Cuando allá por el siglo XVII Descartes se preguntaba por las fuentes del conocimiento, anticipaba su respuesta con un artilugio conocido: justificar la Razón a partir de la existencia irrefutable de Dios. Así, afirmaba con una convicción envidiable, que se podía dudar de todo, incluso de los sentidos y que por eso mismo no podía asegurar que ese fuego que observaba mientras meditaba existiera realmente, de lo único que no podía dudar era de su propio pensamiento. En breve, la fórmula: “pienso luego existo.” Lo curioso es que la Razón, el bastón de mando del conocimiento en Occidente y plafón para el desarrollo posterior del humanismo, tuvo que sostenerse en una entidad divina e indemostrable para validarse. Muchas han sido las explicaciones de este gesto, incluso algunos historiadores lo han entendido como una concesión a la institución eclesiástica. De cualquier manera la pregunta por el conocimiento estableció, por lo menos desde la tradición cartesiana, la división entre sujeto cognoscente y objeto a ser conocido. La Razón como fuente inicial separó al hombre del mundo y volvió a la naturaleza un oscuro objeto a dominar, pero se sostuvo sobre el axioma extra terrenal.

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La Razón como fuente inicial separó al hombre del mundo y volvió a la naturaleza un oscuro objeto a dominar, pero se sostuvo sobre el axioma extra terrenal.

Rembrandt, en su cuadro “La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp”, pintado en 1632, supo representar de una manera precisa esta nueva disposición del mundo: un cadáver acostado sobre una camilla con la mitad de su vientre abierto, rodeado de un grupo de estudiantes que prestan menos atención a las vísceras y más al libro abierto, representante del saber científico.  Pero si se observa con atención el cuadro revela una segunda cuestión. Las miradas fascinadas de los asistentes a la autopsia reafirman la idea de que ella es un espectáculo en sí mismo (de hecho estas prácticas se llevaban a cabo en espacios llamados “teatros médicos” y se celebraban sólo una vez al año). Esta especie de protopúblico que mira curioso cómo se accede a la carne muerta y se extraen los órganos humanos tal vez se anticipe un par de siglos al goce estético como reverso del Iluminismo: el Romanticismo. Ese movimiento nacido como resistencia a la fe ilimitada y optimista de la Ilustración. Es probable que pocas novelas hayan abordado tan bien esa tensión entre la fe en el conocimiento científico y su reverso terrorífico, como Frankenstein de Mary Shelley. Al fin y al cabo ella misma aclaraba en el prólogo que lo descripto en la novela no se basaba en hechos reales, pero sí probables. Toda una declaración en pleno 1800.

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Pocas novelas abordaron esa tensión entre la fe en el conocimiento científico y su reverso terrorífico como Frankenstein de Mary Shelley. Ella misma aclaraba en el prólogo que la novela no se basaba en hechos reales, pero sí probables.

“La lección de anatomía…” y Frankenstein se sostienen en la misma cuerda que anuda saber científico con algo extra, un exceso indemostrable, un poder externo, pero también un goce en la flagelación, el sufrimiento y por qué no, el terror. El espectáculo-autopsia y la contemplación de un monstruo imposible de describir con palabras, muestran la cara oscura del conocimiento, las consecuencias no deseadas de una modernidad que por su propia lógica ha quebrado, en algunas circunstancias, la barrera de la Razón. Pocas cosas han sido tan problemáticas para la Ilustración como la cuestión de la responsabilidad humana por lo creado. En última instancia, Mary Shelley no habla de otra cosa: el médico obsesionado por las fuentes de la vida, formado en la misma escuela que Nicolaes Tulp, construye el prototipo que después le exigirá responsabilidad por lo creado. Han pasado apenas dos siglos entre uno y otro doctor, la maquinaria está en marcha. Un complejo mecanismo que al tiempo que imagina posibilidades ilimitadas de creación técnica, no logra medir las consecuencias de lo creado, porque sin querer, ha invadido el terreno reservado por Descartes, a Dios.

No quedan dudas que el mejor espacio para que el monstruo de la modernidad se manifieste es la ficción. La tela, el papel y otros soportes, son ese terreno rugoso que permite mostrar las formas desmedidas en las que ha derivado la imaginación tecnológica. Así, la ciencia ficción no sólo es ese género que muestra naves espaciales  y mundos imposibles, sino que también puede construir historias en escenarios actuales y de fácil reconocimiento. En esa lógica que tan acertadamente había trabajado Ballard desde la literatura a mediados del siglo XX podría trazarse una línea con algunas producciones audiovisuales surgidas en los últimos años. La pseudo serie inglesa Black mirror, la película de Spike Jonze, Her y la reciente Ex machina de Alex Garland, pueden pensarse como herederas de ese género; uno que construye monstruos, ahora en pantallas 3D. Y si la palabra “monstruo” tiene sus raíces etimológicas en los verbos “mostrar” y “advertir”, en estos relatos, ambas acciones no tienen el mismo valor: la advertencia señala un mapa de conductas, mientras que la exhibición se distancia del ojo que la muestra.

