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El Vivisector, desolado (una aproximación a Barthes)

El confesor del ciudadano René De Chateubriand, el abate Seguín, tenía al parecer buen corazón y un gato amarillo. Aún así, le impuso al escritor una penitencia severa, por lo tardía: Chateaubriand, ya entrado en años, tuvo que escribir la Vida de Rancé. La terminaría en 1844, a los setenta y seis, cuatro antes de morir.

No había tenido noticia del tal Rancé, pese a mi pasión por el de Saint Malo. Me enteré de su vida por un textito de Roland Barthes, incluido en Nuevos ensayos críticos, en el que habla, sin embargo, más del retratista que del retratado. Armand Jean Le Bouthillier de Rancé (1626-1700) fue ahijado de Richelieu, canónigo de Notre Dame, abad de cinco monasterios, doctor por la Sorbona, arzobispo de Tours, traductor de los padres de la iglesia y los teóricos de la vida monástica, paladín de la “estricta observancia” (rama ideológica del Cister que sostenía el regreso a la fidelidad a la regla de San Benito, y que controlaba en su época sesenta abadías), restaurador del monasterio de La Trappe, autor de la controvertida De la santidad y deberes de la vida monástica y ejemplo de anti-intelectual convencido y paladín de la renuncia a uno mismo.

Por una insinuación lateral de Barthes, me he permitido ver en él a un vanidoso encubierto. Si tal fabulación fuese cierta, la penitencia impuesta por Seguín hubiese recaído sobre dos cabezas: la de Chateubriand, forzado en la vejez a adecentar la vida de un prócer que no le era simpático, y la del mismo Rancé, reducida su memoria a la glosa intelectualizante de un rival al que probablemente hubiese detestado de haber coincidido en vida.

Le debo a Barthes varios placeres. El primero, el descubrimiento de Michelet y de La Bruja, una de las cosas más verdaderas y bellas que se hayan escrito en idioma alguno. El segundo, la ternura de fondo que siempre me provocan los grandes hombres con muertes estúpidas: parece que ellos mismos las hubiesen puesto allí, casi imaginarias; y recuerdan a esos niños ofendidos que fantasean con su funeral y con la tristeza del mundo al contemplarlo, y que gritan, desde ese sitio: “¿Veis ahora lo que no quisisteis ver? Llorad”. Pero el mundo nada ve y a nadie llora. A Barthes lo mató el camión de la lavandería. El tercero es su estilo, convulso pero iluminador: primero, la prolija acumulación, sin necesaria gracia, de nódulos de significado cargados hasta la toldilla; luego, velocidad y progresiva sobrecarga aún mayor de tales nódulos; inesperadamente, una exasperación, un posible don de lenguas que abdica de toda explicación y deriva en lo pararreligioso. El ensayo sobre Rancé es un contemplable ejemplo de esto: en su fase de calma, tiene algo de taller industrial para la construcción de ángeles y prótesis; en su paroxismo, un aura de migraña o de revelación. En Barthes la forma importa, porque a través e ella llegamos a su locura, y esta nos conduce a un cuarto placer: el descubrimiento de su cualidad de personaje paranormal. Adelanto que esta relativa locura de la que hablo debe ser admitida, aquí, al modo tribal de la contracultura (o al de Philip K. Dick): como extraordinaria capacidad de visión, siempre pagada con algún tipo paralelo de ceguera.

Las tres edades de la pregunta

Chateaubriand, nos cuenta Barthes, se encuentra con que des-sacralizada y des-ritualizada (desvestida de la narración que la creaba como elemento útil y venerable), la vejez se torna mera enfermedad “molesta y dolorosa”, y que se trata de un mal “del tiempo”: el tedio -su síntoma, su motor- es “el lugar donde se tiene un tiempo de más, una vida de más”. Esa vida “de más” pone en el mismo plano, a biógrafo -Chateaubriand, viejo- y biografiado -Rancé, retirado del mundo-, igualando sus respectivos estados, vejez y retiro, y poniéndolos, a su vez, al nivel de la adolescencia, donde se manifiesta, también, una “vida de más” y un tedio. Los tres son esperas: de la muerte, de Dios, de la vida. Y las tres esperas tienden a las preguntas metafísicas, que Chateaubriand reconduce a una común: la vida me fue infligida – ¿Qué hago en este mundo?

