Para Mariano Canal


El error de ese espíritu persecutorio y algo melancólico con el que “el mundo adulto” intentó explicar (sobre todo a sí mismo) el ya olvidado fenómeno de Pokémon GO, y que reprodujo ante la tecnología la misma sombra de quienes, a mediados del siglo XX, advertían sobre “los peligros del rock´n roll”, es que no registró lo único evidente: Pokémon Go era un juego. Y en ese punto el error encierra su propia paradoja, porque al omitir la parte lúdica fue incapaz de ver la importancia cada vez más abarcativa que los juegos tienen
más allá de los pasatiempos infantiles. De ahí que la ludificación o “gamificación” de las relaciones sociales, esa proyección masiva de la lógica (y las fantasías) de los juegos sobre el resto del mundo social, repita en parte la anécdota sobre Parrasio de Éfeso que le gustaba a Jacques Lacan. La historia es breve, elegante y nunca tan contemporánea: en un certamen, el griego pinta sobre una muralla un velo tan detallado que el público reclama conocer lo que hay detrás. En ese instante, entonces, Parrasio sabe que acaba de ganar: su público, derrotado por la ilusión óptica de la pintura, y convencido de que “hay algo detrás del velo”, ni siquiera entiende que sus ojos están siendo engañados. ¿Y no fue ese, al fin y al cabo, el tema con Pokémon GO? ¿No fue aquel éxito fugaz de su “realidad aumentada” entre 100 millones de usuarios, antes que cualquier otra cosa, una alusión obvia y directa a lo exitoso que resulta hoy aplicar “reglas recreativas” al mundo? De ahí que lo recreativo de la omnipresencia de Pikachu, antes que su biografía emotiva o los detalles técnicos para atraparlo, sea lo que funciona como el velo de Parrasio y, por eso, lo que obliga a ajustar la percepción del asunto. Pero en “el mundo adulto”, por otro lado, ¿no es la ludificación y la añadidura de “objetivos recreativos” a la realidad incluso más intensa que en la infancia? Una prueba es la multiplicación de aplicaciones desarrolladas para medir, regular y reportar cuestiones que van desde los instructivos laborales y el tráfico en la calle hasta las dietas y el sueño, pasando por áreas delicadas como las fobias y el sexo (lanzada en 2013, Spreadsheets es una aplicación para smartphones que devuelve “puntuaciones” según las “estadísticas sobre el desempeño sexual”, incluyendo los decibeles del “sonido del gozo”, ¿pero esos ya no son parámetros casi ingenuos en una época al borde de la necesidad de la presencia de un escribano notarial antes de cada relación sexual consentida entre un hombre y una mujer?). Claro que, observado con cuidado, ese gran racimo de aplicaciones todoterreno, basadas en el mito moderno de que la ciencia mejora la naturaleza humana, no es más que la versión miniatura de una de las industrias más lucrativas de Silicon Valley. Y esa es una que, dominada por Facebook, Snapchat, Instagram, Tinder y Twitter, se basa en la creación de lazos aceitados por el intercambio regulado de retribuciones narcisistas bajo la forma de corazones, pulgares y miradas.

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¿No es el éxito de Pokémon GO y su “realidad aumentada” entre 100 millones de usuarios una alusión obvia y directa a lo exitoso que resulta hoy aplicar “reglas recreativas” a la realidad?

