Música


El juego interior del contrabajo

Hace unos meses paró en mi casa Julián Medina, quien me recomendó The inner game of tennis de Timothy Gallwey. Julián es uno de los músicos argentinos de mayor renombre en la escena clásica. Pero empecemos por Timothy, que era un perfecto desconocido hasta que su juego interior empezó a venderse muy bien. El libro, hay que admitirlo, es una obra maestra del coaching.

En poco más de doscientas páginas, Gallwey relega su perfil de tenista amateur para desarrollar una pedagogía-zen adaptable a varias disciplinas. La palabra Zen (del chino Chán 禪) no es arbitraria. Esta práctica espiritual, desarrollada por el budismo mahāyāna hace dos mil años, es la directriz sobre la que Gallwey construye todo el libro. De hecho, varias de sus ideas centrales reverberan en los capítulos de Zen in the Art of Archery de Eugene Harrigel, texto que cita profusamente. Yo se lo recomendé a Julián, a su vez, advirtiendo que mi amarillenta edición de bolsillo (Routledge and Kegan Paul, Londres, 1975) hacía caso omiso al hecho de que tanto Harrigel como el Maestro budista Daisetsu Suzuki, autor del prólogo, fueron confesos fanáticos nazis. Pero ignoremos por un rato ese detalle funesto. En sus años más serenos, es decir entre 1924 y 1929, Harrigel fue un alemán que enseñó filosofía en Sendai, Japón, período en el que se abocó al Kyujutsu, también conocido como Kyudo o arte de la arquería japonesa. El Kyujutsu es uno de los vehículos del Zen: fue practicado por los primeros samuráis, que si bien destacaron en el arte de la katana (Kenjutsu), adoptaron el arco y la flecha como símbolo del guerrero oriental por excelencia. Cuando Harrigel volvió a Europa, tuvo la perspicacia de resumir su aprendizaje en un librito de éxito editorial.

Lo interesante de ambos best-sellers es cómo describen algunos principios básicos del Zen,
entendido como la experiencia inmediata de aquello que es inasequible por medios intelectuales. En ese sentido, la arquería japonesa permite tener una visión más clara, a través del trabajo con las
manos, de ciertos eventos que habitan en lo más profundo de nuestro Ser. Bajo la mirada del
Kyujutsu, el deporte pasa a ser un ritual religioso: el arquero no apunta, como podría pensarse, hacia un objetivo exterior, sino hacia sí mismo. En esa introspección alcanza un estado de atención plena, basado en la respiración y en la disipación del ego, que permite focalizar su energía hasta un punto límite. El disparo perfecto, según Harrigel, se realiza de forma casi inconsciente, como el ramaje de un árbol que cede al paulatino peso de la nevada…

Cambiemos ahora el Yumi (o arco nipón) por una raqueta Wilson Pro Staff como la que usó Gastón Gaudio en la final de Roland Garros de 2004. Lo cierto es que mientras leía The inner game of tennis, era imposible ignorar el parcours deportivo del propio Gallwey, que en el momento cúlmine de su carrera (1960) llegó a ser capitán del equipo de tenis… de la Universidad de Harvard. Igual desconfianza suscitan las credenciales de Harrigel, que al parecer no hablaba un japonés fluido, por lo que se infiere que el nazi nunca cruzó una palabra directa con su Sensei samurái. Así y todo, vale la pena analizar aquellos escenarios donde el arte de la concentración relajada (el juego interior) encuentra su punto de realización máxima.

El caso del tenis argentino es peculiar y ostenta gran potencial narrativo. En la historia del alto
rendimiento, los puntos álgidos oscilan entre el reinado de Guillermo Vilas a mediados de los setenta y la generación de genios dementes que integró el top 10 del ATP a comienzos de nuestro siglo. Mi caso predilecto (y el de Julián Medina, a quien ya volveremos) es el de Gaudio, que ejemplifica mejor que nadie el pasaje de ese estado de confusión ontológica (el Yo n. 1, en palabras de Gallwey) al olvido total de los hábitos mentales adquiridos (el Yo n. 2). Ese estado de inconsciencia consciente es lo más cercano a la disciplina Zen que comulgó un deportista asolado por la neurosis (“¡Qué mal que la estoy pasando!”) y el trauma de una juventud signada por la competencia, el destierro y la soledad.