Si la vejez, postula Barthes, es un terreno de pensamiento puro, y arranca cuando la vida ya ha terminado, sus leyes son en consecuencia las de la memoria. Y si la vejez es la mirada que transforma la vida en destino, es decir, un tipo de escritura, es lógico que frente a la anamnesia se erija tal escritura como dadora de sentido. Sin embargo, Chateaubriand, se nos explica, no realiza la superposición entre retiro y vejez con armonía clásica. En su lugar, se inmiscuye en la vida del biografiado y no “dobla” a Rancé, sino que “lo interrumpe, prefigurando así una literatura del fragmento”. Paradójica tesis, casi humorística: que una literatura ultramoderna arranque en el más recoleto envase kitsch: la hagiografía de un eremita del siglo XVII escrita como penitencia por un católico romántico del XIX. Lo hace, en efecto, en el momento en que el autor, contradiciendo una tradición de siglos, no sólo deja de “ser” su personaje o comienza a observar tal separación, sino que se permite actuar en consecuencia, estableciendo, en efecto, “una distancia”.

Ese rupturismo de Chateaubriand se cifraría en las “unidades misteriosas del discurso” -que habitan en la distancia entre la palabra y el capítulo- y se mostraría bajo las formas de la digresión gratuita, la combinatoria barroca, la exaltación de lo ramificado o –y aquí Barthes empieza a poetizar, sin dejar de teorizar – la injerencia inquietante de “suntuosos despojos” léxicos, que aluden a construcciones mayores, desaparecidas, y que constituyen, pues, “nostalgias” de un mundo ideal de las palabras… El último y más importante de estos elementos es el anacoluto, que Barthes aborda ya con compleja precisión poético/técnica: no en su medida de error, sino como elemento profundo estructural, éste introduce una “poética de la distancia”, hace que la lengua parezca “recordar, invocar y recibir” otra lengua y obliga a buscar el sentido, al hacer que este “se estremezca”.

El problema de la “poética de la distancia” está solucionado en la teoría de la metáfora como “poderoso elemento de disyunción”, que Barthes dibuja de inmediato: frente a la literatura como posible encuentro de afinidades, nos ofrece un planteamiento de las “afinidades no comunicables”. Para Barthes, la literatura es eso: intento que fracasa y destaca, así, la dolorosa imposibilidad de unir aquello que es similar; la dramática existencia de esas “lenguas flotantes, solidarias y separadas a la vez, como si una no fuese sino la nostalgia de la otra”. Esa tristeza última –esa distancia- es una poética en sí. Una poética romántica y encarnada en una figura retórica, coherente, entonces, con el propio gusto de Barthes y el de unos tiempos, los suyos, que definía como “burgueses, es decir, clásicos y románticos”.

La segunda idea que resalta, poderosa y coincidente, es la de la literatura entendida como “un desvío”. La función de la retórica y sus figuras, explica Barthes, es “hacer escuchar al mismo tiempo, otra cosa”. Existen dos largos de onda en la palabra escrita; uno de ellos es el significado tal y como lo entendemos, el otro es pura literatura, y por tanto indescifrable: un código dentro del código, que expone a la lectura y la crítica ante sus propias limitaciones. Chateaubriand fue, es, al parecer, un experto usuario de esa segunda longitud de onda.

