi caso siempre recurro a la retórica, al pathos. A tratar de generar en el otro algún tipo de emoción: miedo, ira, que lo predisponga de determinada manera. Ahora lo acercamos a la posverdad, pero en la Retórica de Aristóteles está. Él dice que es una forma de argumentar e incluso la más efectiva. Y eso lo hace muy bien el Pro, ya no basándose en la retórica aristotélica pero sí en las neurociencias. Me parece muy sintomática la expresión de Macri diciendo que no es necesario dar argumentos. Si uno piensa en la comunicación política, la emoción también tiene que ver con el formato que utilizan, las redes son de por sí emocionales, incitan a eso más que al pensamiento. Es un espacio propicio. La campaña del Pro se mueve ahí, no va más allá. En Facebook lo primero que aparece al momento de postear es “qué sentis”. 

En un momento de la novela aparece un artista performático que crea hologramas en donde se reproducen personas de barrios bajos con una actitud amenazante. Ante el terror que le causa al juez, el artista dice que la misma tecnología que controló los peligros puede hacerlos resurgir. ¿El miedo ahí aparece como un signo de realidad aún en un universo ficticio?

Es que el miedo es una de las emociones más fuertes que experimentamos. No hay otra con ese grado de intensidad. Y cuando uno tiene miedo se vuelve rápidamente manipulable, es más fácil de convencer, porque se bajan las guardias. Pero más que política es una reflexión sobre el arte. Hoy hay un exceso de autobombo. Yo trato de evitarlo en la medida de lo posible, porque también quiero que se venda el libro, pero me parece que ahí está lo que decía Aira, el carnet de escritor. Todos quieren tenerlo. Y no sé en qué medida les gusta escribir. Muchos escriben por la credencial. Es todo un signo de época. No sé qué pasaría sin las redes sociales. En eso hay algo de necesidad de pertenencia, seguro, pero también mucho del ethos, de tratar de diseñar una imagen con la cual uno esté conforme, que te permita tener más seguridad. Es como una hipertrofia del yo. Se hace una construcción del nombre como una marca, una operación comercial, donde el autor pone en marcha una imagen más bien desde lo comercial que desde la literatura o algún tipo de estética. Y es muy difícil abstraerse de eso. Algunos lo logran, pero todos más o menos terminamos cayendo ahí sin darnos cuenta.////PACO