“Dos horas antes de entrar a la cancha” dice Gaudio en una entrevista “tuve una sensación límite… más allá de los nervios”. En esa final de 2004 se enfrentó a Guillermo Coria, no. 3 del mundo y rival personal desde el Abierto de Chile de 2001. Gaudio había llegado a Roland Garros rankeado no. 44 y fue acribillado en el primer set por 6 – 0. Desde ese comienzo fatídico, en el que apenas podía mover las piernas, la evolución de su rendimiento solo encuentra explicación en el plano espiritual.

Mirando ese partido por enésima vez, creo que el quiebre se da en el quinto punto del tercer set, momento en que el pensamiento crítico cede y a Gaudio se lo ve sonreír como un adolescente bajo el sol parisino. Al promediar ese punto, el Gato recupera pelotas insalvables y remata con picardía. El juego interior lo saca del plano mental y lo lleva al plano sensorial; en los términos de Gallwey, esto implica sintonizarse con el instante presente, o sea dejar de pensar y sentir, en cambio, la empuñadura de la raqueta, la distribución del peso del cuerpo en cada pie, el ruido de la pelota variando según la zona del óvalo que la golpea.


En ese fluir hay un Gaudio que se asienta en la respiración, en el vitoreo de la multitud, en la sensación de la brisa veraniega colándose bajo su visera transpirada. El camino de Coria es proporcionalmente inverso: cuando pierde su segundo matchpoint, el partido está prácticamente decidido. A esa altura, como predica el Kyujutsu, Gaudio ya no distingue un objetivo fuera de sí mismo. “Era lo mismo si enfrente estaba él o no estaba él”, dice en la entrevista. “A mí ya no me importaba nada: solo quería ganar”.

Ahora bien, la asiduidad con la que circula la filosofía pseudo-zen entre tenistas y músicos clásicos responde a una realidad estructurada en la alta competencia. El entramado de esta tradición es inclemente y divide freelancers y asalariados, laureados regionales e internacionales que a la vez constituyen jurados e instancias de selección atlética. A pesar de lo que opinara Bela Bártok, para quien las competencias debían organizarse para caballos y no para artistas, el siglo XX estructuró la figura del intérprete como representación máxima de un repertorio que empezaba a asentarse en obras centenarias y reglas inamovibles.

Como ocurre en el circuito ATP, los argentinos brillaron en casos singulares y aislados. En Bruselas, ciudad donde Julián Medina me recomendó The inner game of tennis, la competencia Queen Elisabeth estableció la era abierta del violín en 1937. Alberto Lysy fue el primer sudamericano premiado, obteniendo un sexto puesto en 1955. Diez años más tarde, Martha Argerich se hizo con la medalla de oro del concurso Chopin, establecido en 1927 y celebrado cada cinco años. El registro de su performance es descomunal: la comunión entre Argerich y el piano es una verdadera lección de Kyujutsu, al punto en que no se distingue cuándo terminan sus manos y cuándo es que empieza de nuevo el teclado.


Contra lo que pudiera esperarse, en esa red de consagraciones absolutas se hizo un lugar al contrabajo. Semejante excentricidad se debe al delirio del bel canto italiano, que propulsaba el estrellato entre cantantes líricos e instrumentistas y que no dejó exento a Giovanni Bottesini, compositor y director de orquesta que llevó su ejecución a un nivel de perfección samurái. Bottesini nació en Crema, Lombardía, en 1821, y a poco de graduarse del conservatorio de Milán empezó viajar por occidente sin despegarse de su instrumento, construido en 1716 por el luthier Carlo Testore.

Pensemos ese capricho en pleno siglo XIX: el músico empacando y desempacando su violín- elefante en los sucesivos puertos de las Américas. Lo cierto es que Bottesini demostró todo lo que podía hacerse con su Testore en La Habana, Nueva York y El Cairo, donde dirigió el estreno de Aida, obra maestra de su amigo personal Giuseppe Verdi. El público lo amaba: su paso por Buenos Aires se ve plasmado en una crítica entusiasta de La Gaceta, fechada en 1879, y por una etiqueta de reparación hallada en el interior de su contrabajo. Hasta el 2022, el registro de esa visita era la única relación certera entre el Maestro y Argentina.