Sentimentalidad y locura

No es difícil colegir que ambas ideas son la misma. Ambas hablan de flujos paralelos que no pueden comunicarse entre sí. La metáfora separa; la literatura tiene dos voces incomunicadas, una de ellas es inasible. Barthes identifica, entonces, con quirúrgica y dolorosa precisión, un problema del presente (de entonces) y del futuro (de hoy). Su mitología, como veremos, es la del eco. Y no hay eco sin hueco. Y no hay hueco sin distancia. En el centro de su cosmogonía de sintagmas, códigos y significados reducidos a su última tuerca, está la reincidencia en la idea de que existe un espacio entre las cosas, de que no somos una simbiosis, sino un conjunto de añadidos y engranajes, y de que el lenguaje es la más misteriosa y reveladora (y la más investigable) de esas formulaciones engranadas, maquinales.

Es desde ese punto desde donde podemos abordar la sombra de una sentimentalidad que flota sobre el autor, y añadirle la sospecha de una locura. Una poética de la máquina siempre se ve aquejada por un eco, una nostalgia que la constituye y que podríamos llamar el “recuerdo” de la vida no maquinal. Una poética de la máquina envidia lo fluido, su hueco esencial, el fantasma que la habita. O, siendo precisos, envidia no a lo fluido en sí, sino a aquellas formulaciones en las cuales lo que debería ser máquina aparece sin embargo como fluido; los lugares en que la máquina es lograda: la gran literatura, o el hombre, por ejemplo. Tras la prosa de Barthes se nota la perpleja frustración de ese productor industrial de ángeles del que hablábamos, que ve avanzar sus prototipos por el salón, torpes como pájaros Dodo, y no acaba de entender la falta de gracia que aqueja a sus criaturas, comparadas con las de Dios.

Y si esa posible sentimentalidad de Barthes está ligada al eco (a la nostalgia) que produce la poética de la distancia (la poética de la máquina), su posible locura (su pena) no está lejos: la de Barthes es la locura del vivisector original, es decir, la del niño que destripa a un animal para saber cómo funciona y después se encuentra, desconsolado, que al volver a montarlo el animal no vuelve a vivir. Es la sombra de la primera desolación, el eco del encuentro primero con la vastedad oceánica de las cosas irrevocables. Pero es, además, el drama de encontrar esa nada en la propia vocación; la comprensión de que la tarea a que se está condenado conducirá siempre al mismo no lugar. Y él se niega a aceptar esa evidencia. La de Barthes nace, pues, como la locura del niño vivisector, desolado, que QUIERE que la vida vuelva a aparecer y qué le grita al sintagma: “estás vivo, perro, ¡levántate!”.

Decíamos que una teoría del eco (del alma) es siempre una teoría del hueco. El uno no existe sin el otro, y ambos acaban dando fe de una distancia, inevitable. Y que todo en Barthes orbita sobre la distancia. Sobre ello habla en el excelente y místico prólogo al celebrado y tedioso El grado cero de la escritura: la forma literaria es una tercera dimensión, un código puro abstraído del flujo histórico que se presenta ante el escritor como monstruo a domesticar, pero que al tiempo se impone como divinidad en una de cuyas posibles manifestaciones prefijadas ha de habitar nuestra moral. En efecto, el escritor se ve forzado a elegir “un modo”, a escoger entre las formas de la forma. Esa elección equivaldrá a asumir una moral, porque la forma (entendida según lo dispuesto allí) es, al menos en el momento de su elección, una moral, lo sea o no en sí: la variante de la forma es cargada con una moral por el gesto electivo, aunque sea, acaso, sólo en lo que dura tal gesto.

Aparentemente, hubiese bastado con decir: “El modo en que cuentas una historia indica una manera de entender el mundo y, por tanto, una moral”. Pero ahí Barthes y nosotros estaríamos jugando a dos juegos distintos. Nosotros estaríamos simplemente usando código (el modo) para transmitir una idea, mientras que lo que él trata de hacer es destripar tal código para acceder a su sentido profundo, místico. El llano uso del código lleva a un sentido claro, simple, pero su descifrado, paradójicamente, lleva a la parálisis contemplativa, extática, del devoto frente a la manifestación de la divinidad. Y eso es lo que desea Barthes, a costa de tener que llegar a ello través e explicaciones. Es un falso mecánico o médico, que al desmontar el motor y mostrarnos detalladamente todos sus engranajes, o al realizar una cirujía intrincada frente a sus alumnos, no ejecuta más que secundariamente una didáctica, porque a lo que aspira es a una iluminación ritual.

