El próximo martes 2 de febrero la novela Ulises de James Joyce cumple cien años. Se publicó por primera vez en 1922, al comienzo de una década donde las modas y los modales se invirtieron y cuestionaron. No había pasado mucho tiempo de la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles. Lo que conocemos como vanguardias históricas y alto modernismo se empezaba a ver en las artes. Según Hobsbawm, empezaba el siglo XX. La publicación del Ulises es una historia llena de marchas y contramarchas y posiblemente se la vuelva a contar en algún suplemento cultural. En ese entramado, fue clave la librera y editora Sylvia Beach de Shakespeare and Co. Sin su ayuda y militancia la novela habría tenido una edición aún más tortuosa. Así que volveremos a leer las poco agraciadas notas sobre “lo revolucionario” del Ulises, su “radical experimentación lingüística”, su “renovación del género” y largo etcétera. Es muy posible que Sylvia aparezca ahí como protagonista de esa épica letrada. Por eso también quizás la vida de Joyce se narre otra vez para artículos y ensayos, abusando de lugares comunes comprensibles: lo irlandés, el exilio, su relación con Nora, Italia. ¿Traerá la centuria alguna novedad? Puede que sí. Lo seguro es que vamos a seguir leyendo lo que venimos leyendo desde hace años, más o menos remixado. Algún narrador local fungirá de especialista y se citarán, una vez más, las idas y vueltas de traducción y traductores, también ellas batallas letradas que van de la picaresca a la nobleza secreta. A cien años de su aparición, no arriesgo nada si señalo que tanto el Ulises como Joyce se convirtieron en símbolos y así son tratados por el periodismo especializado. Ahora bien, ¿símbolos de qué?
La vida de Joyce, hoy un autor reverenciado, fue una vida de exclusión y marginalidad. No hay ironía en el caso. O al menos, no debería haber sorpresa. La lista de los escritores que forman parte central de nuestro canon presenta muchos de estos casos, más o menos mitificados por anécdotas y biógrafos. De lo que no creo que se hable este cumpleaños es de cómo el Ulises detonó las diferentes formas de prohibición y censura de su época, que en la actualidad, con otras variantes, siguen existiendo.
A Harriet Shaw Weaver, editora de The Egoist Press, le tomó un año encontrar un tipógrafo que estuviera dispuesto a asumir el riesgo de componer las oraciones y las páginas del libro. ¿Por qué? Los tipógrafos del Ulises forman una historia aparte, otra más, y recuerdan a impresores mucho más politizados. Si la novela comienza a publicarse siempre con amagues, cortes y mutilaciones, Joyce piensa que en Estados Unidos la recepción puede ser mejor. Se equivoca. Recurre a Ezra Pound que manda los primeros tres capítulos a una revista estadounidense, The Little Review, donde son bien recibidos. La revista termina por emplear a un tipógrafo serbio en la composición de las páginas. Suponemos que había aprendido el inglés, aunque no estamos seguros. Cuando empieza a circular, el correo oficia de censor y esos números de la revista son destruidos. En Nueva York, una férrea sociedad puritana lanza un aguerrido llamado contra revista, novela y autor. En 1921, The Little Review es condenada a pagar una multa y obligada con advertencias legales a desistir de la publicación.
La New York Society for the Suppression of Vice no operaba de forma muy diferente a las agrupaciones y asociaciones contemporáneas, hoy algo deslucidas pero todavía en actividad, que señalan y cancelan artistas y allegados. Cambiaron los nombres y quizás los rótulos, pero la necesidad blanda de censurar, ese placer, esa reafirmación, sigue funcionando y los escritores que no son solo publicistas de sí mismos tienen que seguir dándole pelea. En el logo de la sociedad se describe su accionar. A la izquierda un policía armado con un palo mete preso a un reo maniatado, mientras a la derecha un joven de galera y levita —este detalle es fundamental— quema libros. Con una fuerte relación de causa y consecuencia, el fuego del ámbito privado está ahí a la misma altura que la ley impartida desde el Estado, que, al menos en ese logo, pierde el monopolio de la violencia.
