Por Nicolás Mavrakis [1]
I
El rayo es un fenómeno efímero, tajante, visible antes que tangible y tan rápido que a veces no puede verse y entonces su existencia demanda un acto de fe. El rayo es un fenómeno cuya anticipación exacta, además, resulta casi imposible pero que —casi siempre, también— tiene un correlato auditivo inmediato, en general aterrador para los chicos, en el trueno: la huella terrible del rayo. El rayo es un fenómeno eléctrico que ocurre en el cielo —más allá, digamos, de la simple percepción— y que se precipita al suelo: un recorrido sinuoso pero definitivamente realizado de arriba hacia abajo. El rayo es así también un poderoso cúmulo de energía. Y el rayo es, sobre todo, un evento natural. Una energía delicada. El rayo impone su tiempo y su espacio y su lógica: a lo lejos puede recortar la oscuridad y ser un lindo espectáculo atmosférico; a una distancia más calculada puede transformarse en energía —como Benjamín Franklin y su barrilete bajo la tormenta—; y cuando no media ninguna distancia, bueno… probablemente nadie pueda relacionarse con un rayo sin establecer alguna distancia.
II
El rayo del padre es otro de los grandes patrimonios activos de la literatura Occidental. «Cumplíase la voluntad de Zeus», se lee entre los primeros versos de la Ilíada, nombre que según la traducción también se transforma en «cumplíase la voluntad de Júpiter», la versión romana de Zeus, cuya etimología es más útil —Iu-, significa luz; pater-, padre— a los fines de consignar, una vez más, que los griegos, como hicieron con casi todo, iniciaron también la pregunta por la presencia del padre y su luz y su rayo en la escritura, e incluso más allá de la escritura.
A pesar de su antigüedad, incluso especialmente por su antigüedad, el tema de la paternidad y el legado no se agota sino que más bien se complejiza. (Hablar sobre paternidad, al fin y al cabo, es hablar sobre lo que habrá de restar de vida después de la muerte: las dos pulsiones están ahí y son más antiguas que la escritura y es probable que no vayan a retirarse nunca del escenario). Las respuestas, por su lado, más estéticas o menos estéticas, más sensibles o menos sensibles, más reflexivas o menos reflexivas, a su vez, no dejan tampoco de resultar, en última instancia, paliativas. Y esto es porque el lenguaje suele encontrar ahí sus propias fronteras de representación: hay una serie de hechos y experiencias demasiado individuales, demasiado privados, demasiado irreparables. Pero cuando se trata de literatura, sin embargo, los hechos y las experiencias son apenas un punto de partida.
Tal como escribe Mauro Libertella en Mi libro enterrado, hay algo entre el peligro de «quedar petrificado como una estatua» —el trágico mutismo tanático— y un «mensaje difícil de capitalizar» —la delicada pronunciación de un deseo— que establece la complejidad de aquello que, de una manera u otra, persistirá, y el problema del lenguaje, de la escritura, para responder ante esa persistencia. ¿Qué hacer con lo que persistirá? ¿Cómo hacerlo? ¿Desde dónde hacerlo? O, más bien, ¿a qué distancia hacerlo?
III
Buena parte de la literatura más contemporánea se ocupa, de una manera u otra, del rayo del padre. ¿Podría ser la mejor si no lo hiciera? Pienso en ciertas novelas de John Maxwell Coetzee. Ciertas novelas de Martin Amis y Patrick Modiano. La obra casi entera de Cormac McCarthy. Buena parte de la literatura argentina de la última década tampoco puede pensarse sin alejarse de la relación entre paternidad, filiación y escritura. Esa vena originaria, que le dio su pulsión política a la literatura argentina, está, por mencionar dos nombres que pueden leerse de manera casi opuesta, en lo mejor de Félix Bruzzone y en lo más interesante de Patricio Pron. En uno u otro caso, la literatura tiene la capacidad de interrogar la memoria pública y política pero también la capacidad de interrogar la memoria privada e íntima. Y eso ocurre porque el gran rasgo cualitativo de la literatura, ante discursos como la historiografía o el simple periodismo, es la posibilidad de imaginar.
La literatura puede no cambiar lo fatídico de los hechos pero sin dudas sí puede ordenarlos alrededor de un sentido y una forma. «Quiso que su vida estuviera volcada en ese libro», escribe Mauro Libertella al mencionar la autobiografía que su padre publicó antes de morir, «pero creo que terminó siendo un libro sobre la anticipación de la muerte», escribe después. Evidentemente hay un libro, evidentemente ha habido una muerte, evidentemente las formas en que esos eventos se relacionan entre sí son —en el mejor sentido de la palabra— imaginarias. Estas son nociones elementales sobre la naturaleza estética y sobre la función del dispositivo literario. También resultan las más pertinentes —las que más rápidamente emergen— ante una de las cuestiones más elementales de la experiencia humana: la muerte, el vacío, la herencia. La pregunta acerca de cómo continuar.
