Me levanté temprano y recordé que había estado soñando que hablaba en italiano. Más tarde conversé un rato con mi hija. Me contó que se iba a encontrar con sus amigas en Plaza Irlanda. “Pero no me escribas porque no vamos a llevar el celular.” Eso era nuevo. Le pregunté por qué. Me contó que estaban empezando a juntarse al menos una vez a la semana sin llevar el teléfono. Y agregó: “Es una moda, lo sé, pero me gusta.”

Al parecer otros jóvenes de su edad también lo hacían. Me pareció bien. Un rato después, empecé a pensar qué pasaba, cuál era el real significado de ese sacrificio. Entendí que, de golpe, me había asomado al futuro. ¿Qué tipo de futuro? Un futuro que, al menos yo, no había anticipado.

Le conté a Robles y él me respondió desde el género. Un grupo de adolescentes se junta a desconectarse, a “desintoxicarse” de la tecnología, y un asesino los mata a todos. Su respuesta me desagrado, me resultó banal. Le respondí: “en mi narración es al revés, son los heideggerianos, los luditas los que se salvan.”

Las hijas de Robles son muy chicas aun. Están en la primaria. Mi hija ya tiene dieciséis años. Pronto cumple diecisiete. Robles intentó algo más y, a las dos horas, me mandó la sinopsis de una película. “Un grupo de adolescentes comienzan a filmarse, sus videos se viralizan y luego se encuentran con sus más oscuras pesadillas…” Está bien pero no. (Quiero decir que Robles no es el malo de esta historia. Está muy lejos de eso. Y una de las ventajas de las tecnologías digitales actuales es que podemos hablar, pensar juntos, enseñar juntos e intercambiar ideas de forma diaria. Su comentario en esta ocasión funciona como el acto reflejo, no muy meditado. Lo que podríamos llamar la reacción de oficio.)

Empecé a explorar la historia con mis propias herramientas. Sí, en mi universo son los que creen, son los que hacen sacrificios, los que se salvan. Los diferentes, los freaks. En mi historia, ese grupo de anti-tecnológicos marginales es el que no se contamina, el que puede ver con claridad. ¿Quienes son? Hay terraplanistas, paranoicos, chicas jóvenes con el pelo pintado de azul, viejos anarquistas, artistas fracasados, son ellos los que, al estar afuera del sistema, logran escapar al mal general, al Apocalipsis, a la zombificación.

Sin embargo, eso también se movía en género. No estaba siendo lo suficientemente dialéctico. ¿La tecnología es el anti-ser? Robles decía eso pero también que ya no podíamos salir de ese mundo. “Ya no es posible” dijo. En su propuesta narrativa arquetípica, la esperanza era castigada por ingenua con la muerte atroz. Y sí, es verdad. El hombre es la tecnología desde que a un homo erectus se le ocurrió golpear una piedra con otra. En ese sentido, la tecnología resulta incluso anterior al homo sapiens y, por lo tanto, su facilitadora, su condición de existencia, su madre. Sin embargo, eso implica mirar sin historia, esa posición deshistorizada aparece como un retrato incompleto, facilista. El tiempo hace que la situación sea diferente. No es lo mismo tomar una aspirina para un resfriado o un dolor de cabeza, que psicotrópicos todas las noches para dormir o ansiolíticos para poder trabajar. Hoy vivimos en ese gris, en esas aguas que a veces son profundas y oscuras, y otras superficiales como las que ocultan bancos de arena.

Imaginé ese grupo de adolescentes en la plaza, disfrutando del sol y de la conversación, como una vanguardia, como una elite. Patricio Erb ya avanzó sus investigaciones sobre los funcionamientos de Internet en su libro La villa miseria digital. La hipótesis es simple. Una vez pasada la euforia de socialistas utópicos donde Internet llegaba para salvarnos, una ligera disforia sombría nos comenzaba a crecer. ¿Qué íbamos a preferir en un futuro? ¿Hacer los trámites en persona o completar una gran cantidad de formularios y hablar de forma interminable con un bot? ¿Darle a nuestros hijos una educación presencial con libros y maestros o que se eduquen con pantallas y vídeos impersonales? La pregunta era, en realidad, quién iba a poder pagar esa diferencia.

Como especie, nos volvimos adictos a la web, a la conexión. Vamos hacia un momento de quiebre, de anagnórisis. Ya no usamos la web, es ella la que nos usa a nosotros. Ella es la que nos consume como una droga se come a un adicto desde adentro, día a día. Ya no se trataba de un tema de energías que fluyen, de electricidad y pilas de litio, sino de química orgánica, de neurosis obsesiva. Nuestro ecosistema fue variando. Trabajar con la web mutó desde los primeros descubrimientos en el living de las casas de nuestros padres a lugares hacinados sin luz natural, donde se construyen objetos eléctricos que existen pero no se pueden tocar. Todo se acumula en otro lado, de todo es dueña otra persona, en otra parte, donde, ahí sí, hay acceso al mar, a palmeras, a tiempo libre y aire puro.

