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En Internet encuentro un “mapa de las segundas lenguas más habladas por país.” En el sitio que lo reproduce se dice que fue concebido “para las personas interesadas en la reubicación internacional.” Así, en Canadá la segunda lengua es el francés; en los USA, el español; en Bolivia, el quechua; en China, el cantonés; en España, el catalán. Algunas de estas relaciones parecen tener un sesgo inmigratorio reciente como el turco en Alemania. Según este mapa, en la Argentina, la segunda lengua más hablada es el italiano, lo cual me parece raro pero no me sorprende. La infografía de la web siempre es aproximativa, lúdica. Este tipo de mapas, finalmente, forman parte de una veloz y efímera zona del entretenimiento digital. Sin embargo, que se diga que la segunda lengua de Italia es el inglés me pareció no solo un error sino también, hasta cierto punto, una injusticia. ¿Hablan inglés los italianos cuando no hablan italiano?

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La influencia del Italiano en el castellano del Río de la Plata resulta evidente y fue y es muy estudiada y comentada. Menos noticias tenemos acá de la importancia y la influencia del castellano y su cultura en Italia. Se sabe que el sur de la península fue gobernado por la Casa de Borbón bajo el nombre, muy citado, de Regno delle Due Sicilie. Sin embargo, la relación entre el sur de Italia y la península ibérica es mucho más vieja. El reino de Sicilia estuvo ligado a la Corona de Aragón desde el siglo XIII y el de Nápoles desde el XV. Wikipedia cuenta que, a la muerte de su hermano Fernando VI, en 1759, Carlos III de España, duque de Toscana, cedió el trono de Nápoles-Sicilia a su hijo Fernando I de Borbón (IV de Nápoles y III de Sicilia) para acceder a la corona española. Fernando IV de Nápoles, después de las Guerras Napoleónicas, volvió al trono napolitano y fue él quien creó el Regno delle Due Sicilie creado en 1816. Su nieto, Francisco II de las Dos Sicilias, perdió el trono en 1861, cuando Garibaldi lo venció con su famosa Expedición de los Mil. ¿Demasiados siglos, demasiado rápido? Sin embargo, todavía se ven lucidas banderas españolas en Nápoles y la calle Cervantes no es la más fea de la ciudad, mientras un poco más al sur se canta y se seguirá cantando el recordado origen español de las sociedades meridionales. Si la identidad italiana de la N´drangheta, la Camurra y la Mafia no puede ser puesta en duda, una canción titulada justamente “N´drangheta, Camurra e Mafia” comienza con dos estrofas en dialecto que cifran la fundación mítica de “li reguli sociali” a cargo de “tre cavalieri” que partieron “dalla Spagna.”

Más cerca en el tiempo, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano desde 1972 hasta 1984, había nacido en 1922 en Sassari, Cerdeña. Así, es muy probable, casi seguro, que sus primeras palabras hayan sido en sardo. Mientras que su apellido, de origen catalán, resulta, como dice Wikipedia, “prueba de la presencia de la Corona de Aragón en la isla siglos atrás.”

Por todo esto parece muy posible que los inmigrantes italianos de mediados del siglo XIX que llegaban a la Argentina desde una Italia que no estaba unificada se entendieran mejor de lo que pensamos con los criollos y los inmigrantes españoles. Después de todo, habían compartido casas reales, levas, leyes y nombres propios.

Berlinguer

¿Cómo era ese reino de neto corte castellano que dejó de existir en 1861? También podríamos preguntarnos cómo era Italia y, llegado el caso, si existía. Antes de Garibaldi, y de ahí el mérito innegable del Risorgimento, Italia nunca había sido una nación moderna. Con precisión, Wikipedia dice que “se necesita retroceder a los tiempos del emperador romano de oriente Justiniano I para encontrar una Italia unida. Desde la invasión de los lombardos en el 568 se rompe la unidad política y durante 1300 años se generaron diversas entidades políticas.” No es este, nunca podría serlo, un dato menor. La palabra “Italia” entonces denomina cosas muy diferentes según a qué momento de la historia se refiera.

De esta manera, en el siglo XIX, mientras el norte continuaba la tradición de dividirse en histéricos y minúsculos Estados, orgullosos, soberbios y permanentemente invadidos, conquistados y codiciados por potencias transalpinas, el sur continental permaneció desarrollándose como un todo casi desde el año 1000. Siendo una ciudad tan o más vieja que Roma, Napoli se propuso insistentemente como su capital cultural, política y comercial durante más de ochocientos años. Al momento de la unidad garibaldina, en las Dos Sicilias se escuchaba llamar “extranjeros” a los otros italianos de la península. ¿Extranjeros a los otros italianos? Se sabe: la frontera del idioma tiene aduanas pesadas. O digamos mejor “de los idiomas.” En los reinos preunitarios y en las élites culturales la lengua establecida, más o menos regularizada, era el italiano, pero en realidad a nivel de base social no existía un idioma común. Y en el Piamonte, histórico centro intelectual, se hablaba, se escribía y se pensaba en francés. De hecho, el 17 de marzo de 1861, día de la creación del Reino de Italia, Camilo Benso di Cavour le escribe a Massimo D’Azeglio una carta que dice: “Dès ce jour, l´Italie affirme hautmen en face du monde sa propre existence.” Italia unificada nacía así celebrada en francés por sus hacedores.

