¿Existe la literatura antártica? Esta pregunta, ingenua, tiene una sola respuesta. Sí, existe. Y esa afirmación ya alcanzaría para sorprender tanto a incautos y legos como a historiadores de las letras. Sin embargo, citando el comienzo de La risa en la oscuridad de Vladimir Nabokov, “a todos en el mundo nos gustan los pormenores.” Digamos entonces que la literatura antártica se desarrolló al punto de ofrecer, al menos en la Argentina y en el castellano del Río de la plata, un campo de estudios completo que implican géneros como poesía, novela, crónicas, diarios, memorias y su correspondiente crítica. En ese pliegue del lector esmerado que escribe sus lecturas, no otra cosa es un crítico, encontramos La literatura antártica Argentina de Jose Luis Barcia publicado en el 2013, libro que, cito su descripción, “descubre y reúne las primeras voces que se ocupan, desde la creación literaria, de nuestra Antártida. Los textos –que el autor estudia y transcribe en fragmentos– son los pioneros en incursionar en el Continente Blanco desde la poesía, la narrativa y el teatro.”
La especulación, sin embargo, empieza muchos antes, desde nombramiento, desde la nominación misma. Como sabemos, los polos mantienen una relación de solidaridad y antítesis. “Antártida” es entidad segunda que surge a partir de una reacción. Su etimología nos lleva a “lo opuesto del Ártico”, o sea, lo “antártico.” Eso ya nos señala una dependencia y una posición conceptual en el mundo. Pero elijo ahora otro momento para empezar, un momento fechable y moderno en muchos sentidos. En 1711 comienza a funcionar The South Sea Company, una empresa comercial creada por Robert Harley, el Ministro de Hacienda británico. La empresa, aunque de capitales privados, surge como parte de un plan para financiar al gobierno inglés. Los titulares de la deuda pública debían cambiarse por acciones de la nueva empresa, mientras el gobierno concedía a la compañía una renta perpetua de medio millón de libras esterlinas anuales a distribuir como dividendos entre los accionistas. The South Sea Company también recibía derechos exclusivos de comercio con América del Sur y América Central, de ahí su nombre. Eso fue 1711. Nueve años después, en 1720, se produce la “Burbuja de los mares del sur”, nombre que recibe la “burbuja especulativa” que condujo a Gran Bretaña a su primer crack económico importante. A grandes rasgos: la empresa generó un vértigo especulativo, emitió letras y luego no pudo responder. Ya es un lugar común citar el equívoco por el cual un adelantado europeo ve una sirena en el mamífero marino del nuevo mundo. Esta mirada distorsionada, ligada a la fantasías y a los nuevos fantasmas, implica otras desviaciones y otras imágenes, más modernas, menos erosionadas por el tiempo. ¿Hay puntos de contacto? Los hay, pero también hay desencuentros. De hecho, cualquier escolar sabe hoy diferenciar un lobo marino de una mujer con cola de pescado pero todavía no logramos evitar los desastres financieros.
La letra, el cheque, la firma, el sistema escrito de garantías financieras, aparecen aquí ligado a la idea de ficción, de construcción, de relato. Alguien le dice a alguien que hay que invertir en los mares del sur y la inversión se realiza. Si acordamos en que “lo imaginario es lo que está entre el espejo y la lámpara”, podemos decir que, además, la ficción es lo que puede buscarse entre la confianza y el desfalco. Hoy los mares del sur, en especial el Mar Atlántico que rodea la península antártica, son habitados por otras ficciones, no menos interesadas, lucrativas y complejas. Para nombrar algunas: la ficción de la igualdad de los hombres y de su hermandad, la ficción de la colaboración científica desinteresada, la ficción de la no beligerancia. En las fronteras, se sabe, abundan los espejismos.
