titanes

Por Eduardo Bellocq

Hay hechos que no sólo te marcan a fuego de por vida sino que a su vez son determinantes a la hora de fijar la escala de valores que cada uno tiene. Para Bruce Wayne este hecho fue el asesinato de sus padres enfrente de sus narices que lo llevó a tomar la lógica decisión de disfrazarse de vampiro y salir a combatir a los malvivientes.  A Peter Parker lo picó una araña y le mataron al tío. A Sarah Connors quedar embarazada y que vengan androides enviados por Skynet a matarla. El hecho trascendental en mi vida vino de forma casual en 1988 mientras iba a primer grado. En esa época, mi vida pasaba básicamente por los Thundercats, He-Man, mis primeras decepciones con el fútbol y, principalmente, por el catch. Griegos, romanos, egipcios y escandinavos tenían su propia mitología donde a través de historias de ciertos personajes se buscaba resaltar modos de comprender y sentir la vida o rescatar tradiciones alejándola de esa intrusa molesta que es la lógica. Dioses, semidioses, monstruos, héroes, personajes fantásticos, todos tenían un lugar. Aquellas naciones modernas que fueron surgiendo a partir del siglo XVIII fueron como el adolescente que se pelea con los padres y tiene que rajar del hogar paterno debiendo  organizarse sobre la marcha, no tuvieron tiempo para eso. Después de que dejaron de cagarse a piñas y de que el revisionismo histórico destruyera próceres impolutos, el rol que ocupaba la mitología en estas sociedades pasó a ocuparlo la lucha libre. Cada personaje destaca un valor que busca ser transmitido al resto de la sociedad. Por eso siempre se enfrentan el bien y el mal. El catch no admite grises. No importa quién es el ser humano detrás del personaje. A nadie le importa si el Ancho Peucelle faja a su esposa, es pedófilo o le pone pasas de uva al pastel de papas: es la encarnación del bien, de la virtud, lo inmaculado. Se le debe rendir pleitesía y si se empoma a tu hijo lo tenés que ver como una bendición, un buen augurio. Tampoco importa si El Gurka hace trabajo social en barrios carenciados en sus ratos libres, si le salvó la vida a una vieja chota que cruzaba mal la calle o faja a los que filman con el celular en los recitales: le toca ser el representante del mal, de la escoria, lo nauseabundo. No merece respeto, merece ser escupido, abucheado y ser objeto de todo tipo de vejámenes. Hay sólo un axioma: Ring is the King. El cuadrilátero es el soberano donde se dirime la batalla entre el bien y el mal.

En aquella época, Lucha Fuerte era el ejército de Otón, el Grande, que ya arreciaba al alicaído Imperio Romano del catch, Titanes en el Ring, que había sentido el impacto del daño sufrido por su alma mater, Martín Karadagian, debido a la amputación de una pierna producto de la diabetes.  En Lucha Fuerte estaban desertores de Titanes como Rubén Peucelle –El Ancho más famoso de la tele-, Kato o Enrique Orchesi –una especie de Carlitos Perciavale pasado de anabólicos y cama solar- y, en aquel momento, entre los chicos de mi edad claramente aventajaba a Titanes que ya recurría a trucos para sobrevivir creando luchadores que eran chivos encubiertos como Super Pibe o Dink-C. Pese a los elogios de mis padres, yo nunca le había prestado atención a Titanes. Me parecía un coloso decadente y no me interesaba asistir a la senilidad de un show. Hasta que de golpe un amigo comentó que a dos cuadras del colegio había un estacionamiento donde supuestamente tenía su oficina Martín Karadagian. Lo había escuchado cientos de veces a mi viejo hablar del cortito de Karadagian pero fueron las ganas de pertenecer a la manada de la clase lo que me llevó a interesarme. Y más cuando alguno comentó que un par de séptimo grado habían ido a verlo y les había regalado entradas gratis. Entonces me mandé con un par de amigos y fuimos a verlo: en una oficinita de un metro por dos metros junto a un estacionamiento venido a menos se encontraba el emperador caído en desgracia, Martín Karadagian. Al margen de la blanca cabellera que lo hizo leyenda, la barba o la mirada de agobio de un tipo que ya no estaba disfrutando de la función, lo primero que me llamó la atención –aunque lo supiera- fue le faltara una pierna: después de todo, a mis 6 años era la primera vez en mi vida que estaba cara a cara con un cojo. La posibilidad de que a una persona le faltara una extremidad a esa edad me parecía inverosímil, algo que sólo podía darse en los dibujitos animados y porque habían reemplazado la pierna por un cañón. No tenía sentido.  ¿Este era el mito viviente del que hablaba mi viejo? ¿Por qué estaba así? Era como ver a Aquiles de lustrabotas debajo del Obelisco pegándole un lampazo a unos mocasines gastados de un oficinista con aires de César ante la atenta supervisión de un enano. Fue un mazazo. En aquel momento lo juzgué con la crueldad de un chico no admitiendo los grises, pese a que el tipo iba todos los días a ponerle el pecho al estacionamiento que había comprado en las épocas de bonanza sin apelar a la lástima, sin quejarse, con la hidalguía de quien no renuncia ni busca compasión. Todo eso a un chico de 6 años no le interesa en lo más mínimo. ¿Oliver Atom podía errar un gol de chilena en el último segundo aunque tuviera una pubialgia? ¿Seiya podía dejar de ir a rescatar a Saori de las garras de Poseidón porque tenía otitis? No, la televisión educa en el éxito y así debe ser, porque para fracasos y morigerar las posturas está la propia vida. Finalmente, después de una conversación de la cual francamente no recuerdo nada porque pasaron los años y yo tenía sólo ojos para esa pierna ausente sin aviso, me dio las entradas. Fui con mi viejo que no podía contener la emoción, yo entendía quiénes peleaban (muchos de los personajes que se invocaban no eran ya los mismos que él veía en su juventud: misterios de la vida que como la muerte no son de fácil comprensión para un niño). Como si fuera un trovador narraba historias de grandes peleadores de su época que por supuesto no retuve pero que asentí igual con tal de ver si en una de esas me compraba una garrapiñada. Todo ese caos no hizo más que grabar todavía más a fuego mi pasión por la lucha libre, el catch o como mierda se llamen dos tipos caracterizados de algo pegándose jugándose el destino de la humanidad dentro de un cuadrilátero. Porque aunque haya guerras, revoluciones, hambre o lo que fuera, el destino se juega ahí. Ni idea quién peleó, ya ni me acuerdo, las ubicaciones estaban en la dimensión desconocida así que Martín era sólo una mancha borrosa a lo lejos al cual veía que se saludaba antes de cada pelea como pasaba en el Coliseo con el emperador roano.

