Leo, no sin cierta perplejidad, una nota que esta misma revista publicó hoy miércoles 10 de julio. El dilema Grabois, firmada por Ana Paolini, se presenta como el examen de Juan Grabois, un conocido dirigente social, fundador y referente del MTE, Movimiento de Trabajadores Excluidos, y de la CTEP, Confederación de Trabajadores de la Economía Popular. Grabois ganó cierta fama mediática en los últimos años y eso le generó, como suele pasar, adhesiones y críticas. Mi propósito en esta nota no es evaluar en forma directa el accionar público de Grabois. La aventura hermenéutica de construir ese perfil excedería mis posibilidades, como de forma evidente excede también las facultades de Paolini. Interpelar su nota, sin embargo, me resulta viable, si funciona como disparador que me permita señalar algunos vicios del periodismo que se pretende crítico.  

El dilema Grabois empieza preguntándose por el progresismo y arriesga algunas respuestas. Pero el progresismo no es un movimiento, ni mucho menos un partido. Es algo diferente, una serie de problemas demasiado blandos para que en dos párrafos sea posible fijar un aporte sustantivo. Paolini entonces comienza fracasando. Esto es lo de menos. Ya desde el inicio comete un error demasiado pesado como para pasarlo por alto. ¿A qué atiende, de dónde sale esa demanda de “coherencia política”? ¿Coherencia en relación a qué? Podría demorarme en una lectura más o menos detallista de tantas vaporosas categorías pero prefiero ir directo al punto: El dilema Grabois quiere pasar por examen objetivo pero desconoce su objeto. ¿Paolini sabe que ignora y sigue adelante? ¿Se trata esto de “periodismo militante”? Como fuere, la finalidad última de la pieza es consignar la reprochable labilidad de Grabois. Para hacerlo, Paolini recurre a los ya conocidos y hasta cierto punto fallados mecanismos del periodismo perezoso. Pereza que no solo se ve en un deforestado léxico que incluye expresiones como “garrochazo estratégico” o “volantazo” para describir opciones o alianzas políticas. 

De hecho, antes que diseccionar el artículo y su breve arsenal de lugares comunes y astucias desaguisadas habría que centrarse en el funcionamiento habitual de la comunicación mediática actual. ¿Existe un desencuentro entre los usos de la política y este tipo de lecturas? En el universo de la clase media argentina, siempre acotado por la paranoia y la avaricia, el movimiento de interrogación de los líderes populares no trae sorpresas. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué un hombre probo o maltrecho se pone a la cabeza de un grupo de desposeídos y los organiza? ¿Qué busca? La pregunta esencial es: ¿qué rédito saca? Esta mirada exterior a las fluctuaciones de la ideología pone al lector argentino de la baja burguesía en un lugar de interrogación constante. No sabe, pero tampoco se decide a saber. Las respuestas a eso que no comprende deben estar, especula, a su alrededor. En los diarios que lee, en los medios que lo informan, como mucho, en los libros que le venden. Cuando finalmente se siente ingenuo, fabrica su fantasía paranoide con esos recursos. Esta sospecha se extiende, muy rápido, a cualquier práctica política. Las alianzas son siempre espurias; los acuerdos, traiciones. Yendo a zonas todavía más pantanosas, hay pertenencias y privilegios. Que las clases acomodadas hagan política brinda orden, que los desposeídos se organicen y reclamen le resulta amenazante, en el mejor de las casos, improcedente. Resumiendo, se responde con la sospecha automática y la ignorancia, ambos, activos confortables, dadores y reafirmadores de identidad.

Dentro de ese sector de la baja burguesía, el periodismo copia y reproduce estas gestualidades. Muchas veces cayendo también en una doble ignorancia. Ignora el periodista lo que ignora su lector, y a su vez ignora que está reproduciendo un discurso ignorante. Este motor negador de la conciencia no genera, desde ya, más que malentendidos que rápidamente son capitalizados por el poder de turno. 

Paolini no comprende que la política implica negociar con las bases y con los diferentes centros de poder, que la política, varias veces biselada, puede estar por fuera del sistema electoral, que el caudillismo no es en sí mismo negativo ni positivo, que un dirigente no representa siempre un partido, que un funcionario no es una institución, que el acceso al poder puede ser demorado o entorpecido por los mismos que aspiran al poder. Estas marchas y contramarchas, melindrosas, apasionantes, a veces incluso ridículas, ese cúmulo de prácticas, que se pueden llamar “participación” o “militancia”, no admite un examen a distancia, a veces moral, como propone solapadamente, o no tanto, Paolini. 

En el fondo de El dilema Grabois, y quizás este sea el error que origina todos los errores, hay un desconocimiento completo de la relación que mantiene el Estado con un gobierno determinado, y a su vez las series de relaciones que se dan entre los distintos actores de una gestión, tanto los que están fuera como dentro del dispositivo de gobierno. Luego, al asimilar a Grabois con Pichetto, lo que hace Paolini es borrar la militancia de uno al confundirla con las intrigas palaciegas del otro y comparar una evidente traición cuentapropista a los necesarios movimientos de supervivencia de un dirigente social. Cuando los junta, el que pierde es Grabois.  

Es poca la suspicacia de Paolini en esta parte: “Al igual que Pichetto, por ahora la tarea consiste en negociar, redefinir y tejer alianzas. ¿Pero lo camaleónico de este tipo de búsqueda elimina lo progresista? ¿Acaso se deja de ser un militante social si uno sella una alianza con Alberto Fernández? Y en ese caso, ¿entonces Pichetto dejaría de ser peronista por aliarse con Macri?” 

Las preguntas retóricas pueden aquí, por una vez, responderse. Lo que Paolini entiende como “camaleónico” no es otra cosa que la política misma. El ejercicio de esa praxis no puede ser leído como un libro, como una foto, ni siquiera como una película. La política demanda un aparato interpretativo mucho más complejo, atento a una serie de eventos, dislocaciones, datos y defectos. Los objetos deben ser mejor definidos y auscultados. Y los actores, mejor interrogados, con más precisión y categorías menos porosas que “progresismo.”

También habría que señalar que ayer, 9 de julio, Día de la Independencia, feriado nacional, militantes populares de la CTEP fueron reprimidos por fuerzas policiales de la ciudad al intentar organizar una olla popular en la zona del Obelisco. La clave del enfrentamiento, al parecer, fue que los militantes querían entregar colchones a los indigentes que se acercaban a comer. La nota de Paolini ¿funciona también como una respuesta a este operativo? 

Termino con un ejemplo. Cada 17 de octubre, Día de la Lealtad, las redes sociales se llenan de fotos de dirigentes peronistas abrazados, trabajando en una determinada campaña, posando en actos públicos o privados. Néstor aparece con Menem, Duhalde con Cristina, Duhalde con Menem, etcétera. Vemos, así, en plena acción proselitista, a funcionarios o dirigentes que luego compitieron, se alejaron o acercaron a otros dirigentes. El efecto que intenta generar ese catálogo es uno solo: los peronistas entenderían el poder como una serie de traiciones, arreglos y contubernios. Son todos lo mismo. Sin embargo, lo que borran esas fotos es ni más ni menos que la historia argentina, y su muestrario de contradicciones, desplazamientos y alianzas. Los denunciantes que reproducen una lectura decepcionada, y no histórica e inteligente, de esas imágenes son los mismos que no comprenden los puntos de las ideologías que los atraviesan, pero también, y esto es más relevante, son los que viven siempre de espaldas a las complejidades de su época.///PACO