Hablando de verdaderos juegos de tronos, uno podría pensar en la nacionalidad del actual marido de la Reina de Inglaterra ‒¿de qué país es?, muy bien, bien; muy bien‒ y también en la nacionalidad de la madre del actual Rey de España ‒exacto:
ese mismo país‒ y pensar en cómo quienes fueron los primeros se convierten también en los últimos y, sin embargo, insisten, con cuidado ‒y casi en las sombras‒, en transformarse, una vez más, en los primeros. Hablando de juegos de tronos ficticios, en cambio, está la temporada sexta de la saga matriarcal de George R. R. Martin. Y en ese caso, entre el mal Shakespeare y ciertas porciones de historia de las Islas Británicas, la expectativa ‒sigo a la erudita Emily Yoshida‒ es si Jon Snow está muerto ‒al final de la temporada anterior lo habían asesinado como a Julio César‒, y si, en caso de estar muerto, va a volver como zombie (alguien que leyó los libros dijo una vez que Game of Thrones era una versión aristocrática, fantástica y exorbitantemente nerd de The Walking Dead).

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Game of Thrones es un mundo dirigido por mujeres que usan la crueldad como principal recurso de «empoderamiento».

El primer capítulo no termina de resolver la cuestión ‒“alerta spoiler”‒, y deja flotando la escena perturbadora de una reunión de hombres encerrados a solas con el cadáver breve de Snow. No es difícil descubrir, por otro lado, que estos hombres son, también, la última reserva formal de masculinidad de todo el programa ‒y uno debe tener en cuenta que están encerrados en una habitación adorando a un muerto‒, además de los dothraki ‒sigo a los eruditos Dan Reilly y Sean Fitz-Gerald‒, los únicos a los que, por algún motivo que seguramente reluce en sus condiciones socioeconómicas visibles, se les permite usar ese tipo de lenguaje excesivamente directo acerca de la dimensión metafísica y cultural del género femenino que hoy sería acusado, sin demoras, de patriarcal. En ese aspecto, la nueva temporada promete seguir la línea desoladora de hombres castrados, de hombres impotentes, de hombres castos (por vocación o por imposición) y de hombres incapaces de desarrollar una sexualidad más o menos sustentable que explica, en buena parte, el éxito masivo de la serie en Twitter. Resta la otra mitad del cielo: las mujeres.

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La línea desoladora de hombres castrados, de hombres impotentes, de hombres castos por vocación o por imposición, explica parte del éxito de la serie en Twitter.

¿Y qué prometen las mujeres esta vez? Nada muy distinto a lo que hacen desde las cinco temporadas anteriores. Cercei Lannister castiga a su hermano Jaime por su incapacidad para rescatar a la hija de su incesto, una monja fanática castiga a Margaery Tyrell, Brienne de Tarth masacra a muchos soldados con su espada, Daenerys Targaryen adoctrina a los gritos a los dothraki, Ellaria Sand asesina a traición al príncipe Doran Martell ‒y después hace que otras dos chicas asesinen al hijo de Doran Martell, Trystane Martell, al que le atraviesan la cabeza con una lanza después de encontrarlo pintando bijouterie en su cámara real‒, a Arya Stark, ciega y pobre, la golpea a palazos una discípula del Dios de Muchas Caras. El mundo de Game of Thrones no es uno dirigido por hombres sino por mujeres que, en la imaginación de George R. R. Martin, usan la crueldad como principal recurso activo para lograr su «empoderamiento» (y lo que eso tiene para decir tal vez resulte más político que todo House of Cards). Pero, entonces, ¿Jon Snow está muerto y va a volver como zombie? Y para los eruditos en el tema, ¿es o no es un spoiler mostrar en todas las redes sociales que Melisandre tiene el poder mágico de envejecer a voluntad? Y, a propósito, ¿en qué se transforman la política y el poder cuando se vuelven una disputa cedida por completo a las damas?//////PACO