Tecnología


Facebook y psicopolítica


El año pasado, en este mismo lugar, conversamos sobre Byung-Chul Han y la negatividad. Como algunos de ustedes escucharon en ese momento, la negatividad como concepto, la negatividad como elemento crucial para alcanzar un
entendimiento, la negatividad como vector para confrontar nuestros juicios sobre el mundo y construir un sentido, parece atravesado, todavía, por un período de crisis. De manera tal que, si les parece, y para jugar un poco con el idioma del mercado, podríamos decir que la negatividad es un activo filosófico que cotiza en baja y que Byung-Chul Han, como pensador, sería algo así como un “inversor de riesgo” en el mercado transnacional de las ideas. Por supuesto, lo que al mismo tiempo cotiza en alza y convoca a los inversores que apuestan a lo seguro es la positividad. Ahí están, por eso mismo, el optimismo y la alegría: palabras para, como hace Facebook, remitirnos a lo que nos gusta en lugar de a lo que no nos gusta. Esta diferencia inicial entre lo negativo y lo positivo es importante porque, antes de pasar al concepto de psicopolítica, que es de lo que vamos a hablar esta vez, me parece necesario recordar otras cuestiones del año pasado. Así que hagamos un breve repaso. De acuerdo al diagnóstico de Byung-Chul Han, el problema clave de este auge de la positividad es que, como escribe en un libro que se llama En el enjambre, “el sí es por esencia más carente de ruido que el no”. ¿Y esto qué quiere decir? Bueno, si nos acercamos al territorio de las redes sociales, el territorio de la “revolución digital”, como lo llama Han, vamos a encontrar algunos ejemplos para percibir las condiciones para esta otra aparente “revolución de la alegría”.


Basta sentir algo y comunicarlo, basta experimentar cualquier cosa ‒para lo cual, por otro lado, basta con estar vivo y tener wifi‒ para ser un interlocutor válido y legítimo en las redes sociales.

En las redes sociales, dice Han, lo que se nos invita a comunicar es lo que sentimos, no lo que pensamos. Y eso ocurre porque los sentimientos, lo afectivo, lo que nos afecta, se rige bajo una instantaneidad perfectamente compatible con la instantaneidad de la comunicación digital. De manera tal que si estamos desprovistos del tiempo necesario para pensar (incluso a partir de un afecto), las redes sociales se ajustan a la circulación instantánea de lo afectivo y se desentienden de lo reflexivo. Es por estas razones, dice Han, que los medios digitales son un “medio del afecto”. Cualquiera que conozca Twitter o Facebook sabe de qué estamos hablando: basta la afirmación “afectiva” de lo que sea para crear una partícula de discurso capaz de “afectar” a otro usuario que, a la vez, añade su propio “afecto” a ese discurso y así, sucesivamente, se van “afectando” a otros usuarios hasta que uno pasa veinte minutos discutiendo lo mal que funciona el subte en Buenos Aires o lo molesto que es el calor en verano (sin que, por supuesto, pase nada más). Alrededor de esta exigencia simultánea de permanencia e instantaneidad, y aún cuando las redes sociales parecen someternos, a veces, a los rigores de alguna terrible discusión o a lo que puede parecer incluso una amarga experiencia “negativa”, lo que está funcionando, dice Han, no es más que un marco puramente positivo para el intercambio de afectos. ¿Pero por qué positivo? Porque los afectos siempre se equiparan entre sí en tanto afectos, y por eso son afirmativos en sí mismos. Los afectos no enfrentan ni exigen nada más que lo que son (y por eso, nos recuerda Han con criterio, ver el mundo no es lo mismo que captar el mundo). Basta sentir algo y comunicarlo, basta experimentar cualquier cosa ‒para lo cual, por otro lado, basta con estar vivo y tener wifi‒ para ser un interlocutor válido y legítimo en las redes sociales. Por eso, señala Han, las redes son un medio del afecto. Y por eso, dice también, la positividad carece de ruido. Si vamos a regirnos bajo un sistema del afecto, entonces no hay ninguna jerarquía inequívoca que distinga a emisores de receptores: todos los afectos se expresan al unísono y valen por igual. Esta, dice Han, es la lógica democratizante del afecto.