A mí, hombre común, me basta con que el exoesqueleto del lenguaje funcione y me lleve de aquí para allá como un vehículo. Barthes, por contra, sabe que hay un dios en ese exoesqueleto; lo oye murmurar, allá al fondo de la médula, en el hueco infinitesimal, y construye y deconstruye en su busca. Los operarios se sonríen, pero él se excita a medida que la ausencia crece frente a él como eco y como Dios; a medida que la distancia se constituye como esencia de ese mismo Dios, summa poética. Yo me pregunto, simplón, ¿si lo útil es codificar, para qué descodificar? ¿Por qué no vivir, inocentes, en la inexistente pero factible armonía de lo orgánico?

Simple: eso que denominábamos “iluminación ritual” no es sino el atisbo de una resurrección posible. Podríamos establecer, pues, que en el primer grado de la locura de Barthes está el niño que se topa con la muerte y no la tolera; en el segundo, más grave, el empeño del adulto en la posibilidad de la resurrección.

En la forma del hueco

Pero volvamos al estilo del ensayo del que partimos, a esa escalada nerviosa que termina por explotar en la final sobrecarga de la frase, visionaria de puro atareada. Volvamos a esa abrupta técnica que parece, al tiempo, andamiaje y esencia de Barthes. El capítulo sobre Chateaubriand y Rancé es una alocución pausada en inicio que se va enrareciendo, progresivamente, hasta que todo toma el cariz de una colisión, acaso deseada. A medida que los nódulos de significado se van saturando, a medida que todo se condensa y se vuelve más intuitivo, la prosa se va significando más violentamente, también, hacia un paroxismo. Y Barthes empieza a encenderse en frases ignotas que ya no considera que haya que explicar. Es ese momento revelador, religioso, en el que el autor didáctico declina de pronto su responsabilidad y estalla: “(Chateaubriand)”, parece gritar, “inaugura una nueva lógica totalmente moderna, cuyo operador es la externa y única velocidad del verbo, sin la cual el sueño no hubiese podido ocupar nuestra literatura”. La creación del sueño (su posibilidad). La velocidad del verbo…

Lo esencialmente revelado, en todo caso, si seguimos esos momentos de arrebato hasta su culmen, es que hay vida, vida verdadera, donde otros apenas atisban utensilios en forma de idea: “(la metáfora), extendida a las grandes unidades del discurso, participa de la vida misma del sintagma”, leo. “La vida misma del sintagma”, apunten. A mi me gusta creer sinceramente en un Barthes que cuando dice tal cosa no piensa que esté usando una metáfora, sino que se sabe descubriendo vida verdadera, más allá o más acá de lo biológico: triunfando en un ritual de resurrección. La crisis estilística de Barthes tiene las características de un sofocado ataque de histerismo, pero también de una invocación pararreligiosa. Es el momento terrible de iluminación del vivisector, que ha comprendido (demostrado) que la “vivencia” del sintagma es real, no metafórica. Es el momento en que se convierte en resurrector, en que triunfa de la muerte, en el que el crimen original es subsanado, en el que, en su oficina parisina, es, secretamente, Dios.

