Disgregada en el tiempo y las traducciones, la obra de Denis Johnson (1949) incluye, además de la novela Árbol de humo, ganadora del National Book Award 2007, media docena de libros de poesía, siete obras teatrales y un ensayo sobre los Estados Unidos que todavía no tienen traducción, entre otras ocho novelas de las que se tradujo apenas la mitad (la penúltima en 2009, Que nadie se mueva, un policial). Publicada en idioma original en 2002, sin embargo, Sueños de trenes recupera una de las partes más significativas de aquello por lo que Johnson ha creado una reputación: su mirada profunda ‒y a su modo polémica‒ de los contrastes entre lo que el espíritu de progreso augura como ventajas y el modo en que su avance arrastra hacia el olvido costumbres, culturas y vidas enteras.
De pie sobre los bordes de una época que no comprende ni parece capaz de comprender, Grainier usa su fuerza para talar los bosques del progreso.
Ambientada en las primeras décadas del siglo XX sobre las sombras de aquel Oeste de los colonos y los aventureros, Sueños de trenes aplica con esa premisa el peso de la modernidad, con todo su esplendor técnico y su majestuosidad industrial, sobre Robert Grainier, un trabajador que conoce apenas “cómo se dicen las cosas que sabe hacer y las que le mandan que haga”. Por supuesto, no es una carga simple, y el talento de Johnson se revela en la manera en que, con una prosa de pocos adjetivos e imágenes más elocuentes que cualquier golpe de efecto, gradúa sobre su protagonista nada más y nada menos que el peso del mundo. Por su lado, de pie sobre los bordes de una época que no comprende ni parece capaz de comprender, Grainier usa su fuerza primero para talar los bosques por los que van a pasar las nuevas líneas ferroviarias y para trabajar sobre los puentes de acero que van a conectar ciudades, aunque su verdadera existencia esté consagrada a su esposa Gladys y a su hija, y a la cabaña a orillas del río Kootenai sobre la media hectárea de tierra en la que viven. En ese punto, una catástrofe altera el equilibrio de la historia, y Grainier va a usar lo que reste de su fuerza para resistir. ¿Pero basta eso para convertir la historia de un jornalero en una epopeya contra los fantasmas del progreso? ¿Contra qué resiste exactamente alguien incapaz de dialogar con los signos y las huellas de su tiempo?
Ese romanticismo en el que la naturaleza salvaje funciona como refugio ante el despliegue de la civilización sin dudas sirve a los personajes de Johnson.
La respuesta asoma en el giro que Sueños de trenes propone a partir de ese momento a un realismo cada vez más extrañado, en el que lo folklórico y lo silvestre sugieren primero propiedades de lo sublime para ceder finalmente a lo sobrenatural. Esquemático, ese romanticismo en el que la naturaleza funciona como único refugio ante el despliegue de la civilización sin dudas sirve a los personajes de Johnson, con sus romances pastoriles, su miedos reverenciales a lo inexplicado y su respeto a la sabiduría india, para establecer una posición sobre el significado del progreso. Pero, también a causa de eso, la novela bordea un asunto sobre el que el siglo XXI insiste en ofrecer más testimonios (incluso grotescos): el de aquellos que consideran que un modo de «resistencia» ante la tecnología ‒cuestión que vuelve a Robert Grainier más contemporáneo de lo que parece‒ se resuelve con la mera negación. Herido en su alma por las fuerzas de lo natural y reticente ante las fuerzas de lo artificial, la modernidad ubica a Grainier en un territorio al que su propia confusión, sin embargo, termina por darle un carácter más neutral que resistente. Ni activo ni pasivo, ni a favor ni en contra, ¿podría decirse que Robert Grainier alcanza en su casa en medio del bosque aquel estado de serenidad al que aludía a mediados del siglo XX Martin Heidegger al reflexionar sobre el lugar de la técnica ante lo humano?/////PACO