Si nos acercamos al territorio de las redes sociales, el territorio de la “revolución digital”, como lo llama Han, vamos a encontrar algunos ejemplos para percibir las condiciones para esta otra aparente “revolución de la alegría”.

Es más, Han dice también que si alguien desafinara ruidosamente en ese coro, si alguien, por ejemplo, interrumpiera la armonía pegajosa del puro afecto con alguna meditada reflexión, lo que le caería encima es lo que Han llama “una shit-storm” (una “tormenta de mierda”). Un disciplinamiento espontáneo por parte del grupo para volver a poner al disidente en el mismo plano de igualdad y acallar la disonancia. Establecido esto, por supuesto que si las redes sociales privilegiaran la producción y el intercambio de reflexiones en lugar de la producción y el intercambio de afectos, y si las redes sociales, además, jerarquizaran la eficacia de los argumentos de esas reflexiones en lugar de concentrarse en promover el tránsito indiscriminado de sentimientos, las redes sociales serían algo muy distinto de lo que son ahora. En principio, podríamos estar seguros de que esas nuevas redes sociales serían mucho menos masivas ‒incluso, tal vez, ni siquiera llegarían a ser “sociales”, tal vez solo “grupales”‒, y muchísimo más aburridas (sobre todo porque tampoco seguiría siendo tan fácil confundir el sarcasmo con la ironía o el ingenio con la inteligencia). Y desde ya, y por sobre todos estos simples detalles, esas redes sociales serían algo por lo que no tantos invertirían sus dólares en Wall Street. Con este problema en mente, el problema de exigirle a las cosas que sean lo que no son, un problema que, como muchos saben, es el problema neurótico por excelencia, podríamos avanzar un poco más hacia la psicopolítica. Pero… tampoco podríamos hacerlo sin antes señalar algo que también conversamos el año pasado: el carácter romántico de las ideas de Byung-Chul Han. Entre muchos otros, este sí es un detalle importante. No solo para caracterizar con precisión el tono general del pensamiento de Han, sino para encuadrar el modo en que nosotros mismos percibimos a veces ciertos dilemas políticos o culturales. Entonces, ¿de qué se trata este “carácter romántico” de sus ideas? Si me permiten el salto, hay otro filósofo europeo, también contemporáneo, un filósofo que, al igual que Han, también se formó y trabaja y vive en Alemania ‒y con el que Han mantiene una relación de pavoroso respeto‒, que planteó esta cuestión romántica con estas palabras: “El mundo moderno pertenece al misterio de las aspiraciones realizadas”. La frase es buena y amerita pensarla despacio. “El mundo moderno pertenece al misterio de las aspiraciones realizadas”. Piensen en las historias clásicas de la ciencia ficción. Piensen en Julio Verne, en Ray Bradbury. En cierta manera, nuestro presente ya barrió el modo en que hace apenas unos años se imaginaba que iban a poder comunicarse los hombres a través del mundo. Cualquier equipo conectado a internet logra que nuestras voces puedan conversar hoy fuerte y claro con alguien en Australia. Y, sin inconvenientes, incluso desde Argentina podemos leer lo que se publica en Francia al mismo tiempo que se publica en Francia. Ampliando un poco más este mismo mapa, casi todos los modos bajo los que se dirigen e incluso se piensan las transacciones económicas, los vínculos sociales y las obligaciones laborales pueden ‒o están en rápido camino hacia‒ resolverse a través de una pantalla y algunos clics. Ante esta realidad, sin embargo, algunos pensadores remarcan lo mismo que otro filósofo, Slavoj Žižek, quiere decir cuando escribe que lo que constituye hoy el objeto de estudio predilecto del psicoanálisis son ‒lo cito textualmente‒ “las consecuencias inesperadas de la desintegración de las estructuras tradicionales que regulan la vida libidinal”. En palabras más simples, que las cosas resulten tal como uno podría imaginar o desear no significa que las cosas resulten como finalmente nos gustan. O, parafraseando una vieja canción, pensar el futuro puede inmunizarnos ante los peligros, pero no va a protegernos de la tristeza. Es por eso que podríamos decir que el mundo moderno pertenece al misterio de las aspiraciones realizadas.