Durante muchos años, el Ulises entró en Estados Unidos y en Gran Bretaña de contrabando porque los ejemplares que se enviaban para su comercialización eran detenidos en la aduana y quemados. Recordemos que en los Estados Unidos, la ley seca que prohibía la venta y distribución de bebidas alcohólicas entró en vigencia el 17 de enero de 1920. Por lo tanto, durante una larga década, recordada en Europa como los años locos, comprar el Ulises en una librería de Washington Square y acompañar su lectura con una cerveza en un bar del Village era una actividad no solo ilegal sino también imposible.
Recién en 1933, se derogó la Ley Seca y ese mismo año Random House se hizo de los derechos para publicar y distribuir la novela en Estados Unidos. Un tanteo exploratorio terminó mal. Algunos ejemplares de la edición francesa fueron importados, luego decomisados y finalmente destruidos en la aduana. Empezaba el caso conocido como United States versus One Book Called Ulysses. John M. Woolsey, juez de la Corte de Distrito del Sur de la Ciudad de Nueva York, falló a finales de ese año que el libro, al no ser pornográfico, no podía ser obsceno. Woolsey no se privó de considerarlo “emético” antes que “afrodisíaco.” En 1934, confirmada la sentencia, el Ulises pudo ser publicado.
A veces pienso que la mejor parte del Ulises está fuera del libro y son las cartas que Joyce le escribió a Nora. Sus pasajes pornográficos, con picos mucho más duros y escatológicos que los de la novela, tanto como sus eficientes momentos de ternura amorosa, me resultan una sugerente continuación de la novela por otros medios. Si Joyce no hubiese tenido que lidiar con tantos pudores y falsas conciencias, esa ligera novela epistolar podría haber formado parte del libro. Creo que Joyce es un autor que nos enseña a entender, entre muchas otras cosas, los funcionamientos de la censura, lo que hay de social y violento en la lengua, con sus equívocos, sus problemas de simbolización, y la siempre difícil relación con la metáfora, la sinécdoque y la metonimia, no como tropos académicos fijos, sino como veloces y lacerantes buscadores de límites y sentidos.
Siguiendo esa idea, agregaría que Joyce, tanto en el Finnegans Wake como en el Ulises, es uno de los precursores más conspicuos de las redes sociales. De hecho, el Ulises era leído en su época con la complicidad, la identificación, el desagrado y el vértigo con la que muchos hoy transitan Facebook o continúan su fidelización a Twitter. ¿Qué es esto? ¿Cómo se lee? ¿Por qué me repele y me indigna? ¿Por qué me hace reír y me seduce? Hay en determinado arte un hermetismo que nos convoca, hay una disonancia que a la vez nos expulsa y nos magnetiza. La modernidad cultiva en sus campos mecánicos estas situaciones de luminosa ambigüedad.
Hace poco Robert Berry y Josh Levitas y otros artistas y guionistas de Throwaway Horse comenzaron a publicar una historieta basada en la novela a la que llamaron Ulysses «seen». Cuando quisieron distribuirla por la plataforma IPad, Apple no les permitió subir algunos desnudos ingenuos al App Store. Esta vez no operaba una mujer que insistía en la buena conducta y en la necesidad de prohibir escenas de masturbación, sino un robot anti-pornografía, detrás del cual siempre hay un ingeniero parametrizando ideas del mundo y sus percepciones. Los autores de la historieta aceptaron quitar los desnudos y modificar la obra. No hay mucho escándalo para hacer. El deseo y la obscenidad aparecen, una vez más, como eso que desestructura, corrompe, incomoda, debe ser obstruido y revisado. Las plataformas le tienen miedo a la pornografía, una entidad parásita que puede crecer dentro de cualquier ambiente, empantanarlo y hacerlo colapsar. Pero no se trata de una cuestión solo comercial o de mera ecología digital. El liberalismo extremo, incluso en la vocación de una utopía imperfecta, genera sus propias formas de represión. Al final del día, el erotismo y la lengua, el cuerpo y el significante, solo pueden abrazar la estabilidad en la negación de la vida, en la tentadora interrupción de la existencia. Contra ese frío escriben los que mejor escriben en todas las épocas.///PACO