IV
No leo Mi libro enterrado como la respuesta de un hijo ante la muerte de un padre. No creo que se trate de la clase de literatura de quien pretende tomar distancia en medio de la tormenta y estilizar la luz del rayo en medio de la oscuridad. Tampoco leo Mi libro enterrado como el socavamiento gradual de los recursos narrativos del hijo de un escritor ante la sombra aplastante de un linaje y una herencia representada por otro escritor que es también su padre. En el estilo y en la conciencia manifiesta del estilo de Mauro Libertella sin dudas se marca una diferencia —una distancia— con Héctor Libertella.
Para volver a la metáfora del comienzo: Mi libro enterrado no vaga desguarnecido bajo el cielo abierto a la espera de ser fulminado por el rayo, ni se queda paralizado ante el miedo de los truenos, los fantasmas del rayo. Lo que leo, en cambio, es una distancia como la de Benjamín Franklin. La distancia de quien se sostiene con los pies firmes sobre la tierra pero también se anima a lanzar, como el barrilete eléctrico de Franklin, su propio artefacto, su propia literatura, hacia el rayo en el cielo. De ese intercambio surge un diálogo —»¡Ya me estaba hablando el fantasma de mi padre!», escribe Mauro durante uno de los trances de Héctor—, y surge una memoria —en la que Mauro recuerda, en especial, la fundación de su vínculo compartido con la literatura— y surge un territorio delimitado de acción. «Un parque de diversiones privado», llama Mauro a las montañas de hojas hechas un bollo por su padre mientras escribía, los restos de su literatura.
A diferencia de la historia o el periodismo —vuelvo a lo mismo—, la literatura no puede cambiar lo fatídico de los hechos pero sí puede ordenarlos alrededor de un sentido y una forma. Ese carácter elementalmente lúdico, esa capacidad de construir pero también de jugar con los sentidos y las formas —de una manera que ni siquiera remita necesariamente a la lucidez— es también la ventaja de la literatura sobre el psicoanálisis. Hacia el final del libro, Mauro Libertella recuerda la escena final de Patrimonio, de Philip Roth. (Entre paréntesis: aunque está claro que Roth es un agudo lector de Sigmund Freud, a mí me gusta más la carta que Martin Amis le escribe a su padre al final de Koba el temible. Pero Amis es alguien, digamos, vinculado a la religión del Hijo, mientras que Roth es alguien vinculado a la religión del Padre). La parte de Patrimonio que cita Mi libro enterrado es una donde Roth se angustia al soñar que su padre, al que había decidido enterrar con cierto traje, le reprocha el vestuario. Cuando despierta —escribe Mauro— el narrador llega a esta conclusión: su padre en realidad no le estaba reprochando la elección del traje; lo que no aprobaba era que él, su hijo, estuviera escribiendo un libro sobre su muerte. Roth termina diciendo —vuelve a escribir Mauro—: «con la falta de decoro propia de mi profesión, estuve escribiendo este libro durante toda su enfermedad y su agonía». Cuando leí la cita de Roth me acordé también de esa parte final de Patrimonio. Fui a buscar el libro —que también yo había anotado con cuidado— y leí que seguía así: «El sueño me decía que —ya que no en mis libros ni en mi vida—, al menos en mis sueños yo seguiría siendo para siempre el hijo niño de mi padre, con la conciencia de un hijo niño, y que él seguiría vivo no solo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones».
Termino con una anécdota. Mi primer contacto con este libro de Mauro Libertella fue hace casi dos años durante una cena en la casa freelancer en Once. En la mesa había varios escritores y varios candidatos a escritor. Juan Terranova contó que iba a publicar un nuevo libro de cuentos. Diego Vecino contó que iba a publicar un libro de ensayos. Yo mismo conté que iban a publicar mi primer libro y desde la puerta, antes de irse, Mauro contó que Garamona había leído un libro sobre su viejo y le había gustado y se lo iban a publicar. (Esto lo recuerdo porque alguien más, en la misma mesa, dijo muy convencido que estaba por publicar una gran novela policial, la mejor de todos los tiempos. Eso nunca pasó y probablemente no vaya a pasar nunca y hoy no puedo dejar de asociarlo con algo que Juan Terranova cuenta que dijo el escritor John Connolly durante una visita a Buenos Aires: escritor es aquel que termina un libro).
Lo que emerge de Mi libro enterrado, entonces, no es un hijo dolido por la muerte de su padre, ni un paciente que ha logrado el alta psicoanalítico después de elaborar un duelo. Tampoco emerge, como en el caso de Roth, la voz de un hombre atrapado por siempre en la condición de hijo. Lo que emerge, en cambio, es un escritor perfectamente al tanto de su profesión. Un escritor, también, perfectamente al tanto de su patrimonio y de su nombre. Su propio nombre. Un escritor, además, al que, en lo personal, espero pronto volver a leer.
Muchas gracias.
[1] Texto leído en la mesa El rayo del padre. El padre en el origen de la escritura, organizada por la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino. Noviembre 2013.