I

Hay un capítulo de Seinfeld en el que Jerry le propone un ménage à trois a una mujer para que se ofenda y entonces se la pueda sacar de encima —pero ella le dice que sí y también invita a su compañera de departamento al trío— y entonces Jerry cree que a partir de ese momento su vida va a hundirse en la promiscuidad de las orgías y va a tener que dejarse un bigote y “usar lociones”. Creo que es en ese capítulo —alguien va a disfrutar corregirme— donde Seinfeld usa la expresión “damaged goods”. Un término para las segundas categorías de lo posible que el mercado textil local llama “segunda selección” pero que en inglés también identifica a quienes ya no son lo que eran porque algo los arruinó de una manera dolosa e irreparable. (En la línea de ensamblaje del vocabulario para amores que no se atreven a decir su nombre, existe otra expresión interesante: child molester). En el centro del universo de las segundas categorías y los damaged goods, donde nombres como Jennifer Nicole Lee y Kim Kardashian son asteroides y lunas monumentales, respira Elisabetta Canalis, una dama italiana (1978) con entrada de Wikipedia en inglés y en italiano y cuyo mérito en el registro global de la memoria humana —de segunda categoría— consiste en haber sido la showgirl particular de George Clooney durante dos años. Los lejanos 2009 y 2011, cuando Clooney era un soltero profundamente convencido de la farsa de su propia italianidad, algo que es extraño y que en realidad no se sostiene por fuera de sus publicidades de Nespresso.

Es una pena que la virtud no sea lo mismo que la idea de virtud. Eso obliga a pensar también, con extremo cuidado, la idea de que la posición de las mujeres es una prueba a través de la cual la civilización de un país o una era histórica puede ser juzgada.

¿Qué es una showgirl? Una bailarina o performer que improvisa una excusa con aspiraciones estéticas para mostrar los atributos de su cuerpo. En pocas palabras, la belleza arreglándoselas para esconder que es nada más que belleza. Si ese cuerpo es consistente con sus promesas, lo que rodea al escenario no tarda en transformarse en lugares parecidos al Mouline Rouge, el Folies Bergère o el Tropicana Club. Para promesas incumplidas, en cambio, en Buenos Aires se puede caminar cualquier noche en Recoleta por Ayacucho desde la avenida Alvear hasta Guido. No es un territorio de desastres, solamente es un territorio de decepción. En esos locales, por supuesto, no hay nada parecido a Elisabetta Canalis. Pero las chicas que sí están nunca dejan de estar bien protegidas y se van del trabajo cada madrugada en taxi. No quiero deprimir a nadie ni aguar kioskos de moda, pero aunque es realmente probable que George Clooney jamás llegue a rescatarlas de la miseria rutinaria del trabajo, tampoco diría que viven en el estado de víctimas aplastadas, esclavizadas y miserables en el que las imaginan con un placer ambiguo y sensualista los espíritus llenos de la filantropía de moda. Es una pena que la virtud no sea lo mismo que la idea de virtud, en especial cuando la única solución que proponen algunos discursos pseudofeministas fúngicos —en la oscuridad de la ignorancia y el abono orgánico del morbo— pendula entre una demanda patológica de miedo y culpabilidad a la sociedad y una infantilización contante y sonante ante el Estado. Eso obliga a pensar también, con extremo cuidado, la idea de que la posición de las mujeres es una prueba a través de la cual la civilización de un país o una era histórica puede ser juzgada.

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II
La vida y el desarrollo profesional de Elisabetta Canalis es la vida y el desarrollo de su cuerpo. Curvas ascendentes, valles de prosperidad, huecos enigmáticos y todo eso, pero —la conjunción adversativa de la inteligencia— cerca de las manos y los ojos correctos. A los 21 años, cuando estudiaba lenguas en Milán, Elisabetta dejó todo por Silvio Berlusconi, el media propietor, mogul o tycoon de los medios que acababa de terminar su primer mandato como Primer Ministro y se preparaba para el segundo, por el momento, contratando bailarinas para uno de su canales de televisión. Hasta qué punto la joven hija de un radiólogo y una maestra podía conocer la reputación de Il Cavaliere fue un asunto judicial. Cuando en 2011 juzgaron a Silvio Berlusconi por la participación de “prostitutas menores de edad” en sus fiestas en la villa de Arcore, Elisabetta viajó desde la casa de Clooney en Como hasta los tribunales romanos como parte de los setenta y ocho testigos a su favor (entre los que estaba el propio Clooney). Para comodidad de Elisabetta, que no quería salpicar con su pasado cortesano al buen George, la estrella de aquella historia fue Karima El Mahroug, conocida como La Sanadora o la Robacuori. Esa es otra historia, la de un delicadísimo bocatto di cardenale con rastros de las más calientes arenas de Marruecos en sus venas. Pero acababa de cumplir dieciocho el año anterior al juicio y esa desprolijidad podía costarle la libertad al Primer Ministro. La iniciación de Karima El Mahroug en la vida erótica había sido dura: dos hermanos de su papá la habían violado en Marruecos cuando tenía nueve años, convirtiéndola en una de esas hermanas extrañas con el poder de pronunciar una frase y hacer que desaparezca una familia. Después del trauma y su carga, Karima El Mahroug abandonó el islamismo e intentó ser católica y fue ladrona y unos años después, cuando tenía dieciséis, apareció en una de las fiestas de Berlusconi en Italia. El propio dentista de Il Cavaliere se la presentó (“era un hombre solitario que pagaba para estar en compañía de mujeres jóvenes”, había dicho Karima antes del juicio, ya casada con el dueño de un nightclub y madre de un hijo, y también dijo, con algún eco ofensivo, que Berlusconi había sido “el primer hombre en toda su vida que no había querido llevarla a la cama”).