Un continente especulado, entonces, imaginado, ficcionalizado, antes de ser descubierto. Pensado, incluso cartografiado, mucho antes de ser visto o visitado. Nuestra imaginación acepta y reproduce muy rápido, ligado a la Antártida, un campo semiótico del vacío, el blanco, el hielo y el frío. Sobre y contra esos prejuicios se escribe una obra insular o continental. Pero, ¿cómo es esa obra? Arriesgo esta hipótesis: en la Antártida la voluntad de realismo produce fantástico. ¿Dónde lo leo? En Dos años entre los hielos (1901-1903), José María Sobral escribe sobre la pérdida de perspectiva:
“(…) allí como todo es blanco y lo único que forma contraste somos nosotros mismos, no hay sombras ni relieves. A causa de esto es que uno tenga la más errónea idea al querer apreciar el tamaño de un objeto a corta distancia; un cajón, por ejemplo, situado a 10 o 20 metros a veces aparece como siendo del tamaño de una casa y otras, como el de una caja de fósforos. La dirección, en esos casos, la indicábamos con el compás, nuestros músculos sufrían entonces muchísimo a causa de los surcos de nieve, pues en muchas ocasiones donde creíamos ver una altura y levantábamos el pie para subirla había un pozo en el que introducíamos toda la pierna y viceversa, veíamos un pozo, y era una altura en la que tropezábamos.” (Pag. 181)
La perspectiva es un invento o un descubrimiento renacentista. Podríamos fijar la codificación de la perspectiva a mediados del siglo XV, bajo la influencia de la obra de Piero della Francesca, que superando la intuición y los medios técnicos, la transformó en teoría matemática. Su pérdida nos retrotrae a una época mítica, premoderna, de las artes y las ciencias. Por eso digo que los libros de Sobral, el diario del estafeta Hugo Acuña, Cuatro años en las Orcadas del sur de José Manuel Moneta, el diario de expedición del Capitán Jorge Mottet y las novelas de Mario Luis Olezza, deberían ser leídos dentro de la literatura experimental argentina. Experimentales, pero ¿por qué? Primero, por proceder de la experiencia directa, sí, también, por tensionar los géneros, porque sus autores no son hombres de letras sino militares o funcionarios, porque estas escrituras abren nuevos universos sensoriales. Luego, este corpus se presenta así mucho más sutil, aterrador, desprolijo, vital y fascinante que las especulaciones que HP Lovecraft o Jules Verne escribieron sobre la Antártida. Edgard Allan Poe con sus Aventuras de Arthur Gordon Pym inventa, entiendo, y se queda corto en su invención.
El periodista y novelista Juan José de Soiza Reilly, que sí era un hombre de letras, viajó a las Orcadas en 1933. En sus artículos para Caras y Caretas publicados en la edición del 29 de abril de ese mismo año, Soiza describe el viaje de esa comisión científica, pero como observador participante su escritura comienza a incluir otro plano en la literatura antártica. Los títulos que usa ya nos señalan otra mirada: “La tragedia de la soledad”, “Psicología de los pingüinos”, y “El alma de Ramsay”, un verdadero cuento de fantasmas. Desde la crónica periodística, Soiza salta más allá de la objetividad de lo que se ve, instalando una conexión entre el paisaje interior de los hombres y el teatro antártico. Dice Soiza de los hombres que viven en las Orcadas: “Se aburren de oírse y no pueden permanecer callados. Hablan y como nadie los escucha se entregan al monólogo. O recurren al sistema de Sócrates: el mismo que pregunta se responde. Si pudieran vivir sin hablar serían más felices.” Y más adelante: “El silencio blanco de las nieves es mil veces más pavoroso que el silencio nocturno.” No hacen falta los monstruos de Lovecraft para crear el terror antártico. Alcanza con un accidente, con el cielo blanco sin sonidos, alcanza con intentar imaginar qué piensan y fatasean los hombres.
¿Por qué son tan magnéticas esas escrituras? ¿Se trata de que viajaron y lo vieron con sus ojos? Entiendo que estos autores articulan la vieja y capilar dicotomía de las armas y las letras, tematizada en el capítulo VIII del Quijote. El que combate no tienen tiempo para cantar, el que estudia, se instruye y canta, no combate. ¿Cuál es el mejor de estos oficios? ¿Cuál el más necesario? La respuesta nos incumbe. Entre la experiencia última que es la guerra y el escritorio donde se lee y se escribe no hay un espacio infranqueable sino una membrana porosa, que incluso convida al intercambio. Cervantes que había sido soldado lo sabía. Otra vez la Antártida nos devuelve en el tiempo. Los límites entre el libro y la vida tematizados con énfasis por la teoría literaria del siglo XX, todos esos avances en los modos y las operaciones de lectura, desde el giro lingüístico hasta la filosofía de la historia, se reblandecen en relación a la Antártida.
Al lector antártico y al crítico del Atlántico Sur les espera un largo camino que está muy lejos de ser un desierto. La Antártida, sus libros y sus autores, nos ofrecen la posibilidad de revisar los viejos conceptos fundadores de la nación argentina que muchas veces pueden hacerse extensivos a otras naciones latinoamericanas. La tierra deshabitada como maldición, como herencia muerta, y no como riqueza, como potencialidad, como futuro; la literatura de frontera en relación al indio, al otro; la naturaleza salvaje como enemiga: la copiosa bibliografía sobre estos temas muta en otra cosa cuando la leemos ligada a este continente. En relación a la Antártida, entonces, debemos pensar el vacío, que nunca es completo, antes como invitación experimental que como destino entrópico. Con este paisaje tan preciso de fondo, el lector crítico deberá revisar y pulir sus herramientas, y cuidarlas del congelamiento, manteniéndolas aceitadas, dialécticas y eficientes. Como dije, ahí hay un desafío.////PACO