A toda euforia le llega su disforia. A toda novedad, su rutina. Los paisajes artificiales se incorporan y se vuelven hábitos y naturaleza. Hoy ya somos habitantes de Internet. No hay turismo, no hay exploración. Nosotros, los que venimos del siglo XX y vimos nacer el correo electrónico, Wikipedia, los blogs y las redes sociales, somos veteranos de esa tensión. Internet es nuestra revolución industrial, nuestra plataforma, nuestra guerra, nuestro ocio. 

Hace algunos años, publicidades gráficas en diarios y revistas aconsejaban ponerles cocaína en las encías a los niños si los dientes nuevos los hacían llorar. No había que tener registro para manejar un auto. Los médicos no se lavaban las manos antes de operar. Las embarazadas todavía fumaban sin culpa. Las cañerías eran de plomo, una aleación venenosa. Los aislantes domésticos e industriales, de asbesto cancerígeno. (De hecho, en la película El Mago de Oz, para rodar la escena de la nevada en el campo de amapolas se fabricó una nieve artificial con asbesto. Básicamente lo que se hizo fue rociar a los actores con el agente de una enfermedad mortal.)

¿Qué saben, o intuyen, los que hoy empiezan a dejar de usar los teléfonos digitales? Es una moda pero me gusta, me había dicho mi hija. Muy pronto podría agregar: me hace sentir sana, me hace bien.

En 1949, Egas Moniz ganó el premio Nobel por inventar la lobotomía frontal y la operación alcanzó el máximo de popularidad. La idea de hacer agujeros en el cráneo para curar enfermedades es milenaria. Pero en los años cincuenta, se había masificado. Muy pronto la fe en esa práctica científica comenzó a resquebrajarse. Hoy casi no se hacen lobotomías. Es verdad que hay otras formas de control, otras formas de acceder al cerebro, otras formas de agujerear el cráneo. Ya no hay necesidad de un trabajoso camino manual. Los fármacos de ingestión oral y las drogas intravenosas constituyen accesos con velocidades más altas. Pero ¿es lo mismo inyectarle un calmante a un oligofrénico que cortarle un pedazo del cerebro con un cuchillo? 

Mi historia se iba reduciendo a una frase: en el futuro, vamos a ser recordados como esclavos. Hoy no podemos hacer nada sin nuestras pantallas portátiles y su conexión. El teléfono es lo primero que consultamos a la mañana y lo último que vemos a la noche. No podemos despertarnos sin su alarma, ni acostarnos sin su compañía. No podemos recorrer caminos desconocidos porque nos perdemos sin sus mapas, no podemos conocer gente nueva ni tener relaciones sexuales sin la mediación de una aplicación, no podemos comprar lo que necesitamos ni pagarlo sin el dinero digital que ganamos de forma virtual. En realidad, tenemos otras opciones, siempre hay otras opciones, pero preferimos la pantalla. La tecnología nos ofrece confort, acceso, instantaneidad. Pero también nos empuja a zonas donde se nos convida angustia, imposibilidad, espera. No es una situación nueva. Hace miles de años que ese problema se le plantea a nuestra especie. Lo que cambian son los tiempos y los dispositivos.

Los habitantes del futuro, que hoy ya empiezan a vivir entre nosotros, van a encontrar sus propios placeres y oscuridades. Un recién nacido de hoy, un bebé de un año, tiene muchas chances de llegar a conocer el siglo XXII, y es casi seguro que va a vivir para ver el final de este siglo XXI. ¿Cómo dialogarán ellos con la tecnología? ¿Cuánto tiempo de su vida laboral y sus momentos de esparcimiento le van a dedicar? ¿Cómo se van a comunicar con sus pares, sus jefes, sus empleados y sus colegas?

Mi hija colecciona discos de vinilo. Primero vinieron los discos y después le regalé el equipo para escucharlos. Y un poco después también compré un equipo para mí. Los discos de vinilo de mi casa paterna se los quedó mi hermano, así que yo empecé a formar mi propia colección. No tengo muchos pero los que tengo los escucho. Mi hija me dijo: “se puede compartir un link, pero no se puede regalar un link, un disco de vinilo se puede atesorar.” Para mi cumpleaños, me regaló una edición doble de The Born This Way Ball de Lady Gaga y yo a ella, casi todos los discos que tiene. (Algunos realmente muy caros. Yo prefiero los discos de la ​​Deutsche grammophon, que se consiguen a buen precio.)

Tenemos acceso a toda la música pero a veces eso no alcanza. Somos mamíferos. Necesitamos tocar algo. Juan Manuel Strassbuger me dijo una vez: “el vinilo es como caminar descalzo en un piso de madera.” Tiene razón. Hay algo sensorial. Hay un acto valioso en sacar el disco y hacerlo sonar con una púa, verlo girar, reconocer esa mecánica. Ahora escucho a Jorge Bolet tocando a Liszt. El disco me salió doscientos pesos, lo mismo que un chocolate o una botella pequeña de coca cola. Las preguntas siguen siendo las mismas desde que comenzamos a cazar, a recolectar, a domesticar y a mirar las noches estrelladas: ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está Dios? No hay una sola respuesta. De hecho, vamos construyendo y cambiando y explorando nuestra propia existencia en esa búsqueda. Y eso nos hace seres humanos y está bien que así sea.///PACO