Dos hermanos de su papá la habían violado en Marruecos cuando tenía nueve años, convirtiéndola en una de esas hermanas extrañas con el poder de pronunciar una frase y hacer que desaparezca una familia.

Por su parte, Elisabetta bailó en televisión entre 1999 y 2002. De a poco  empezó a actuar gracias a ese talento para el arte dramático que no requiere práctica, estudio ni entrenamiento y que comparten todas las Elisabetta Canalis del mundo. Adaptaciones de series canadienses, participaciones fugaces en una de las películas megaestúpidas de Rob Schneider y, al fin, el sostenimiento de un micrófono y un primer plano propios en MTV Italia. Como todo contenido bien producido y expectante, Elisabetta solamente necesitaba una intersección eficiente con una audiencia. Pero antes lo interceptó a George Clooney. Dieciocho meses de romance con una de las estrellas más importantes de Hollywood la pusieron por primera vez en la categoría premium, algo que Elisabetta había merodeado desde el cabotaje mediterráneo con otros romances con futbolistas como Christian Vieri —cuando ella presentaba campeonatos amistosos entre equipos italianos— o directores de cine intrascendentes como Gabriele Muccino —“algo breve luego de su divorcio”— o más futbolistas de la liga italiana como Reginaldo.

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III
La lucha de la belleza contra la corrupción de la carne es intensa y cuando los márgenes del tiempo se acortan también puede volverse desesperada. Después de Clooney, después de haber logrado el salto idiomático y cultural del italiano al inglés, y después de haber logrado el salto de los harenes televisados de Berlusconi a los feedlots premium de reality shows como Dancing with the Stars, Elisabetta fue instalándose en el universo de las segundas categorías. En un intento penoso, rascó el fondo de la olla de la publicidad y tuvo una relación amorosa con Steve-O, uno de los oligofrénicos profesionales del montón en Jackass. Duraron tres meses. Este año, Elisabetta anunció que estaba embarazada de un tal Brian Perri, un médico ignoto e italiano, pero lo perdió. El relato del cuerpo y su trágica improductividad tampoco rindió más allá de una o dos entrevistas de sentido dolor. Después, la monotonía del pasado, otra vez, moviéndose por el mundo con un egoísmo obtuso como en un vagón lleno de monos. Imaginen que en el universo de las segundas categorías y los damaged goods, las preguntas que más se repiten mientras Elisabetta Canalis acomoda su cabeza contra la almohada y revisa en silencio los mensajes privados de Facebook en su celular seguramente son del estilo: “¿Lo hice mejor que George?”, “¿Pero simulaste orgasmos con él?” “¿La tengo más grande que…?”, “No es que me interese saberlo pero, ¿de qué tamaño…?”

“¿Lo hice mejor que George?”, “¿Pero simulaste orgasmos con él?” “¿La tengo más grande que…?”, “No es que me interese saberlo pero, ¿de qué tamaño…?”

Tres veces en la tapa de Vanity Fair (cuarto lugar entre las mujeres más hermosas de Italia en 2010 y séptimo lugar según Maxim) ahora Elisabetta es “modelo de pasarela” en locales nocturnos de Milán. Con cursilería calculada, John Upidke escribió que el corazón es una pelota de goma que con el tiempo va perdiendo elasticidad hasta que ya no puede rebotar. Las imágenes de Elisabetta desde su ingreso definitivo al universo de las segundas categorías susurran algo parecido. No falta mucho para que los futbolistas profesionales de Italia, que cada año son más jóvenes que ella y más exigentes con sus inversiones, se la confundan con Belén Rodríguez. (Y falta todavía menos para que Elisabetta esquive malentendidos por el estilo con la resignación de las sonrisas amargas y las esperanzas en el photoshop y la oscuridad; en definitiva, no falta mucho para que la belleza pierda elasticidad y ya no rebote). Cuando la relación con Clooney terminó, hubo un comunicado: «We are not together anymore. It’s very difficult and very personal, and we hope everyone can respect our privacy». Desde ahí, cada vez que el nombre de Elisabetta Canalis aparece en Google, nueve de cada diez veces brota el nombre Clooney —que siguió su vida y salió con otras mujeres y ahora planea su casamiento con una abogada inglesa— y desde el pasado se devora el presente. Elisabetta insiste como damaged good en una especie de fama en respiración artificial. En realidad, los personajes de segunda categoría son los que siempre quieren estar donde suceden las cosas, aunque resulte que las cosas suceden en el pasado//////PACO

Elisabetta