Antes de irme a dormir miro el noticiero de medianoche. Lo miro sin ganas, como un ritual de cierre del día. Son cosas que uno necesita para ponerle orden a la vida. El primer lunes de febrero del 2013, entre el cúmulo de noticias banales -el abucheo a un funcionario en un acto público, las vacaciones de otro funcionario, un choque en el centro de la ciudad-, escuché con atención las denuncias contra el jardín de infantes Tribilín de San Isidro. Al parecer los pibes, de dos a cuatro años, volvían del jardín con sed, nerviosos y asustados. Un padre ocultó un Ipod en la mochila de uno de sus hijos y logró grabar las voces de las maestras insultando y diciendo guarradas. El noticiero mostraba, como en The Wire, los diferentes displays digitales de sonido. Graves y agudos, saltos en la voz, largos silencios. ¿Qué había en el registro de esas cuatro horas y media de guardería? La parte seleccionada por el noticiero resultaba elocuente. Entre el crujido de la estática, las maestras no solo insultaban de forma grosera, sino que también amenazaban a los chicos que tenían que cuidar. Me quedó una frase larga, quebrada por las exclamaciones y contaminada con el ruido blanco de la grabación: “No vomités, ¿eh? Pendeja de mierda… No se te ocurra vomitar. ¿Vomitás…? (ruido seco, vacío) ¿Vomitó? No te puedo creer. Pero qué pendeja de mierda, ahora vas a ver…”. Luego una maestra, frente a la queja y los gritos de uno de los nenes, le aseguraba que si no se callaba le iba a mostrar los genitales como forma de castigo. Usaba la palabra “cajeta”. Después el noticiero hacía un salto y mostraba a una mujer de unos treinta años, la mirada turbia por el llanto, que hablaba de la confianza traicionada y del amor incondicional por sus hijos. Un locutor decía que el jardín había perdido su habilitación en 1999 y que la Dirección Provincial de Educación de Gestión Privada ya había mandado inspectores al lugar. (Mi hija tiene siete años y ahora va al colegio primario pero tengo muy presente la sensación de abandono e inseguridad con la que tenía que pelear cuando la dejaba en la puerta del jardín.)

El lunes que vi el informe -austero y efectista- sobre los maltratos en el jardín Tribilín llegué hasta el final del noticiero. Cuando el informe terminó, el locutor se despidió deseándonos buenas noches a todos. Después apareció en la pantalla una placa con el logo del canal y me quedé hipnotizado unos segundos antes de apagar. Recién entonces me levanté y sin pensarlo, fui hasta la computadora y busqué “Jardín Tribilín” en Google. Un link me llevó a otro y terminé leyendo sobre el incendio del jardín ABC, en Hermosillo, la capital del estado mexicano de Sonora. Según Wikipedia –la tragedia tiene entrada propia– el fuego empezó en una bodega de archivos estatales. Al parecer se inició con el sobrecalentamiento de un aire acondicionado. El calor fundió el aluminio del motor que explotó y, como había mucho papel en el depósito, el fuego se extendió rápido. De la bodega, el incendio pasó a a la guardería. Las llamas transformaron el poliestireno aislante del techo en vapor tóxico. No había detectores de humo, ni extintores ni salidas de emergencia adecuadas. Los vecinos lograron rescatar algunos niños abriendo boquetes en las paredes con camionetas y autos particulares. Los bomberos llegaron tarde. Cuarenta y nueve chicos perdieron la vida y setenta y seis resultaron heridos, todos de entre seis meses y cinco años de edad. La mayoría murió asfixiada por los gases. Esto fue el 5 de junio del 2009. Cuando el artículo empezó a demorarse con los políticos responsables y la falta de castigos concretos, perdí interés. Sin embargo, la lista de los niños muertos, todos de apellidos españoles, era demasiado magnética. Leí unos diez, ordenados alfabéticamente por el nombre de pila. Ana Acosta Jiménez, Andrés García Duarte, Andrea Nicole Figueroa, Aquiles Hernández, Ariadna Aragón… Después me dormí hacia las tres de la mañana y soñé con niños que corrían envueltos en llamas, personajes de Disney que se reían como cómicos de la década del 80 y maestras jardineras con bocas negras y ojos enormes y desfigurados.

Dos días después descubrí a Platanito. Estaba trabajando en casa y, cerca de las cuatro de la tarde, paré para hacerme un café. Como siempre, guardé los cambios y dejé el word abierto. Fui a la cocina, preparé la cafetera y la puse a calentar. Volví a la computadora y leí sobre Platanito sin darme cuenta de lo que hacía. Cuando el café empezó a hervir, ya conocía la historia completa. Vestido de blanco, con una peluca rosa, el maquillaje ceniciento y la nariz colorada, Platanito usaba un micrófono y se paseaba por un escenario. Atrás se veían algunos músicos. “¿Saben de qué murió Michael Jackson?”, preguntaba. “Pues de desesperación, porque le quemaron una guardería allá en Sonora” se respondía y después hacía un bramido bajo y gutural, para darle énfasis al chiste. Enseguida agregaba, frente a las risas, “no, no se burlen, pobres chavitos al pastor, no se burlen, no sean culeros”. (Busqué “al pastor” y verifiqué que significaba “a las brasas”.) “Ahora ya no es guardería, ahora abrieron un changarrito que se llama Kentucky Fried Children” terminaba Platanito. Los chistes eran malos y brutales, y eso los hacía peores. Los veintidós segundos que duraban las imágenes del payaso en Youtube alcanzaban para hacer confluir muchas cosas. La pedofilia de un pop-star, el habla coloquial mexicana, su hibridación cultural con los Estados Unidos, la sordidez del mundo del espectáculo, la tragedia de Sonora. Pero nada de eso me hacía gracia. Ni siquiera era humor negro porque no había humor. Previsiblemente Platanito me recordaba a Krusty, pero resultaba peor porque era Mexicano y porque, según Youtube, existía de forma orgánica.

