Entre todas las lecturas que circulan sobre El irlandés tal vez la primera pregunta sería: ¿qué sucede cuando el buen cine, el buen arte, se cruza con la tecnología de las plataformas de extracción de datos? ¿No es esta, acaso, el tipo de película que realmente desearíamos que fuera común, que fuera nuestro plato diario de entretenimiento digital? Esa es la pregunta y también el límite que viene a proponer Scorsese. Aunque el debate se escurra entre la duración de la película y las formas de verla, con tutoriales que indican las pausas para ir al baño hasta el horror de verla en una pantalla de celular, lo cierto es que nada de lo que nos está ofreciendo Scorsese es una experiencia novedosa. Ya parece evidente que las películas se hacen cada vez más largas y que el principal competidor de Netlifx no es Amazon, sino nuestro tiempo libre, nuestros hijos, nuestras obligaciones, las universidades, el trabajo o la escuela; en definitiva, el tiempo que no estamos frente a la pantalla. Pero entonces, si lo arduo no es la duración, ni tampoco ver películas en casa, ¿de dónde proviene realmente la resistencia? ¿Cuál es la lectura que se atrofia con los críticos elogiando todo lo bueno que ya sabemos y señalando la duración de una película? Llegado este punto, pareciera que lo único que falta interrogar es el aspecto cualitativo de la película, verla y pensar qué dice o está tratando de decir. 

Aunque la película se ocupa de explicar todo aquello que necesitamos saber, incluso si no sabías nada de Jimmy Hoffa, los Teamsters o los Kennedy, el primer mérito estético del El irlandés es el de volver a pensar personajes que se perciben como reales, personajes lejos de los rayos láser y los martillos de Thor que viven, mueren y matan en las coordenadas cada vez más difusas del siglo XX, bajo códigos y promesas que están desapareciendo. Es eso, sin importar la cantidad de líneas que tienen, lo que une las escenas de Peggy Sheeran exponiendo frente a toda su clase de primaria los logros de los trabajadores dirigidos por Jimmy Hoffa y el momento en el que le baja la ventanilla del banco a su padre con muletas, o lo que anuda que Frank Sheeran tenga que comprar su propio ataúd y elegir su propio nicho con el hecho de que durante la guerra ejecutaba soldados mientras cavaban sus propias tumbas, es decir, el peso de una vida y de las decisiones que hemos tomado. Sin embargo, es el otro asunto, su dimensión política, la que todavía queda, por pereza o favor a Netflix, fuera del radar de la crítica.

Con o sin «spoilers», ese otro asunto de El irlandés, aunque ya no tanto como película sino más bien como contenido en manos de Netflix y sus redes, es la trampa «epistemológica» con la que quienes se supone que deberían hablar de cine (los auténticos «críticos», que son más bien pocos) lo alaban todo nada más que para, al final, neutralizarlo todo. Reconocer que Scorsese es un gran director y que De Niro, Pesci o Pacino son algunos de los más grandes actores de los últimos cuarenta o cincuenta años en Hollywood puede no ser, a esta altura de la historia, una enorme hazaña del entendimiento estético —aunque no esté de más recordarlo entre quienes los conocieron ya como abuelitos—, aunque es llamativo el modo en que ninguna de estas alabanzas se anima siquiera a señalar el núcleo de la película, que no es la mafia sino la organización sindical de los trabajadores. En todo caso, ¿por qué Martin Scorsese eligió este tema para la que podría ser su última película? Hay una tradición cinematográfica propia, por supuesto, ¿pero qué más? ¿Y por qué, además, eligió esta película para que se estrenara en Netflix? Vista en Buenos Aires, donde no hay avenida ni calle donde los repartidores ultraprecarizados de Rappi o Glovo no deambulen con sus mochilas entre los choferes ultraprecarizados de Uber, este tipo de inquietudes pueden resultar más atractivas que si El irlandés es una miniserie en forma de película o una película en forma de miniserie.

La lectura errónea sería imaginar a un Scorsese más allá de las fuerzas de la realidad, y capaz de infiltrar a través de la maraña algorítmica de Netflix una película donde lo que se muestra es la mística casi del todo perdida en los Estados Unidos (y salvaguardada a medias por el peronismo en Argentina) de la organización sindical. Hay crimen, hay asesinato y hay engaño, claro que sí, pero también hay un sentido de organización y de unidad que, en la película, Hoffa sintetiza muy bien en, al menos, dos escenas: una es cuando les recuerda a los camioneros de su país, nada menos que los afiliados que lo apoyan, que son ellos los que mantienen la economía estadounidense en pie (por lo que, si se paran los camiones, se para el país), y la otra es cuando, frente a su televisor, atónito ante la victoria presidencial de John F. Kennedy, Hoffa grita que no hay nada más estúpido que confiar en el hijo de un rico. Bastan apenas las coordenadas geográficas de cada espectador en el mundo para que se les puedan dar sentidos mejor definidos a estos mensajes. Pero lo que sí es improbable es que Netflix, igual que los críticos incapaces de ir más allá del elogio trivial  —¿así que Scorsese es un gran director de cine? ¿en serio?—, haya visto en esto más que lo que hay. El CEO de Netflix, Reed Hastings, no es precisamente alguien que desconozca qué es y qué representa un sindicato. Como financista de la política, de hecho, mucho de lo que pagan los suscriptores de Netflix ha ido a parar en forma de donaciones a candidatos que intentan destituir uno de los últimos sindicatos estadounidenses en pie, el de los maestros. ¿Qué es, entonces, lo que la propia plataforma Netflix quiere mostrar a través de El irlandés? Lo que a Netflix le conviene y Scorsese domina como pocos: el retrato (romántico, idealizado, ya casi cursi por su «italianidad») de la mafia. ¿Martin Scorsese hizo una película sobre el sindicalismo (y la mafia) que Reed Hastings vende como una película sobre la mafia (y el sindicalismo)? Es el tipo de ambigüedad que el punto ciego de los críticos de cine pasa por alto. 

Pero si el retrato romántico de la mafia es el punto medio en el que la crítica, Netflix y Scorsese lograron encontrarse para confluir sus intereses, ¿la lectura política de El Irlandés es el único gesto para saltear el vallado hermenéutico? Es en ese punto donde la figura de Hoffa y su unión de trabajadores focaliza la atención. ¿Qué nos devuelve la imagen de Hoffa en el siglo XXI, con sus millones de dólares en caja fruto de más de un millón de trabajadores asociados? En principio, una relectura del rol de la familia Kennedy en la desintegración de ese mapa social, para luego preguntarse por qué los anuncios del presidente Donald Trump acerca del aumento de los aranceles sobre el acero crudo para proteger a sus trabajadores parecen chistes geopolíticos en un mundo cada vez más liberalizado. ¿Qué es lo que queda cuando las relaciones de los trabajadores son liberalizadas, individualizadas y precarizadas? Con ver un poco lo que sucede en este hemisferio del mundo debería bastar. ////PACO

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