Pensar el futuro puede inmunizarnos ante los peligros, pero no va a protegernos de la tristeza. Es por eso que podríamos decir que el mundo moderno pertenece al misterio de las aspiraciones realizadas.

Byung-Chul Han, por supuesto, nunca admite la tristeza del romántico que añora un pasado mejor. Pero tampoco deja de sonar nostálgico respecto al modo en que las cosas fueron antes. Ese antes es un antes idealizado e impreciso, un pasado en el que los mensajes se escribían a mano, las relaciones con el otro eran de algún modo más cercanas y hasta las divisiones tradicionales de clase permitían constituir “un nosotros capaz de una acción común”. Para pensar entonces la psicopolítica, y sin dejar de lado este tenor romántico hacia el que nos acerca Han, podríamos empezar con algunas preguntas. Entre ellas, la más importante sería la primera de todas: ¿pueden medirse los sentimientos? ¿Pueden cuantificarse los afectos? ¿Puede aquello que es de naturaleza irracional someterse a un cálculo racional? Si me permiten, voy a ir añadiendo algunas preguntas más para comprender un poco mejor hacia dónde vamos. ¿Es posible que una serie búsquedas en Google definan lo que somos? ¿Es suficiente un focus group para conocer y definir las prioridades de una sociedad? ¿Indica la distribución y la frecuencia de nuestros Me Gusta en Facebook y de nuestros corazoncitos en Instagram lo que verdaderamente nos gusta y lo que verdaderamente queremos? ¿Son nuestras afinidades y nuestras elecciones el resultado de procesos impulsivos y atolondrados o son, en realidad, el resultado de procesos prudentes y previsores? Ante estas preguntas es importante tener en cuenta que una de las paradojas de la política es que, al mismo tiempo que se entrega a la eficiencia de los recursos técnicos para interpretar y medir los hechos sociales, también insiste en repetir que las lealtades históricas, los grandes relatos ideológicos y las pertenencias partidarias desaparecieron en favor de los cálculos instantáneos y emocionales de ventajas y beneficios individuales. Uno de los efectos más evidentes de esta paradoja entre el poder y la sociedad se desnuda, por ejemplo, en el modo en que toda acción pública requiere, en mayor o menor escala, de un plebiscito ‒que puede tener forma de encuesta, de sondeo de opinión o de indicador en las redes sociales‒ antes de volverse posible. Pero, entonces, ¿pueden medirse las emociones? ¿Puede racionalizarse lo irracional? Y, en tal caso, ¿cómo se puede hacer política si la imaginación se subordina a la ciencia?


Una de las paradojas de la política es que, al mismo tiempo que se entrega a la eficiencia de los recursos técnicos para interpretar y medir los hechos sociales, insiste en repetir que las lealtades históricas, los grandes relatos ideológicos y las pertenencias partidarias desaparecieron en favor de los cálculos emocionales de ventajas individuales.