Los links me marcaban un recorrido de notas. Copio los titulares: “Platanito pide disculpas”, “Censura obliga a Platanito a irse a los Estados unidos”, “Adal Ramones apoya a Platanito”. En “Platanito pide disculpas” se ve un video con el payaso sentado en un sillón. Con gesto serio, se saca la peluca y la nariz, dice que quiere hablar como persona y no como artista y pide perdón por haber herido las sensibilidad de los padres de las víctimas. El actor que hace de Platanito se llama Sergio Alejandro Verduzco Rubiera. (No sabía quién era Adal Ramones, pero tampoco lo busqué.) Y entonces otro link me llevó al tigre homicida de Sonora. Esta era una noticia reciente. El primer párrafo de la nota en Clarín la narraba bien: “Una función de circo en la localidad mexicana de Echoja, en el estado de Sonora, terminó de manera trágica cuando un tigre se abalanzó sobre su domador y lo mató”. ¿Quién necesitaba más? Los detalles sobraban. A nadie le importaba que el tigre se llamara Sergio, el domador, Alexander Crispin, o que el circo fuera el Gran Circo de los Hermanos Suárez. Un video elocuente y dramático acompañaba la nota. Alguien había captado el momento con la cámara de un teléfono. La definición era mala, pero la lejanía del camarógrafo y la iluminación deficiente no impedían que se percibiera el momento en que el tigre de bengala macho se salía de su rol de animal entrenado. En la clásica pista circular, atrás de unas rejas, dos animales adultos obedecían a un hombre que usaba un látigo. La situación parecía destinada a hundirse en la banalidad de la conocida rutina “meto mi cabeza adentro de las fauces de una bestia salvaje”. Pero entonces el tigre reaccionaba, saltaba, enganchaba con sus garras el pantalón del domador, lo hacía caer y con movimientos muy precisos lograba atraerlo hacia sus fauces. Pese a que dos peones entraban e intentaban alejarlo, el tigre soportaba los golpes, no se asustaba ni aflojaba su ataque. Al parecer una de las garras alcanzó el cuello de domador y cortó una arteria. El tipo murió desangrado antes de llegar al hospital. ¿Qué había decidido y provocado ese salto? “Hermosa rebelión la de este tigre” pensé con sinceridad. No era el único caso de insubordinación felina. Youtube ponía a disposición del cibernauta otro accidente similar, pero esta vez protagonizado por un sensual león ruso con una gran melena dorada. (De ahí pasé a ver disciplinados tigres saltando por aros de fuego que hacían lo que les indicaban. No era interesantes ni virtuosos, sino anodinos.)

Tigres buenos, tigres malos, niños muertos, payasos fúnebres, maestras jardineras violentas. Hermosillo, Sonora, México. Tribilín. Un tipo que se llamaba Verduzco y maquillado de blanco se transformaba en Platanito. Nombres propios, imágenes, lugares y situaciones llenas de significados dispersos, de pliegues y reflujos de sentido. La luz del monitor me pesó en los ojos. De golpe me sentí cansado pero no me levanté de la computadora ni dejé de leer. Hacia las siete de la tarde sonó el teléfono. Era un amigo. Habíamos quedado de encontrarnos y teníamos que arreglar la hora y el lugar.

– ¿Qué estabas haciendo?– me preguntó.

– Leyendo sobre un jardín de infantes mexicano que se incendió –le dije.

– ¿Se incendió un jardín de infantes en México?

– Sí, murieron como cincuenta pibes.

Escuché por un segundo su respiración en el teléfono.

– México –dijo–, qué país de mierda.

Nos vimos esa noche en Palermo. El había elegido un restaurante que tenía una buena barra. Estuvimos un rato tomando y charlando. Le conté del jardín Tribilín y del Jardín de infantes ABC en Sonora, de Platanito y del tigre asesino.

– México, qué país de mierda– volvió a decir él.

Llegué a casa cerca de la tres de la mañana. Estaba borracho. Puse la televisión. Me hubiera gustado ver una película subtitulada donde maestras jardineras aburridas y mal pagas empezaban lenta, imperceptiblemente, a maltratar a los pibes. Y ese gesto permitido una vez, y admitido como excepcional, se iba repitiendo hasta hacerse rutina. Un tarde todo explotaba y lenguas de fuego se comían las paredes y el techo se venía abajo sepultando a pupilos y docentes por igual mientras un tigre surgía de entre las llamas para cobrarse una tardía venganza, y un payaso entraba riéndose a carcajadas y luego se bajaba los pantalones y sin dejar de reírse mostraba su culo blanco y defecaba en el suelo incandescente. Pero no. Esa película no existía. Cambié de canal varias veces y a duras penas logré concentrarme un par de minutos en un grupo de esquiadores que, con escenario de montañas nevadas, se preparaban para largar una carrera. Dos voces en off hablan en alemán.

Me fui a dormir. Al otro día, cerca del mediodía, volví a prender la televisión y en un noticiero mostraron primeros planos del Jardín Tribilín de San Isidro. Las pintadas hechas en aerosol negro sobre la fachada eran brutales. Pedidos de venganza y de cárcel, amenazas, insultos de todo tipo, algunos muy parecidos a los que había logrado grabar el padre desconfiado. Había uno que me llamó especialmente la atención. Decía “enfermas mentales”. Nada más. “Enfermas mentales.” La caligrafía era desprolija como si hubiera sido hecha muy rápido y con esfuerzo por una persona que no había logrado completar su alfabetización.///PACO