“La máxima”, escribe en otro estudio contiguo y brillante sobre La Rochefoucauld, “es un objeto duro, luciente –y frágil- como el caparazón de un insecto; también como el insecto posee la punta, ese enganche de agudezas que la terminan, la coronan – la cierran armándola (…) el esqueleto –y los huesos son cosas duras- es más que visible”. Esa especie de molusco insectoide hecho de hueso léxico tendría que haber hecho las delicias de Cronemberg -que filmó La mosca convencido de documentar una transformación fascinante- y de todos los demás adalides de la entonces “nueva carne” (Burroughs, Ballard, Lynch). Sin embargo, mientras estos nos han instado siempre a encontrar una estética del interior (los intestinos, el motor), Barthes viajó, más bien, al interior de la estética. Y es cierto que, por momentos, sus visiones tienen una belleza pavorosa. Después teorizó cómo esa estética (esa forma) no es otra cosa que, a través de la elección, un fondo, una ética. Nos obligó a mirar muy de cerca y con atención maníaca, y así terminamos por comprobar que el mundo está al revés. Su microscopio es subversivo y nos presenta, encantado, un panteón de nuevos, viejos microdioses, futuristas y terribles. De sentidos que “se estremecen”.

Lo incognoscible

Ese progreso -de la beatitud profesional a la duda en germen, y de esta, en escalada, hasta el colapso multiforme que se produce al encontrarse de cara con lo inmensurable (“lo incognoscible”, si se quiere, o “lo innombrable”, porque el Bicho tiene muchos nombres, todos inexactos)- es la locura más clásica de la literatura. Una versión moderna y memorable es El Quijote. En el ámbito de lo manejable, Poe y Lovecraft, la cultivaron hasta convertirla en una manía que ha trascendido hasta hoy. Ambos hubiesen estado encantados de inventar un personaje tan logrado como Barthes. Su historia de huérfano temprano bajo la sombra de una madre eterna; su borrosa estampa de tuberculoso periódicamente recluido; su brillante monomanía rayana en la locura -su sufrimiento, su ejercicio del misterio por la digresión, su adoración del lenguaje- todo ello les hubiese sentado a ambos –y al romanticismo exasperado o terminal- como un guante.

Lovecraft –que enmudece mucho antes de llegar al verdadero misterio porque su problema es técnico, no metafísico- lo hubiese contemplado sin duda en la torpe investigación, en la huida. A la hora del fatal encuentro con lo numinoso hubiese aludido, como siempre, a “cosas que es mejor no contar” y otros subterfugios. Su Barthes imaginado hubiese muerto o viviría recluido en algún sanatorio de Arkham, acosado por algo “fungoso”, “leproso” e “innombrable” que Lovecraft se pasaría de una mano a otra, perplejo.

-Madre, me he encontrado con Lo Innombrable en la calle y no sabía bien qué hacer con él, así que lo he traído. Espero que no te importe que…

-Ni se te ocurra, eso no entra en casa.

-Pero madre, estoy aquí con Roland Barthes, y el insiste en que se trata de un sintagma que está vivo y en que…

-¡No quiero ver delante a ese amigote tuyo! Franceses…

El tratamiento de Poe sería casi opuesto. Él, muy al contrario que su teórico discípulo, es hiperconsciente de los resquicios narrativos, y por eso relega lo incognoscible al pasado biográfico. Pasa de estraperlo la omisión y crea un misterio más sutil y más denso, construyendo la narrativa entera sobre un hueco. Sobre algo que el lector no sabe pero tampoco sabe que debería saber. Me gusta pensar que en su caso –en la línea de El escarabajo de Oro– el francés, ya maduro, sencillamente “tendría un pasado”, pero nada se sabría de aquel y nadie repararía en que allí se encuentra el quid de todo.

En ese sentido, Lovecraft no ha vivido aún suficiente, mientras Poe ha vivido demasiado, y mucho de ello en redacciones de periódico, y quizá de ahí esa técnica sagazmente periodística, es decir, falseante: se desentiende de la información profunda, cubriéndola con hechos nimios y llamativos (veraces, por lo demás). Su prosa es a menudo un entretenimiento del efecto tras el que sólo una percepción menos roma que la habitual descubre el apunte –sarcástico, por lo bajo, casi inaudible, eco– de que no estamos atendiendo a las cosas importantes.

