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Por Natalia Gauna

Camino por la playa y no puedo dejar de pensar en él, en dónde vivirá, con quién. Sé que está separado y que tiene hijos. Lo imagino en una cabaña de madera en el medio de la selva, en lo alto del morro. Una cama, una heladera y un balcón con vista al mar verde y a las arenas blancas. Ahí quiero amanecer.

Una de mis amigas me grita y me da vergüenza contarle con detalle todo lo que estoy imaginando. “Vivís caliente”, me acusa  y me callo. La cabeza me explota. Lo imagino desnudo, desnudos los dos. Mi piel blanca sobre la suya, negra tan negra. Me abraza, me acaricia, me besa. Lo miro, es enorme. Él, cada parte, todo. Me arrastra, me muerde, me alza. Gemimos, yo más que él. No entiendo el portugués, no sé que me pide pero hago lo que quiere.

– Chicas, vuelvo a la posada. Me duele un poco la panza. Las espero con la comida… Me excuso y abandono la caminata nocturna.

Si lo encontrara en el camino de regreso no lo reconocería, él a mi tampoco. Está oscuro, apenas alumbran las luces lejanas de las posadas y hoteles y la luna está escondida entre las nubes. Escucho el mar, me acerco a la orilla para refrescarme. El agua está tibia, ideal para un baño. Miro a mi alrededor y no veo a nadie, estoy sola, sola con mi deseo insecable de encontrarme a ese negro del que no sé siquiera su nombre. Dejo en la orilla mi ropa. Ya con el agua a la altura de mis pechos, me saco también la ropa interior que ato a mis muñecas. Me miro, desnuda. Cierro los ojos, imagino que corre hacia mi. En el mar no es tan fácil tocarse pero llego. Se lo dedico. Abro los ojos y la saciedad me esboza una sonrisa que poco después es risa. Recuerdo cuando lo conocí.

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Relaxe, você está muito tenso

El calor agobiaba y el sol pegaba fuerte en mi piel blanca como la leche. La reposera encallada en donde las olas sin fuerza mojaban los pies y la espalda antes de morir en la orilla. Un pañuelo en la cabeza, anteojos de sol y una lata de cerveza todavía fría en la mano. Cada tanto, alguna de mis amigas suspiraba sin decir  nada. De repente algo tapó el sol. Nos habló.

– Meninas, não quero receber massagens nos pés? Reflexología. Eu sou o melhor no Brasil.

Ya habituadas empezamos a regatear el precio, dividimos en seis e hicimos la conversión a pesos. El negocio cerraba. Cantamos “pri” para asignar los turnos y quedé última. Estaba atontada, sólo podía mirarlo.

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Se quedó con nosotras al menos dos horas. Un rato para cada una. Algunas se dormían mientras él las masajeaba, otras conversaban. Así me enteré que había estado casado pero como decía ser un hombre «de alma libre» se separó. Tenía un hijo de 15 años y muchos amigos. Decía haber viajado por todo el mundo, de changa en changa pero que no había lugar más hermoso que esa isla en la que nació y en la elige vivir hasta el último día de su vida. Tenía cincuenta años pero no los aparentaba. Musculoso, sin canas ni arrugas ni panza cervecera. Pensé en mi novio que tiene todo eso excepto lo musculoso.

A mi turno ya las había visto disfrutar a todas. Esperaba que no estuviera cansado y que le restara energías para darme lo mejor. Me acomodé en la arena. Hice un pozo para apoyar mis glúteos, dos montañitas para los pies y me respaldé en el borde de la reposera. Tomó mi pie derecho y apretó fuerte el pulgar contra la planta.

– Ay, me duele, grité apenas.

– A dor é um sintoma boa. Relaxe, você está muito tenso, dijo él.

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Uno a uno se iban incrustando las yemas de sus dedos. Primero en la planta, después en el talón y por último, en los dedos. Hacía girar el tobillo una y otra vez, para un lado y para otro. Acariciaba mi pie mientras lo rociaba con agua de mar y volvía a empezar. Insistía en que estaba muy tensa. Entonces subía para masajear mi pierna. Pellizcaba mi pantorrilla, después la acariciaba y volvía a empezar.

– Aos poucos, você vai relaxar, me dijo y esgrimí lentamente una sonrisa apenas delineada.

Los ojos se me cerraban, la cabeza caía hacía atrás, el cuello se estiraba en espera del roce, la cabeza volvía hacia delante, mi respiración se cortaba y suspiraba mientras me tocaba. Él intuía lo que me estaba pasando pero no decía nada,  me sonreía y yo a él.

Una amiga nos interrumpió para ofrecernos tomar algo fresco. Aceptamos y le pedí que me roseara con un bronceador de baja protección pero muy aceitoso. Ella me aconsejó que usara otro por mi tipo de piel. Uno blanco, pastoso que en mi cuerpo se veía horrible.

– Traeme el que te pedí y le hice un gesto  alusivo. Sonrío y al rato, volvió con el bronceador aceitoso.

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Me rocié todo el cuerpo, quizás demasiado. Salpiqué en sus manos, pedí perdón y atiné a tocarlo pero me contuve al ver mi blanco sobre su negro.

Ya era el turno del pie izquierdo pero antes de comenzar, se quitó la musculosa blanca, la mojo en el mar y así empapada se la volvió a poner. Yo ya no resistía, él lo sabía. Otra amiga llegó para sacarme del trance.

– ¿Estás bien?, me preguntó.

– Sí, sólo un poco acalorada.

– Ela é exitada, dijo él.

Se río y yo también. Escurrió su remera en mi frente para refrescarme con gotas de mar -pude oler su perfume-, me acarició los hombros y me sostuvo de las manos para ayudarme a parar. Me preguntó si lo había disfrutado y contesté sólo “mucho”. Me miró y volvió a sonreír.

– Um baiano que gosta de mulheres como você, com boas curvas, me dijo antes de despedirse.

Un calor intenso recorrió mi cuerpo, comencé a temblequear y tartamudeando dije “gracias” sin poder dar un paso más.///PACO