Las aguas del Sena, dicen las noticias, vienen desbordadas y su caudal amenaza palacios y edificios históricos a su paso por París. La crecida, de una magnitud infrecuente, lleva a los autoridades francesas a tomar medidas de emergencia para resguardar las colecciones de arte que se almacenan en los depósitos de los sótanos del museo del Louvre, la vieja fortaleza del siglo XV construida a orillas del río, que alberga muchos de los grandes tesoros artísticos del mundo, emblema de la centralidad cultural francesa. Así, los empleados del museo se dedican a embalar y trasladar cuidadosamente cientos de pinturas, esculturas y piezas arqueológicas para ponerlas a salvo del agua. No es la primera vez que una emergencia obliga a los devotos funcionarios del ministerio de cultura de Francia a organizar una masiva mudanza de las obras de arte del Louvre hacia lugares más seguros. Francofonia, la última película de Aleksandr Sokurov que por estos días se da en algunas pequeñas salas de cine arte (espacios que todavía siguen existiendo, otro tipo de museos), toma como punto de partida otra amenaza al museo parisino. No era esa vez la amenaza de las catástrofes provocadas por el cambio climático, sino de la guerra y la ocupación militar: en junio de 1940, después de una breve y calamitosa resistencia del ejército francés, los nazis cruzaron la frontera y ocuparon la capital por los siguientes cuatro años.
No es la primera vez que una emergencia obliga a los devotos funcionarios del ministerio de cultura de Francia a organizar una masiva mudanza de obras de arte del Louvre.
En la mayoría de las reseñas de Francofonia se la presenta como una especie de segunda parte, o como una hermana gemela, de El arca rusa, una película anterior de Sokurov en la que utilizaba el museo del Hermitage de San Petersburgo como hilo conductor para contar la historia de Rusia de los últimos trescientos años. En esa película, célebre debido a que fue filmada en una larguísima y única toma de 90 minutos – una patada directa a la teoría soviética del montaje -, la cámara de Sokurov se movía por los pasillos del Hermitage (que ocupa el mismo edificio que el Palacio de Invierno de los antiguos zares) siguiendo a decenas de personajes que representaban las distintas épocas de Rusia, desde la fundación de la ciudad por Pedro el Grande a la revolución de Octubre y la caída del zarismo. El arca rusa era un tableau vivant cinematográfico que aspiraba a contar los titánicos esfuerzos de Rusia por convertirse en una potencia europea, por abandonar su alma asiática y reclamar un lugar entre los países civilizados, con sus palacios clásicos, sus pinacotecas y sus interminables banquetes donde la nobleza bailaba y hablaba en francés. La película finalizaba con la toma del Palacio de Invierno y la captura de la familia real por parte de los bolcheviques, es decir con la irrupción violenta del siglo XX en esa burbuja palaciega, en esa ilusión europea que los rusos habían pretendido darse a espaldas de las estepas, de los campesinos bajo servidumbre, de los cosacos. Francofonia, centrada en el Louvre durante la ocupación nazi de París, con sus largas tomas que nos transportan por sus galerías, con sus planos que acarician las esculturas asirias o egipcias que descansan en sus salas, aparentemente, seguiría la misma lógica: formaría parte de una especie de franquicia cinematográfica sobre museos prestigiosos de Europa en la que se exploran los significados de la historia a través de las obras célebres del arte occidental. Y puede haber algo de eso, de hecho El arca rusa dio lugar en los años siguientes a películas que reflexionaban sobre los vínculos entre la conservación del patrimonio artístico europeo y los destinos políticos del continente, como la serie de documentales para televisión de Wim Wenders Cathedrals of Culture, o National Gallery de Frederick Wiseman, sobre el museo londinense del mismo nombre. Sin embargo, Francofonia es más compleja que una mera visita guiada a un gran museo de la mano de un director prestigioso. Y esto es así porque lo que construye la película es una meditación más sobre las tensiones del presente que se agitan en Europa que sobre su pasado.
Una franquicia cinematográfica sobre museos prestigiosos de Europa en la que se explora sus relaciones con la historia a través de obras célebres del arte occidental.
Ya desde el inicio la película abre con una referencia extraña para tratarse de algo tan eminentemente francés como el museo del Louvre: se nos presentan unas viejas fotos de Tolstoi y Chejov en su lechos de muerte, invocados por la voz en off de Sokurov. Tolstoi y Chejov, maestros del realismo y la descripción social decimonónica muertos antes de conocer el siglo XX que cambiaría para siempre Europa y, especialmente, Rusia. ¿Es una invocación a una época menos turbulenta que la que vendría, unas presencias calladas que no pueden decir nada de lo que estaba por pasar? La película volverá a Rusia otras veces, abandonando el marco del Louvre y de la historia central que ocupa el la mayor parte de Francofonia, en una especie de contraste entre los destinos cada vez más abismalmente separados de Rusia y el occidente europeo. Lo que hace interesante a Francofonia, lo que la distingue y la salva de ser (solamente) un excelente documental sobre arte, memoria y política es ese vaivén entre esos dos polos. Entre Francia y Rusia, entre los nazis en Francia y los nazis en Rusia, entre la destrucción y la ocupación a uno y otro extremo del continente europeo.
