Las carteleras de los cines rebautizaron a Ghost in the Shell como La vigilante del futuro. Al menos no resultó en una traducción literal que podría haber sido más desafortunada… Esa jibarización conceptual que empieza con el título será el rasgo distintivo de esta remake -otra más en la invasión de los últimos años- que es apenas un pálido fantasma del clásico japonés ciberpunk de 1995. 
La nueva película transcurre en una ciudad ficticia del futuro que parece una mezcla de Hong Kong, Tokio y Shanghái, y que recuerda la ambientación de Blade Runner pero con los esteroides que le pudieron agregar los efectos por computadora 35 años más tarde. Es así como en la metrópolis plagada de rascacielos sobresalen hologramas publicitarios inmensos, nudos de autopistas y señales viales en realidad aumentada. La actualización de esos escenarios y el impacto visual son los grandes logros. Scarlett Johansson interpreta a la Mayor, una mujer que despierta sin memoria y con un cuerpo completamente cibernético y cuyo único resto biológico es el cerebro. A ese proceso la somete una megacorporación de la robótica para salvarle la vida. Además descubre que es un experimento, la única en su tipo y para colmo un arma al servicio de la policía. Es una Robocop femenina que debe lidiar con su ausencia de pasado y su cuerpo artificial.


Scarlett es una Robocop femenina que debe lidiar con su ausencia de pasado y su cuerpo artificial.

El director, Rupert Sanders, tiene en su breve curriculum o, más bien, su prontuario, el antecedente de Blancanieves y el cazador (2012). Consciente de la responsabilidad de revivir el clásico japonés, Sanders copia fielmente varias tomas icónicas de la película original. Se identifican fácilmente porque son las únicas que destacan con una fotografía magistral que resalta como un hipopótamo en una pelopincho. El cast es un grupo multiétnico compuesto por el danés Pilou Asbaek, el japonés Takeshi Kitano, el estadounidense Michael Pitt y la francesa Juliette Binoche, entre muchos otros que aportan a la diversidad. La intención, pareciera ser, fue desviar las críticas por «whitewashing», dado que se esperaba que la protagonista fuera asiática, como en la historia original. O no tanto. El debate sobre el origen étnico de un cuerpo cibernético nacido de las páginas de un cómic puede alcanzar niveles de nerdismo extremo con sus correspondientes entradas en reddit. Ya desde la escena inicial de la creación del cuerpo de esa protagonista la épica falla. Una canción electrónica con sonido de sintetizadores acompaña con timidez las imágenes del ensamblaje robótico. En la versión original, un coro de japonesas te pone la piel de gallina con un tema que es el leitmotiv que aparece en los momentos clave, producto de la increíble banda sonora que Kenji Kawai compuso en 1995. En esta remake, el opaco soundtrack apenas aparece como pidiendo que nadie se dé cuenta que está ahí. Como regalo consuelo el coro suena en los créditos.

Los guionistas no sólo fallaron en capturar la esencia de Ghost in the Shell sino que, peor aún, la traicionaron.

En ese desfile de reinterpretaciones deslucidas aparece una Juliette Binoche desperdiciada en el papel de la doctora que crea a la Mayor. Caso aparte es Takeshi «Beat» Kitano, que interpreta al director Aramaki, jefe de Johansson, y tiene todas sus líneas de diálogo en japonés. Parece desconectado, como si estuviera en una película diferente, más interesante. Protagoniza muy buenos momentos, en especial un tiroteo en el que parece personificar a uno de sus habituales yakuzas. Comprensiblemente Paramount Pictures apostó a crear una historia nueva en un universo fiel al original, al menos en apariencia. Imitó todo lo que pudo, pero tenía que aportar alguna novedad 22 años después. Sin embargo, sus guionistas, sin las credenciales necesarias, no sólo fallaron en capturar la esencia de Ghost in the Shell sino que, peor aún, la traicionaron. ¿Por qué? Ghost in the Shell comenzó en 1989 como un manga, un cómic japonés creado por Masamune Shirow que tuvo varias entregas en la primera mitad de los noventa. Su título original es Koukaku Kidoutai, algo así como «Unidad blindada de policía antidisturbios», que se popularizará como Ghost in the Shell a partir de su adaptación a la pantalla en 1995 con Mamoru Oshii como director. Oshii compiló en el largometraje distintas tramas del manga para crear una historia nueva que se nutrió de los mejores aspectos ideados por Shirow. Ghost in the Shell, GitS entre sus fans, se convirtió de inmediato en un clásico de las películas de ciencia ficción animadas japonesas junto con Akira (1988), Patlabor 1 y 2 (también de Oshii, de 1989 y 1993) y The End of Evangelion (1997), entre otras. GitS sumó varias películas, series de animé y videojuegos. Así es como detrás de la nueva remake está el film de Oshii y detrás de éste está el manga de Shirow. Pero detrás de Shirow está el núcleo del ciberpunk: Neuromante. La novela de William Gibson de 1984 es la que, además de aportar todos los elementos que definen al subgénero (futuro distópico con alta tecnología y bajo nivel de vida, ciberespacio, inteligencias artificiales, implantes, etc.) nutre de sentido toda la franquicia GitS. En especial la historia de Gibson otorga la herencia de esa búsqueda por definir el límite entre el humano y la máquina, esa frontera tenue entre la conciencia biológica y la digital. La Mayor es una fusión del protagonista de Neuromante, el cibercowboy Case, y su heroína repleta de implantes, Molly. No sólo eso: la figura de una inteligencia artificial (Wintermute/Puppet Master) que se reconoce como un ser vivo pone en movimiento los engranajes de la trama y configura el pilar tanto de Neuromante como de la Ghost in the Shell de 1995.