En definitiva, creo  que todo lo que aprendí de la vida lo aprendí viendo catch. Descubrí lo que era la cobardía cuando Genghis Khan le partió una escalera por detrás a Rubén Peucelle que estaba derrotando al Gitano Ivanoff.  Descubrí lo que era la traición cuando Robox se pasó al bando de los malos para ver si podía derrotar a Kato.  Descubrí la injusticia con William Boo. Descubrí lo que es dar una mano al prójimo cuando el Caballero Rojo chocó la mano con David, el Pastor, y este se sacó de encima a Papá Pacifico con un mamporro.  Descubrí lo que es saltar al vacío para avanzar en la vida cuando vi a La Langosta de Lucha Fuerte tirando el vuelo del ángel.  Entendí el concepto de la Santísima Trinidad de 3 personas distintas y un solo Dios gracias al catch cuando Kato el Ninja se transfiguró en Rambo en el programa “Rambo y sus Titanes” o en Brigacop en “Brigada Cola”. Si algo pasa en el catch, resulta razonable. Mi experiencia con Martín me afectó a tal punto que recuerdo jugar a la lucha libre en los recreos de cuarto grado –un boludón importante pero la falta de estímulos como youporn hacen mella en cualquier ser humano- en el fondo del aula con un solo código de caballeros: ni a la cabeza ni a las bolas. Patadas voladoras, mandobles, piñas, todo valía. Duraba hasta que terminaba al recreo o hasta que nos pescara el profesor. Se empezó a concentrar público que como en aquel mítico fichín Pit Fighter te fajaban cada vez que ibas a parar a uno de los costados. Cuando aparecieron los primeros disfraces de luchadores nos cortaron la joda, en la búsqueda del límite nos habíamos convertido en Chile y lo habíamos movido hasta los Montes Urales.

Cuando llegan las salidas, las mujeres, el alcohol y la puta madurez a la vida de un hombre, esta pasión muta en la adoración por el cine de acción, hijo  putativo del catch (como prueba de ello, la pelea de Rocky contra Hulk Hogan en Rocky III). Estoy convencido de que muchos hombres tienen hijos para poder blanquear la pasión por el catch y para que se vuelva a repetir el ciclo (pasión por el cine de acción incluida). No tengo estadísticas cerca pero estoy seguro que nacen mucho menos chicos que hace 20 o 30 años y la principal razón, no tengo dudas, que es la falta de un buen programa de catch. Toparse con la página de la Federación Argentina de Catch es entrar a la más brutal depresión http://www.facatch.com.ar/luchadores/luchadores.htm . Pero es importante decirlo: mientras haya un chico criado en la cultura del mandoble, la patada voladora y la violencia bien entendida como una forma de resolver cualquier problema de la vida, habrá esperanza en este mundo de mantequitas que piden diálogo o atacan por la espalda.