I
Nací en Buenos Aires mientras Italia terminaba de ganarle la final del Mundial España 82 a Alemania Occidental. Los médicos de la clínica Bazterrica intentaron demorar el parto: querían ver el partido en paz. No los culpo, pero que el fútbol haya pospuesto mi llegada al mundo no fue un buen comienzo. Italia tenía un buen equipo y Paolo Rossi, un caballero del norte, tuvo mucho que ver con esa victoria. Mientras los médicos me mantenían al borde de la realidad, Rossi se convertía en el goleador del Mundial 82. Fueron las primeras instancias simultáneas de lo real. Lo trascendente y lo banal se desplegaban a lo largo de una frontera permeable.

II
Nunca uso la frase jugar al fútbol. Prefiero jugar a la pelota. Le saca gravedad al asunto y lo coloca dentro de un paisaje más ajustado: los oficinistas que juegan al fútbol una vez por semana y en esa única vez por semana se sienten libres y sanos y fraternales juegan a la pelota. Si supieran jugar al fútbol no habrían aterrizado sobre la amplia pista de la vida del oficinista. Jugar a la pelota también suena ligeramente despectivo hacia el fútbol en sí mismo; desarma cualquier elemento sacramental, deja a la vista la simple materialidad del juego. Una pelota. Un grupo de hombres que juegan con esa pelota. Lo despectivo no es casual; insisto: para mí, el fútbol fue el primer obstáculo ante la vida.

III
Como todos los chicos, coleccioné figuritas de fútbol, vi los mundiales de fútbol, mi padre me hizo heredero de su equipo de fútbol (River Plate) e incluso, hasta donde tengo entendido, uno de sus tíos fue socio vitalicio de Boca Juniors. Mi padre también me llevaba con mis hermanos a jugar a la pelota a Palermo los fines de semana —yo uso la palabra padre, por eso la escribo— y madre me llevaba en verano a jugar a la pelota al Club Ciudad de Buenos Aires. En una época fui a una escuela de fútbol de esas que se multiplicaban durante los felices años noventa alrededor de las canchas de fútbol cinco. En verano, en la playa, hacíamos amigos con mi hermano para jugar a la pelota y entre los nueve y los doce años respectivamente podría decir —o recordar bajo ciertas contemplaciones— que jugábamos bastante bien. El fútbol tal vez había intentado impedir mi nacimiento, pero uno aprende de una forma u otra a reconciliarse incluso con lo que quiso matarte.

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Mis recuerdos del Mundial 86 son difusos y felices. Sé que cuando Argentina le ganó a Alemania Occidental —Alemania siempre
acecha—, unos pibes que vivían en el edificio subieron a la terraza y tiraron papelitos cuadrados hechos de diario a la calle siete pisos más abajo. Lo primero que había debajo de la terraza era el balcón del departamento donde vivía y muchos papelitos caían sobre nuestras sillas y nuestras macetas. Nadie se enojó por la suciedad y en ese momento algo en el pequeño neurótico que habitaba en mí entendió que existían pliegues del espíritu humano en los que el orden cotidiano podía apagarse de manera intermitente. Muchos años después alguien me dijo que en los movimientos y los goles de Diego Maradona había tanta belleza estética como en una gran obra literaria. Sostengo esa afirmación porque es arbitraria y porque lo mismo dijo una vez Norman Mailer sobre el golpe con el que Muhammad Alí terminó de tirar a George Foreman en 1974.

Del Mundial 90 recuerdo el primer partido con Camerún. Carlos Menem estaba en la cancha, lo acusaron de haber causado la derrota y nunca más lo dejaron volver a ver a la selección. Me acuerdo mejor de la semifinal contra Italia porque fue la primera vez vi a hombres maduros llorando de rodillas (Antonio Carrizo en ATC, cuando el relator era Mauro Viale; debe estar en alguno de esos archivos de televisión) y me acuerdo de la final contra Alemania (ya unificada) porque el resultado fue justo y porque un penal, durante noventa minutos, inventado o real, no es excusa.

IV
Hacia la misma época, las lecciones de fútbol impartidas por mi padre se perfeccionaban. Nunca fuimos a ver un partido de fútbol profesional —tampoco sé qué clase de padre sometería a sus hijos al enorme potencial de peligro que implica ir a una cancha en Argentina— pero sí vimos muchos partidos por televisión y, años más adelante, algún partido de la C o alguna categoría peor cerca de la UTN. El caso es que hubo lecciones específicas de fútbol: instrucciones para cómo hacer que el juego resulte algo más que un juego. Aprender a cabecear: cómo hacerlo (con la frente y los parietales), cómo no hacerlo (con cualquier otra parte) y hacia dónde cabecear (hacia abajo siempre porque si le pica delante al arquero siempre es gol). Cómo patear con efecto: hacia adentro y hacia afuera. Cómo darle buena dirección a la pelota. Cómo esquivar a alguien: amagando con la cadera (esto requiere un entrenamiento aparte) o amagando con los pies (esto requiere verdadero talento).