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Se cree que, al momento de la unificación, los hablantes del italiano tal cual lo conocemos hoy no llegaban al diez por ciento. La medición me parece errática. Podemos no creerla. Que la mayor parte se concentraba en la Toscana, región de origen de la lengua, quizás fuera más cierto. La situación política, en todo caso, seguro iba contra la idea general de una Italia soberana. A mediados del siglo XIX solamente el reino de las Dos Sicilias, el más grande y próspero, el Reino de Cerdeña y los Estados Pontificios eran autárquicos. Las otras cuatro zonas, el Reino Lombardo-Veneto, los ducados de Parma y Módena y el Gran Ducado de Toscana, se encontraban dominados directa o indirectamente por Austria. Al mismo tiempo, el Vaticano imponía para las misas un latín, una fe y un organon que unificaban mucho y mejor que cualquier administración, al mismo tiempo que dialogaba con una potente literatura antigua, con autores como Virgilio para el estudio del latín áureo, y un amplio y rico catálogo de poetas, dramaturgos, narradores y retóricos.

Mientras tanto, la lengua italiana no evolucionaba ni se movía gracias en buena parte al talento de Dante Alighieri. La Comedia se presentó siempre, con razón, como el artefacto unificador paradigmático. No hay, ni en Europa ni en el mundo, un poema que haya ejercido una fuerza política tan eficiente y filosa como la Comedia. Sin embargo, su origen también aparece descentrado. El 1 de noviembre de 1301, Carlos de Valois entraba en Florencia a sangre y fuego con los güelfos negros. Casi enseguida, el 9 de noviembre de 1301, Cante dei Gabrielli da Gubbio fue nombrado alcalde de la ciudad y Dante, caído en desgracia, condenado a un exilio perpetuo, que lo llevo a peregrinar por Verona, Liguria, Lucca y Ravena, algunos dicen París, otros incluso Oxford. Así, el poeta italiano más importante de todos los tiempos vivió, escribió y murió lejos de su patria y, en parte, de su lengua.

Dante

El “español” no existe como lengua. “Español” no es un idioma sino la traducción de “spanish” o, como mucho, el derivado de un gentilicio. En Argentina, supongo, tenemos derecho a caer en el equívoco. Pero siempre sabiendo que España tiene cuatro lenguas reconocidas: el castellano, el catalán, el gallego y el euskera. Y agregando aparte que, afinando el oído, es posible escuchar algo más, algo que se oculta en ese “castellano.” Si fuéramos exigentes y forzáramos la evolución de la palabra, ¿en Castilla no se debería hablar “castillano”?

Mientras vivía en Francia, Juan José Saer inventó un Borges francófono. No le quedó mal. Pero se trata de un Borges limitado y en él vive una Francia limitada. Imaginar un Borges filo-italiano también es posible. Y el rompecabezas podría llegar a ser no tan monstruoso. Pero resulta poco tentador. En mi caso, prefiero, por el contrario, marcar las diferencias, las tensiones. Conciliar, si hiciera falta, porque es posible hacerlo, pero no dejar de lado esa estimulante desconfianza inicial. Para el primer Borges, el Borges criollo, el gringo, el extranjero, era el italiano. Hacia 1919, según contaría más tarde, probó en la casa de un amigo donde se quedó a comer, unos “unos pastelitos de masa, con un relleno muy raro, bañados con salsa de tomate y queso rallado.” Más tarde, en Funes, el memorioso escribió: “Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora.” Hoy el siglo XXI argentino, construido en base a la inmigración, ¿podríamos olvidar los ravioles y esa entonación oral?

Se sabe: La reivindicación de una lengua es tarea política. A nosotros los que hablamos un italiano imperfecto, ultramarino, en una ciudad mercantil y portuaria, cuya existencia parece más empática con la Antártida antes que con cualquier lugar civilizado, y cuya lengua mundana es un español mestizo, de música dantesca, nos corresponde hacer visible esa relación. Los italianos eligieron su lengua. Tenían otras opciones. De la misma manera nosotros podemos elegir hablar un español italianizante en Argentina o un italiano españolizado en Italia. Con resignación, o con genuino entusiasmo, tenemos la garantía final de que el sainete, la pasta y la mirada tragicómica del mundo aparecerán contenidas en cualquiera de las dos opciones.///PACO