Para llevar las cosas un paso más adelante, ¿en qué términos sería posible algún pensamiento político si recordamos que, como dijo Martin Heidegger, la ciencia solo logra resultados y por eso no puede pensar? Este, de acuerdo a Byung-Chul Han, es el territorio para la discusión política contemporánea: el territorio de la psicopolítica. Ya no se trata, como decía Michel Foucault, de un poder que se pronuncia soberano mediante el control de los cuerpos de los súbditos. Ya no se trata de una “biopolítica”. De lo que se trata es de una “reivindicación de la transparencia”. Algo por lo cual el poder se pronuncia soberano ante sus súbditos mediante el control de la información que ellos mismos publican en todas las redes sociales. Para el poder actual, dice Han, los cuerpos ya no importan. Son las psíquis las que se convierten en “fuerzas productivas”. Al hablar de psicopolítica, entonces, lo que está diciendo Han es que aunque parezca que no, y aunque parezca, de hecho, todo lo contrario, lo que hoy padecemos es una “crisis de la libertad”. Una “crisis de la libertad” diseñada a partir del uso “transparente” de nuestra información. En otras palabras, lo que hace Han ante el enorme entusiasmo con el que Silicon Valley nos cuenta el rumbo maravilloso del mundo es añadirle al triunfo espeluznante de la positividad una inquietante partícula de negatividad. Y el efecto dialéctico de esta intervención es un nuevo entendimiento del tiempo en el que vivimos. Pero sigamos. En su libro Psicopolítica Han escribe esto: “Hoy creemos que no somos un sujeto sometido sino un proyecto libre, un sujeto que constantemente se replantea y se reinventa”. Sin embargo, advierte Han, la trampa está ahí, a la vista de todos. “El yo como proyecto que cree haberse liberado de las coacciones externas y de las coerciones ajenas ‒escribe‒ se somete a coacciones internas y a coerciones propias en forma de una coacción del rendimiento y la optimización”.


Lo que hoy padecemos es una “crisis de la libertad”. Una “crisis de la libertad” diseñada a partir del uso “transparente” de nuestra información.

Sobre estas palabras, las palabras “rendimiento” y “optimización”, podríamos decir bastante. Pero digamos por lo menos esto: sin ninguna duda, y en términos políticos y económicos, se trata de palabras que uno “puede sentir en el aire esta noche”, como diría Phil Collins. Ahora bien, tal como lo plantea Byung-Chul Han, el problema de este nuevo “sujeto del rendimiento” es que se enfrenta a un imperativo de libertad que insiste en que todo lo que se puede hacer es ilimitado. “El deber tiene un límite. El poder hacer, en cambio, no tiene ninguno”. Ahí es donde, si uno presta atención, cobran sentido los seminarios y los talleres de coaching y management, o la noción de una “inteligencia emocional”. Si cada uno de nosotros es capaz de transformarse en el emprendedor de su propio trabajo, y si esa disposición al emprendedurismo mide, además, nuestra predisposición individual a la libertad, lo que por otro lado desaparece es la figura tradicional del jefe. Por eso, dice Han, “el sujeto del rendimiento” es también un “esclavo absoluto en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de manera voluntaria”. El “sujeto neoliberal”, entonces, elimina la clásica dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Aquello que ‒para ponerlo en términos muy simples‒ diferenciaba entre aquel que gozaba del trabajo y dependía del esclavo y aquel que producía el trabajo y dependía del amo. El “sujeto neoliberal”, dice Han, se transforma en un “empresario de sí mismo”. Y, por supuesto, como todo empresario full time, es incapaz de “establecer con los otros relaciones que sean libres de cualquier finalidad”. La ironía, señala Han, es que el neoliberalismo parece haber logrado al fin el viejo proyecto de Karl Marx: las clases quedaron abolidas. Abolidas gracias a su propia fusión. Ahora todos somos al mismo tiempo burgueses explotándonos a nosotros mismos como proletarios. O, como escribe Han, “hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa”. Esta, dice, es “la dictadura del capital”. Para ir terminando, miremos de nuevo esas redes sociales que parpadean con notificaciones cada dos minutos en nuestros teléfonos. ¿Qué es eso que vibra, parpadea y nos llama? Ya en el año 2014 Byung-Chul Han lo llamaba Big Data, y lo relacionaba con otra cuestión: el agobio con el cual inundamos las redes con información indiscriminada sobre nosotros, de manera tal que el concepto de “protección de datos” se vuelve obsoleto. El paso psicopolítico, sin embargo, está en el giro ‒que entre 2014 y 2017 podemos corroborar sin esfuerzo‒ entre la vigilancia pasiva y el control activo de esa información. ¿Y si el poder fuera entonces capaz de intervenir en nuestra mente y condicionarla a un nivel prerreflexivo? Al fin y al cabo, basta estudiar un poco lo que nos gusta, lo que compartimos y lo que comentamos en Facebook hace apenas un rato para anticipar con bastante éxito lo que nos va a gustar, lo que vamos a compartir y lo que vamos a comentar un rato más adelante. En este punto, por supuesto, conviene pensar más allá de Facebook y concentrarnos en internet en general, es decir, concentrarnos en la noción de una plataforma digital a la que está conectada casi la mitad de la humanidad.