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Muchos de mis amigos de la infancia querían ser jugadores de fútbol y los padres los llevaban a probarse en clubes. Ninguno lo logró. Convertirse en un jugador de fútbol requiere talento, disciplina, ciertos tornillos del capital y suerte. La simple voluntad no basta. Jugar bien entre los amiguitos de la escuela primaria no basta. Me gustaría saber ahora si se desilusionaban o si realmente entendían qué era lo que se desvanecía para siempre cuando un seleccionador de fútbol juvenil los descartaba sin mayor delicadeza. Tengo entendido que no era nada fácil y que las pruebas físicas y de habilidad se hacían entre los pequeños chacales para los que la pelota era la única opción del mundo. En tal caso, en esa época a mí empezaba a fascinarme un poco más ver Akira en VHS que el fútbol. Pero mis amigos seguían memorizando muchísima información: nombres de jugadores, posiciones, equipos, torneos, campañas y lo peor de todo: resultados. Algunos eran incapaces de recordar las tablas de multiplicar pero podían calcular puntos a favor y en contra y goles y promedios de ascenso y descenso. ¿Descubren así su vocación los periodistas deportivos o solamente los oligofrénicos?

Estos son algunos de los nombres de los jugadores y sus apodos de la época en que me gustaba el fútbol: Silvani (Cucurucho), Medina Bello (Mencho), Acosta (Beto), Francescoli (Príncipe), Navarro Montoya (Mono), García (Turco). En una época —esa misma época— miraba mucho fútbol italiano y sé que mi equipo preferido era el Sampdoria, pero no tengo mayor registro ni recuerdo de por qué (me tranquiliza que Wikipedia me informe que se trata al menos de un equipo del norte). Mi reconciliación metafísica con el fútbol, sin embargo, iba a durar un poco más.

V
Lo que hubiera hasta ese momento se apagó en el Mundial 94 . Supongo que fue una decepción moral. Pero también el inevitable géiser de la madurez, probablemente entendida de una manera prejuiciosa, incompleta y snob, pero madurez al fin. Toda esa energía y concentración estaba desde siempre destinada a reubicarse en algo más. El fútbol, por supuesto, era una de las llaves claves en la sociabilidad masculina. Y era un factor (antes que la sexualidad) de diferenciación social: nadie quiere a los que juegan mal porque suelen ser los mismos que no tienen carácter o los gordos incapaces y estaba perfectamente a favor de su segregación y su tormento. Aún así, al otro lado de esa puerta, me parecía intuir, tampoco había gran cosa.

Esta escena la recuerdo bien. Estaba en el colegio y el negrito que nos daba clases de gimnasia no sentó en el patio como siempre, nos hizo dividirnos en equipos —de fútbol— como siempre y antes de ponernos a jugar a la pelota nos dijo bastante atribulado que acababan de suspender a Maradona en el mundial porque le habían hecho un dopping y le había dado positivo. Ese mismo mediodía la selección le había ganado a Nigeria. Fue decepcionante. No porque Maradona se hubiera drogado —era 1994 y mi capacidad para percibir la verdadera maldad en el mundo no era tan ingenua— sino porque quienes tenían que ocuparse de que eso no afectara lo que podría haber sido un mundial ganado lo hicieron mal. La estupidez, eso fue decepcionante. Y si los que tenían que tomárselo en serio no eran capaces de hacerlo, bueno, yo tampoco. Podía prescindir del asunto, dejarlo atrás. Una forma diplomática de congelar algo existente y demorar su presencia en el mundo. En definitiva, la devolución de una vieja gentileza.

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No recuerdo nada del Mundial 98 y sé que el Mundial 2002 no lo vi porque prefería dormir. En esos años fui con un amigo a ver el único partido de fútbol que vi en mi vida. Un partido de Atlanta. Fue la oportunidad definitiva para descubrir que el asunto en sí era bastante aburrido y que después de los goles no había repeticiones. Del último mundial tengo la absoluta certeza de que Alemania (otra vez) no hizo un mejor partido que Argentina. A veces, cuando no hay absolutamente nada para mirar en televisión y tengo el tiempo muerto para estar ante un televisor y ese televisor tiene canales en HD, miro algún partido. También trato de prestar atención a cómo va River Plate pero sé que es la clase de información infantil que se me olvida al mismo tiempo que la escucho. En eso el fútbol no es muy distinto para mi cerebro que el periodismo en general.

Se me ocurre comparar el asunto con una de esas relaciones entre amantes que se conocen bien y que han seguido sus vidas por caminos distintos pero siguen en contacto de una manera cariñosa y peligrosamente neutra (Orson Welles tenía mucha razón cuando decía que el único enemigo del arte —y yo añadiría del amor, del género y de cualquier relación humana— no es la política sino la neutralidad). También ocurre que me aburro bastante rápido y cambio de canal. No creo que el fútbol se reduzca a una pasión inútil —mentira, creo absolutamente que es una pasión inútil—, ni que sea un motivo menos válido que otro para que los hombres se maten o construyan negocios y política territorial. En mi caso, es una más de las formas del amor que ya no me convocan. Para un hombre, responder que no tiene equipo de fútbol es peor que responder que no tiene patria. Yo digo que soy de River pero digo que el fútbol no me interesa tanto. No se puede destruir lo que se ha amado. Simplemente se dictamina que ha cesado cualquier relación de poder. Ha cesado un diálogo. Es todo lo que tengo que decir sobre el asunto ////PACO.