Tarde pero seguro, el Concurso Internacional Bottesini terminó estableciéndose en 1989. El palmarés histórico responde a la hegemonía típica de estos premios: hasta el año pasado, el podio no registraba ningún sudamericano. La última edición se celebró entre el 11 y el 16 de octubre en dos pequeñas ciudades de Italia. Julián Medina, ahora sí, había llegado a Europa un mes y medio antes. Asolado por la devaluación y una licencia sin goce expedida por el Teatro Colón, paró en mi casa poco más de una semana. Una tarde que hablamos del miedo escénico me recomendó que leyera el libro de Gallwey. Días después partió a Rotterdam, donde se dedicó a pulir el repertorio de la competencia en un monoambiente de alquiler temporal.

Es imposible no imaginar ese mes de práctica como una suerte de retiro Zen o sesshin (接心). Veo a mi amigo repasando partituras en esa ciudad futurista y el contraste es único: los materiales revelan un ritual ancestral, el arco (el Yumi) tensando las crines de caballo sobre cuatro cuerdas que el barniz devuelve como un reflejo nocturno. La postal de Julián sobre su banqueta K&M reversiona la posición de Loto que pregona la meditación budista. Es en ese modo de introspección Kyujutsu que voló de Ámsterdam a Milán, para después peregrinar a Crema, ciudad natal de Bottesini. Su participación en el Concurso fue tan sorpresiva como la consagración de Gaudio en ese French Open del 2004. Julián ni siquiera estaba rankeado: el jurado lo desconocía y nunca había pisado un conservatorio europeo o norteamericano. Describir cómo tocó en las primeras tres etapas sería superfluo, en parte porque el evento se stremeó y colgó en YouTube al instante. Ahí están los videos: pasen y escuchen. Pero detengámonos, por un momento, en la final, a la que llegaron tres de los sesenta aspirantes originales. En esa instancia, Medina fue el único en interpretar el Concierto no. 1 de Bottesini, una pieza de complejidad vertiginosa. También fue el primero en tocar la obra en casa del compositor, como si el opus hubiera sido concebido en Buenos Aires, en esa breve visita de 1879, esperando ser redescubierto y estrenado por un porteño… un siglo y medio después.

Sé que eligió ese repertorio –el más complejo del catálogo– como un desafío personal. También sé que invocó a Gaudio –y no a Gallwey, según me dijo– para sobrellevar los instantes de mayor tensión espiritual. Lo cierto es que el nivel de maestría, o el juego interior, por así decirlo, lo alcanzó a finales del primer movimiento, es decir en la cadencia, cuando toca sin acompañamiento de la orquesta. Hay algo en ese despliegue de gestos y sonidos que lo asemeja a un Kyūdōka, a un arquero experto que se repliega sobre sí mismo para dar luego en el blanco, como un tenista implacable, como una suerte de Iluminado. “A mí no me importa más nada”, pareciera decir, a lo Gaudio, en ese pasaje: “Solo quiero tocar.”

Recuerdo esa performance magistral mientras contemplo el instrumento que le otorgaron como primer premio del concurso. Nuestro Kyūdōka, nuestro Sensei contrabajístico, prefirió enviarme el trofeo a casa y volver a Argentina liviano. Lo curioso es que se trata de una réplica exacta del Testore de Bottesini. El antiquizado del barniz es perfecto: solo falta la etiqueta de esa reparación hecha en Buenos Aires en 1879. Miro ese fondo de arce histórico, ahora mismo, y pienso en el estado de atención Zen al que llegó Julián y al que aspiramos, desde hace siglos, todos los instrumentistas. Unos versos de Bai Jugy (772-846), gran poeta de la dinastía Tang, lo describirían de esta manera:

Dejo el laúd sobre el banquillo curvo / y yo me quedo quieto, absorto en mi emoción. / No hace falta que yo roce las cuerdas / las acaricia el viento / y suenan solas… ///