Al contrario de lo ocurrido en muchas otras ciudades ocupadas, los nazis respetaron las colecciones del Louvre.
Cuando se encarga de Francia, Sokurov mecha viejas filmaciones de la ocupación nazi de París, con su normalidad restituida en apenas días, sus cafés rebosantes, su vida urbana apenas alterada por la presencia alemana, sus funcionarios listos para trabajar con el ocupante. La historia dramatizada de la relación entre el director del Louvre y el representante de la Wehrmacht para el patrimonio cultural en los países ocupados condensa los equívocos y tensiones entre invasores e invadidos. Es una relación al principio tensa que deviene en una colaboración (hablamos de Francia en la Segunda Guerra, recordemos) respetuosa entre dos humanistas amantes del gran arte que reconocen que el valor de las obras del museo debe quedar resguardado de la tormenta de acero de la guerra. Al contrario de lo ocurrido en muchas otras ciudades ocupadas, los nazis respetaron las colecciones del Louvre, permitieron y toleraron que los franceses trasladaran lo mejor del museo (La balsa de la Medusa de Gericault, los Delacroix, los David, la Gioconda) a diversos chateaux del interior de Francia para ponerlos al salvo de los eventuales bombardeos (que nunca se produjeron, por otro lado) a París. Sokurov revive a Hitler, ese alumno rechazado de la academia de bellas artes de Viena, ese pintor frustrado que visita fascinado esa París recién conquistada con la que habría soñado toda la vida. París será preservada, las pinturas del Louvre seguirán guardadas en castillos de la campiña, envueltas en tela de arpillera para protegerlas del polvo, al lado de viejas botellas de vino en sótanos silenciosos mientras afuera se libran las batallas que cambiarán el mundo. Mientras tanto, las galerías del Louvre – en las que quedan sólo las estatuas y reliquias arqueológicas imposibles de trasladar – contarán con la protección alemana. Sokurov hace pasear por ellas al fantasma de Napoleón que grita “C’est moi!”, reivindicando burlonamente su decisión de convertir al viejo palacio en un museo de arte poblado con los tesoros saqueados de sus campañas militares. También aparece una espectral Marianne, la dama de gorro frigio que encarna la République, repitiendo “liberté, égalité, fraternité” una y otra vez. Son los fantasmas de la Francia vencida por los nazis, pero también son las voces de una época en la que la acumulación de obras de arte, de un patrimonio cultural legado por las generaciones muertas, implicaba una soldadura entre el presente y el pasado de una comunidad, como Europa, que se imaginaba a sí misma como depositaria de los valores civilizatorios que en los campos de batalla no hacían otra cosa que desmentirse.
¿Es una película sobre el esfuerzo humanista para resguardar el arte de la barbarie? ¿O sobre los “humillados y ofendidos” que no logran comprender del todo la distribución desigual de los sufrimientos?
Y después, de pronto, sin avisar, las hermosas vistas de París filmadas con un drone, los largos planos que acarician las plumas de piedra de La Victoria de Samotracia, los detalles de los ojos eternamente vivos de los retratos de Rembrandt o Rafael, todas esas imágenes que parecen hablarnos de la larga herencia cultural que nos conecta con toda esa humanidad hace siglos muerta que todavía tiene algo para decirnos, saltan a un ensuciado metraje documental del sitio de Leningrado. Ahí Sokurov narra con detalle los sufrimientos de la vieja capital de los zares rodeada por el ejército nazi, las hambrunas que llevan al canibalismo, la desesperación de los habitantes disolviendo el hielo de las calles para hacerse de agua, la destrucción de los bombardeos. Un millón de muertos le costó a la URSS el sitio de la ciudad que alguna vez se pensó como la ventana de la atrasada Rusia hacia Europa. Vemos el interior del Hermitage, los agujeros de las bombas sobre la pinacoteca del palacio, los muros de los que cuelgan marcos vacíos que antes de la guerra contenían algunas de las mejores obras del Renacimiento. “Aquí hubo un Leonardo”, dice la voz en off de Sokurov. ¿Es Francofonia una película sobre el esfuerzo humanista para resguardar el mejor arte de la barbarie? ¿O es una película sobre las asimetrías de la guerra? ¿Sobre los “humillados y ofendidos” que no logran comprender del todo la distribución desigual de los sufrimientos cuando sobre ellos cae la catástrofe? ¿Es una película sobre la superioridad de Occidente frente a los nazis o más bien es sobre Francia y sobre Rusia, esas dos naciones que tuvieron un relación tan diferente con el mismo enemigo? Sobre el final de la película, el administrador francés y el oficial alemán toman un café en un encantador restaurante parisino. Una voz en off se hace presente y nos revela qué fue de ellos después de la guerra. Largas y respetables carreras. Su misión de poner a salvo todos esos tesoros para las próximas generaciones se cumplió. Pero lo que se escucha al final, sobre una pantalla que funde a negro, sin títulos, es otra cosa. Se escuchan, en clave menor, muy a lo lejos, los acordes del himno ruso///////PACO