Por eso es que no hay escena más irónica que aquella en la que una madre o un padre, preocupado por la “alienación” de su hijo mientras caza monstruos virtuales en una plaza, revisa en su teléfono los últimos “Me gusta” de la última foto que se sacó en el gimnasio. Desde esa perspectiva, la ludificación de la vida, con su imposición sensual y pacífica de reglas y premios, añade matices etarios (y comerciales) a lo que Boris Groys describe como aquello que “se manifiesta solo como un acontecimiento y no como una cosa”. Es decir, el tipo de experiencias a partir de las cuales, invirtiendo la vieja protesta de Walter Benjamin ante la industrialización de la creatividad, lo que se ignora es el objeto y lo que se preserva es el aura. De manera simple, todo eso podría traducirse así: ya no importa el carácter “tangible” y “objetivo” de los lazos ni de las metas del juego ‒no importa si Pikachu era tan “virtual” como los amigos de Facebook o los puntos del Candy Crush‒, lo que verdaderamente funciona es el “aura”, la percepción “abstracta” de que la acción de cazar o la expectativa de agradar existe, y eso es suficiente para validar la existencia de cada usuario (los autoproclamados «escritores» en Facebook son una prueba más grotesca de lo mismo, igual que las brigadas parapoliciales de «feministas» con base ideológica en Twitter). Aún así, el detalle crucial no está en subrayar que las personas, al fin y al cabo, elaboran con más fantasías que realidades el sentido de sus vidas ‒certeza que se remonta a Platón y que hoy vivifica la política a través de los burócratas de ese trapecio farsante del lenguaje llamado «comunicación estratégica»‒, sino en lo que Groys llama “la decadencia y la obsolescencia del presente”. Y en el marco del problema de la ludificación, eso traslada la pregunta ya no a la naturaleza del juego, sino a las reglas. ¿Pero quién hace realmente las reglas? Como punto de partida, es importante insistir en que la “obsolescencia del presente” sirve para describir (otra vez) una situación más evidente que apocalíptica: si bien los gobiernos estatales, garantes modernos de las normas que rigen la sociedad, hacen experimentos con sistemas al estilo del “scoring” ‒como en Argentina, donde los conductores pierden puntos según sus infracciones‒, la ludificación es un fenómeno dominado por el capital privado, e incluso desde la época del Tetris y el Pacman suele destacarse que los videojuegos, lejos de atrofiar a quienes los usan, desarrollan condiciones motrices y cognitivas que pueden luego explotarse en los ámbitos laborales. Es por eso que Evgeny Morozov, por ejemplo, señala que “usar juegos para que las personas tomen sus medicamentos o dejen de fumar o vayan a la escuela no es tan distinto que pagarles para que lo hagan”, ubicando en el centro de la discusión la posibilidad de que “lo que se presenta primero como un mecanismo del mercado se convierta en una norma del mercado”.

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No hay escena más irónica que esa en la que una madre o un padre, preocupado por la “alienación” de su hijo mientras caza monstruos virtuales en una plaza, revisa en su teléfono los últimos “Me gusta” de una foto en el gimnasio.

Por otro lado, la versión más perversa en que esa ludificación altera no solo la sensibilidad respecto a la realidad sino los lazos entre lo público y lo privado, emerge alrededor de los pilotos de drones militares. En la práctica, son los propios soldados quienes repiten que para familiarizarse con el novedoso arte mortal de marcar y destruir (desde una pantalla conectada a un joystick) objetivos a miles de kilómetros, no hay entrenamiento más eficiente que los videojuegos domésticos. De ahí que entre compañías de software que diseñan videojuegos de guerra, gobiernos que usufructúan en conflictos reales las habilidades que esos juegos desarrollan, y empresas contratistas como General Atomics, que fabrican los drones militares, la pregunta clave se repita: ¿quién hace las reglas? Por su lado, y anticipando las críticas más clásicas y monótonas, los propietarios de Pokémon GO se atuvieron a la tradición y, como sus antecesores, también destacaron algunos de los beneficios analógicos de su producto sobre los digitales. El más inmediato y pueril fue el de «incentivar» caminatas individuales y grupales durante las cacerías virtuales de pokémones (una especie de «levántate y anda» bíblico actualizado por Pikachu), lo cual, entre las inefables notas de color sobre “la presencia de pokémones en espacios sagrados” (desde Auschwitz en Polonia hasta la ESMA en Argentina), reactivó otra discusión intrascendente sobre los usos del espacio urbano. En formato de dilema, lo más esencial de esa discusión se perfila de esta manera: cuando alguien termina registrado contra su voluntad en una foto que publica un tercero en internet, ¿puede decirse que es el anonimato en los espacios públicos lo que desapareció, o más bien que uno ha sido incluido en la “ampliación” de una privacidad ajena? La trampa, sin embargo, es que mientras Pokémon GO ambientó a sus clientes en una versión ociosa de lo que Peter Sloterdijk llama “vida ejercitante”, una vida contemplativa sin renunciar a rasgos de actividad y activa sin perder la perspectiva contemplativa, el negocio quedó paralizado precisamente cuando enfrentó, al menos en las ciudades de Estados Unidos y Gran Bretaña donde se registraron los primeros reclamos judiciales, un auténtico abismo ontológico-comercial antes que de responsabilidad social empresaria. Porque ¿y si los propietarios de todos esos espacios de realidad analógica, todas esas plazas, cines, jardines, veredas y shoppings sobre los cuales Pokémon GO “aumentaba” lo existente, hubieran llegado a reclamar su parte correspondiente de las ganancias?//////PACO