Apretar Me Gusta tampoco es un evento tan transparente como parece (y por eso uno sabe que ciertos Me Gusta son irónicos, son neutros, son rentados e incluso a veces comunican que algo no nos gusta).

Es ahí donde, por motivos estrictamente técnicos, todo lo que descargamos, lo que leemos, lo que miramos, lo que deseamos, lo que escribimos, lo que buscamos, lo que compramos, lo que espiamos, lo que subimos, lo que bajamos, lo que pagamos, lo que trabajamos, lo que apoyamos, lo que decimos y lo que criticamos, a través de cualquiera de las pantallas conectadas a la red, es registrado e identificado. ¿Y por qué, entonces, sería descabellado considerar que las empresas multinacionales y los partidos políticos invierten sus recursos para saber qué es lo próximo que estaríamos dispuestos a comprar y lo próximo que estaríamos dispuestos a votar? La pregunta no es si esto ocurre o si podría ocurrir. Esto ya ocurre. La verdadera pregunta es hasta qué punto la psicopolítica digital restringe nuestra libertad de acción. De ahí que Han señale que “la psicopolítica digital transforma la negatividad de la decisión libre en la positividad de un estado de cosas”. De hecho, la persona misma, dice Han, se positiviza en cosa. Una cosa que, atrapada por sus propios hábitos en la web, se vuelve cuantificable, mensurable y controlable. Desde ya, Han exagera al decir que “cuando hacemos clic en el botón Me Gusta nos sometemos a un entramado de dominación”, y exagera básicamente porque apretar Me Gusta tampoco es un evento tan transparente como parece (y por eso uno sabe que ciertos Me Gusta son irónicos, son neutros, son rentados e incluso a veces comunican que algo no nos gusta, como cuando alguien cuenta en Facebook que se le murió el gato, la abuelita, el gato de la abuelita o la abuelita del gato, y espera un poco de amor descartable por eso). Sin embargo, tal vez es más relevante considerar que la forma en que este poder se invisibiliza al invitarnos a “expresarnos”, a “contar qué nos pasa” y a responder “qué estamos pensando” ‒toda esa factoría instantánea para una literatura del yo‒, sí nos habla de un poder que elige estimular y seducir en lugar de clasificar y amenazar. ¿Y quién va a protegernos, entonces, de lo que nos gusta?


De lo que se trata ahí es de distinguir el viejo deseo filosófico de alcanzar un imposible: el deseo de convertirse en un observador puro. ¿Cómo descorporizarse, cómo desmundanizarse para acceder a la verdad?

En su momento más especulativo y apocalíptico, Han formula de hecho una breve historia de la dominación: si la biopolítica recurría a la estadística para conocer a su población, a partir del Big Data es posible construir no solo el “psicoprograma individual” sino el “psicoprograma colectivo”, y quizás incluso el “psicoprograma de lo inconsciente”. Ahí es donde, con el máximo pesimismo, Han afirma que la psicopolítica neoliberal, con su industria de la conciencia, destruye el alma humana. Para terminar, entonces, me gustaría observar dos cosas, e incluso especular hasta qué punto estas dos cosas son parte de lo mismo. La primera es este agobio “romántico” ‒dicho ahora entre comillas‒ ante el presente. Pero no ante nuestro presente sino ante cualquier presente. De lo que se trata ahí es de distinguir el viejo deseo filosófico de alcanzar un imposible: el deseo de convertirse en un observador puro. ¿Cómo descorporizarse, cómo desmundanizarse para acceder a la verdad? Exagerando un poco, y dando algunos saltos arbitrarios a través del tiempo, si hace dos mil quinientos años, para Sócrates, desentenderse del cuerpo y del mundo fundaba la idea de que la filosofía era un ejercicio para aprender a morir, un método para pensar y contemplar “cara a cara” las verdades del más allá sin padecer las intrusiones de la sociedad sobre la vida ‒para lo cual uno podía tomarse la cicuta y ya‒, hace nada más que cincuenta años, en Italia, también Pier Paolo Pasolini lamentaba la decadencia de “la verdadera tradición humanista” ante lo que llamaba una “nueva cultura de masas” y la “nueva relación entre producto y consumo que ha establecido la tecnología”.