Cuando a un cuerpo se le reemplazan los tejidos, lo que queda es el «ghost», por eso el humano mantiene la humanidad en un cuerpo mecánico.

Esa profundidad, el planteamiento metafísico de los límites de la humanidad de los hombres y de las inteligencias artificiales, constituyen el alma de Ghost in the Shell. El «ghost» es el nombre que le dan en la franquicia al alma, a la identidad que nos hace humanos. Cuando a un cuerpo humano se le reemplaza cada tejido, lo que queda es el «ghost», por eso el humano puede mantener su humanidad en un cuerpo mecánico («shell», recipiente) y digitalizarla. De la misma manera una inteligencia artificial nacida del mar de la información, léase internet o ciberespacio, puede hacerse de uno de esos cuerpos e infiltrarse al hackear a una persona. Esos conceptos son los que la remake de Hollywood no tiene o apenas esboza de manera muy burda. El no entender cuál es el alma de la historia -o tal vez considerar que el público no podría entenderla- representa el grosero error del film. Precisamente, el director pone todo su esfuerzo en impactar desde lo visual mientras la trama es de una mediocridad común en los grandes estrenos importados de Estados Unidos. No hay un «ghost» en esa «shell», es un cascarón vacío de ideas. La nueva Mayor ya no es una personalidad fría, inteligente e integrada en la sociedad; ahora está llena de dudas, tiene una crisis de identidad porque se siente triste sin su pasado y está conflictuada con ese cuerpo artificial extraño, pese a que es una invitación a la inmortalidad. No tiene ni siquiera la complejidad espiritual de una replicante de Blade Runner.


La tecnología, que en 1984 era liberadora, en este 2017 se erige como una amenaza, nos deshumaniza.

«Ellos no salvaron tu vida. La robaron», dice el hacker terrorista Kuze en la versión hollywoodense. Toda la simplificación, todo el moralismo antitecnológico está resumido ahí. Para los guionistas del nuevo film el cuerpo, la carne, es algo intocable, como si fueran veganos de la robótica. Los implantes y mejoras físicas, que originalmente no tenían una carga negativa, se convierten ahora en una clase de capricho moderno alienante. La tecnología que en el 1984 de Neuromante era liberadora, en este 2017 se erige como una amenaza, nos deshumaniza. Es la misma fantasía de que andamos todo el día con el celular y así no prestamos atención al mundo y no como la posibilidad de que no queremos prestarle atención a la realidad y nos escondemos en lo que tenemos a mano. Si en la ciencia ficción el futuro habla del presente, acá demuestra que ese futuro atrasa. En vez de imaginar una sociedad del futuro verosímil, se baja línea sobre el presente con los valores de la era predigital. Eso sí: hay muchas armas y tiros, y nada de sexo. Ese existencialismo vago, simplificado, transforma la sólida trama original en papilla regurgitada. Sobreexplica y entrega respuestas en vez de dar lugar a una introspección que genere preguntas. No se plantean dudas, se exponen ideas. Atrasa a su vez respecto a otras películas de los últimos años como la británica Ex Machina, que indaga también sobre la inteligencia artificial. Es que Hollywood, como demostró Netflix al adaptar la tercera temporada de Black Mirror, estandariza. Al final de cuentas, la nueva adaptación de Ghost in the Shell puede gustar al neófito que desconozca a su antecesora. Se puede disfrutar y olvidar pronto, o incluso puede incentivar al espectador a investigar más el mundo de GitS. No es fiel, no aporta nada nuevo, pero al menos no es tan fatal como otras adaptaciones hollywoodenses, como por ejemplo de Dragon Ball: Evolution/////////PACO