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Las tres producciones mencionadas se sostienen en la primacía del mostrar, antes que la de advertir. Sin embargo, tal vez sea Ex machina la que se despoja con mayor fuerza de una supuesta responsabilidad humanista de “llamar a la reflexión”. Esta vez ya no está el escenario reconocible de una ciudad hipertecnologizada poblada de habitantes anónimos conectados a sus dispositivos electrónicos. Apenas al comienzo algunas escenas de paisajes naturales impactantes, como si quisieran recordarnos que la naturaleza siempre se impone. Paisajes que remiten, además a la novela de Mary Shelley. Luego, una casa subterránea, una mansión bunker para que el hombre vuelva a probar (una vez más) la inteligencia artificial de la máquina mediante el test de Turing. Y lo hace mediante un alter ego del creador, un joven programador que sospecha de todo pero que aun así acepta jugar con la máquina, que es mujer y que chispea cables y sensualidad con la misma intensidad. En “Ex machina” el problema de la convivencia entre el hombre y la máquina parece haber desaparecido. Por eso los cuerpos están presentes aunque sean distintos en sus hábitos en su ropa y en desnudez. En el filme cada cuerpo cumple un rol específico. El joven programador, blanco y lampiño (encarnado por Domhall Gleeson, el mismo actor que hacía del novio muerto y reconstruido en el episodio “Be right back” de Black Mirror) se opone al inventor de la máquina inteligente: un oscuro personaje que usa frondosa barba de leñador y se emborracha y entrena al aire libre con el mismo fervor. Además su cráneo afeitado deja ver cicatrices y deformidades, detalles que tal vez no cumplan más función que jugar con los contrastes visuales recordando una y otra vez lo inadecuado e imperfecto de la existencia material del creador de vida artificial. El cuerpo de la mujer máquina, un imaginario que no deja de remitir a la María de Metrópolis pero también a la sensualidad y candidez de la voz de Scarlett Johansson en Her muestra sin pudor sus cables y circuitos, frente a una misteriosa y bella “ama de llaves todo terreno” que parece, en principio, no cumplir más funciones que la de satisfacer las necesidades masculinas, sometiéndose exclusivamente a sus deseos de comida y sexo.

El cuerpo de la mujer máquina, un imaginario que no deja de remitir a la María de Metrópolis pero también a la sensualidad y candidez de la voz de Scarlett Johansson en Her.

Pero el experimento inicial, que tenía como objetivo que el hombre evaluara a la máquina empieza a mutar hacia terrenos extraños. Todo sucede como si la relación máquina-hombre se volviera un juego de espejos donde no queda claro quién analiza a quién. La mujer-máquina parece rebelarse a su destino de objeto cartesiano, y a pesar del vidrio que la separa del humano, va dejando pistas, como pequeños cantos rodados, que la hacen ser sospechosa de portar un plus “extra maquínico”. Si al comienzo los diálogos con su testeador hacen recordar a un programa lingüístico refinado pero previsible, de a poco, las preguntas y las palabras transparentes se vuelven ambiguas. La opacidad del lenguaje remite más al inconsciente lacaniano y menos al modelo de transmisión de datos. La pregunta que habilita la respuesta de la máquina deja de ser “¿cómo se contesta a A?” para ser reemplazada por “¿cómo espera X que yo conteste esa pregunta”? Preguntas más cercanas al “Pedro el Rojo” kafkiano y ya no a un sistema operativo, sofisticado, pero sistema operativo al fin.

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Lo que sucede a partir de ese juego de sospechas, mentiras y engaños abre dos caminos: aquel que admite que la única manera de acceder a la máquina es “enamorarse de ella”-en su versión contemporánea, obsesionarse con sus mecanismos y circuitos- o uno más apocalíptico que se ha rendido ante la superioridad del dispositivo.

Lo que sucede a partir de ese juego de sospechas, mentiras y engaños abre dos caminos: aquel que admite que la única manera de acceder a la máquina es “enamorarse de ella”-en su versión contemporánea, obsesionarse con sus mecanismos y circuitos- o uno más apocalíptico que se ha rendido ante la superioridad del dispositivo. De pronto, la profecía que anunciaba un mundo dominado por robots podría verse cumplida. En definitiva, la negativa de Frankenstein que le costaría la vida a él y a toda su familia, estaba fundada en un temor similar. El doctor se negaba a ser responsable de la creación de una nueva especie que por su superioridad física o intelectual terminara dominando al mundo. El hombre, en su afán de avanzar en el conocimiento provocaría a la técnica para que se le volviera en contra. El problema de los límites, especialmente cuando se piensa en la construcción de cuerpos, interpela desde el humanismo una vez más. En esta instancia ya no se trata de espantarse ante las nuevas relaciones que se inauguran con los dispositivos, ni preguntarse si en el futuro interactuaremos más con aparatos que con los hombres, ni siquiera por los modos de reproducción social. Acá, la cuestión es una menos políticamente correcta porque muestra, de manera monstruosa, que las preguntas que habían inaugurado la modernidad cartesiana, no han podido ser resueltas. La historia del conocimiento es más un círculo vicioso, un animal mitológico que se muerde la cola, que una escalera ascendente. La escalera que podría, tal como lo soñó Descartes, desandar el camino del conocimiento hacia la Razón absoluta, se ha desmoronado, en parte porque el hombre le ha soltado la mano al Dios garantista para ocupar su lugar. Algunos escalones pierden estabilidad porque la feliz convivencia entre creador y creado insiste con el problema de la responsabilidad por lo hecho, pisando en falso una y otra vez. Ex machina, omitiendo ex profeso el primer término de la expresión griega original, es más una historia de desbordes que una crítica a la hipertecnologización, por eso muestra antes que advertir. En la máquina-mujer hay algo que escapa al cerco de la Razón, y cuando lo salta lo hace en formas terroríficas, crueles y desmedidas. Cómo si los dioses se vengaran en su nombre por la omisión cometida. Después de todo, ellos nunca vieron con buenos ojos que los hombres se metan en sus asuntos/////PACO