La única pega para todo esto es que el destino dibujó al ciudadano Barthes con una rara perfección trash que superaba las posibilidades de imaginación de sus colegas (que por otro lado ya habían muerto por entonces). De los tres es quizá el francés quien más firmemente parece creer en su alucinación. Y por tanto quien más lejos está de un narrador tradicional, ya que más que contar encarna. Y por tanto quien más cerca está de ser un personaje.

Si Barthes me interesa como teórico, y me intriga como perturbado teólogo amateur (¿qué teólogo no es amateur?), es sin embargo cuando se condensa como un personaje potencial, como ficción utilizable, que me resulta fascinante, especie de explosiva mixtura de las neuras que arrastra el siglo XX y las posibilidades que apunta el XXI. Se me hace raro que nadie lo haya pixelado aún para que inaugure el ala metafísica del videojuego (intuida de modo reiterado, nunca lograda plenamente, todavía).

Hace poco encontré por casa el libro de instrucciones del juego de desarrollo de personajes La llamada de Cthulhu. Cual vulgar Necronomicón llevaba comiendo polvo en una estantería ignota el último cuarto de siglo. Ahora, me propongo restaurar las partidas de rol en esta heredad del siglo XIII donde he ido a parar y desde la que escribo. El culpable de ello no es Lovecraft, exactamente, ni tampoco el fantasmal medioambiente cotidiano, sino esa lovecraftiana perfección de Barthes: su oscura discreción, su escritura sigilosa agitada por premoniciones, sus dioses inasibles y pavorosos. Además, es sabido que Barthes teorizó la muerte del autor, su sacrificio para la existencia del lector: en ninguna disciplina ese sacrificio es tan explícito y real como en el juego de rol. En ninguna el guía es tan invisible y, al tiempo, tan presente en el otro. Tan segunda voz. Tan barthesianamente “eco”, distancia.

La aventura, que podríamos titular “El vivisector”, se jugará en dos dimensiones temporales. En la primera (ligeramente más Poe: pasado incognoscible, austeridad de estilo, criptogramas, chanza melancólica) nuestro guía es, claro, Roland Barthes, misterioso profesor de la universidad de Miskatonik obsesionado con el lenguaje. En la otra, anterior, y en la que sólo lograremos aventurarnos a través de los sueños del citado profesor, acecha un mundo de descubrimientos aterradores y, naturalmente, incomprensibles. La breve introducción para los participantes/creadores de la historia, y que he escrito, humorísticamente, un poco al uso de Jorge de Burgos, comenzaría así:

“Ayer sospeché –la sospecha es lo más cerca que uno llega de la revelación- que Roland Barthes no era sino un personaje de Lovecraft. Uno que Lovecraft imaginó o uno al que conoció, quizá, modesto funcionario de una ciudad presuntamente antigua donde especularmente se multiplican picachos, iglesias y buhardillas. Profesor de facultad, de salud endeble, que los sábados se junta a fumar en pipa con sus escasos amigos solteros y que emplea el resto de su tiempo en fatigar bibliotecas malvendidas y arcanas, pronto empieza a ser perseguido en turbios sueños por “mínimas unidades de lenguaje” que, como pernos y bisagras de un orden desbaratado, se juntan para crear tambaleantes formas innombrables. Será azuzado por esas formas hacia el centro de un laberinto en el centro de tal sueño donde –el lo prefigura- reside el inasible horror vacío del sintagma viviente, señor de las distancias. Luego consideré que el trazo de su vida, incluido el de su poco explicada muerte, atropellado por un camión de lavandería –y que no puede ser sino un velo, un eco de otra cosa-, estaba demasiado logrado para ser obra del genio de Providence, así que sospeché –de nuevo- que la escritura de esa vida debía pertenecer a un discípulo, acaso Borges”////PACO

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