Esta fantasía de sustraernos de la vida hoy significa sustraernos ya no de los mandatos, del consumismo o de los “medios de masas” sino sustraernos de las redes sociales. Desconectarnos de internet, desenchufarnos del wifi, apagar nuestros smartphones.

Ahora bien, lo que Byung-Chul Han deja flotando en el aire digital de nuestro siglo XXI, ¿no es, también, parte de ese mismo deseo imposible de sustraernos de la vida? Sustraernos de la vida de manera tal que, por supuesto, podamos llevar adelante una vida más verdadera. Ahí está la vieja contradicción en marcha. Por su lado, hoy esta fantasía de sustraernos de la vida ‒y hay algunas buenas películas de terror adolescente que ya lo tematizan‒ significa sustraernos ya no de los mandatos, del consumismo o de los “medios de masas” sino sustraernos de las redes sociales. Desconectarnos de internet, desenchufarnos del wifi, apagar nuestros smartphones. Con esto en cuenta, lo más interesante podría ser pensar por qué ahora, en nuestro presente, este diagnóstico pesimista toca con tanto éxito ciertas fibras sensibles de nuestra experiencia. ¿Por qué Byung-Chul Han nos induce con semejante contundencia a “desconectarnos” de la vida? Supongo que en un buen día hasta el propio Han podría aceptar que ese desánimo que nos hace sentir vulnerables a sus ideas pesimistas es la parte más “intelectual” de un conjunto de síntomas más amplios pero típicos de una sociedad del cansancio. En otras palabras, ¿y si lo que padecemos fuera una “forma filosófica” de ese mismo desasosiego moderno sobre el que Edgar Allan Poe, Don DeLillo y hasta Tom Petty compusieron distintas expresiones estéticas, el desasosiego del “hombre en la multitud”? De hecho, esta capacidad intelectual para hacernos gozar con nuestra propia angustia, esta “violencia neuronal”, como la llama Han, ¿no podría incluirse entre los padecimientos típicos de una sociedad del rendimiento? Si fuera así, nos resta decir algo más sobre este malestar antes de terminar. Las redes sociales, con su circulación privilegiada de afectos, positividades y narcisismos, tiende a sumergir nuestro entendimiento del mundo en una lógica según la cual todo es bueno y todo es posible, excepto cuando irrumpen los saboteadores. ¿Y quiénes son los saboteadores? Los saboteadores son los que se atreven a señalar que el mundo, tal vez, no es como nosotros, que vivimos hiperlegitimados por “la revolución digital”, creemos o sentimos que es. En nuestro mundo digital no puede haber errores, sobre todo porque entonces nosotros seríamos los erróneos, ni puede haber segundas opiniones, porque entonces estaríamos ante planes contrarrevolucionarios. Ahora bien, si a pesar de rodearnos de lo que nos gusta ese malestar prevalece, entonces tal vez ya no se trate de detectar voluntades enemigas sino de asumir ciertas dificultades objetivas. Llámenlas “explotación”, “alienación”, “manipulación”, “adulteración”, “servilismo”, “indiferencia”, “paralización”. Ninguna de estas palabras es optimista ni novedosa, pero de eso se trata el ánimo intelectual de Byung-Chul Han: de que antes de “bloquear”, “silenciar” o “dejar de seguir” a los “saboteadores” seamos capaces de reconsiderar, al menos un instante, que hoy tampoco vivimos en el mejor mundo posible.

Muchas gracias.

Facebook y psicopolítica fue parte de “El pensamiento de Byung-Chul Han”, evento organizado el 22 de noviembre de 2017 en el Centro Cultural Coreano de Buenos Aires.