Por Nicolás Mavrakis
Honoré de Balzac aseguraba escribir «a la luz de dos verdades eternas, la religión y la monarquía». La afirmación funciona menos como una convicción que como una efectiva provocación al siempre vulnerable sentido común de una revolución que las vicisitudes del siglo XIX francés haría sentir casi imaginaria. Ahora bien: si a los escritores se les puede asignar una territorialidad, sin dudas esa territorialidad está definida por la imaginación. El asunto se complejiza cuando las verdades que Balzac imagina como eternas en su época -a pesar de la Revolución y las guillotinas- llegan a volverse tan lábiles como el abanico de nuevas verdades eternas que se proponen usurpar su lugar imaginario en la eternidad. En la Francia de Balzac, el carácter político de esa territorialidad se volvería cada vez más ambiguo. Y así, inevitablamente permeable a la más absoluta imaginación.
Fundador del realismo literario, Balzac, sin embargo, no escribe sobre reyes ni sacerdotes: escribe, en cambio, sobre ese nuevo sujeto social y cultural que atraviesa las viejas normas y los viejos valores y los viejos procedimientos de una Francia ya rancia a través de la certeza -la auténtica verdad– de que no hay carácter eterno que no se defina antes como una práctica de improvisación individual en un escenario social constrictivo, que como el efecto inevitable de verdades con trayectorias inevitablemente preestablecidas. Balzac escribe a la luz de verdades eternas, está claro, pero Balzac, ante todo, escribe: es decir: ficcionaliza. Son la voz y la conciencia y el cuerpo y el lenguaje de Eugène de Rastignac -el advenedizo, el estratega aspiracional, el voluntarista con lícitas fantasías de pequeñoburgués- lo que construyen el sentido profundo de la Francia que narró para siempre Balzac. Es a través de la rapacidad necesariamente individualista de Rastignac que Balzac construyó el tipo de eternidad que devela, a través de la literatura, el estado verdadero de una sociedad y de una época. En esa misma línea está Rodolfo Zalim. Su territorialidad es la Argentina de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Su autor es Jorge Asís.
La obra de Asís recorre los últimos cuarenta años de la historia argentina y esos no han sido precisamente los cuarenta años más ligeros de la Historia. Rodolfo Zalim, como Eugène de Rastignac, comenzó su existencia dentro de una atmósfera picaresca (Don Abdel Zalim) para naufragar en la cíclica condición del sobreviviente capaz de convertirse en perceptor privilegiado de las maquinarias más profundas del poder (Casa Casta). Cuarenta años de historia argentina, es necesario remarcar otra vez, no hacen de esa persistencia un mérito menor. ¿Pero sirven para demarcar la relevancia -aún en términos de una productiva incomodidad– de la obra de Jorge Asís? Zalim ha atravesado períodos históricos delicados. Y su pisada ha dejado atrás ruinas incandescentes y voces perdidas y anhelos ensangrentados en una literatura paradójicamente más revitalizada que nunca. Lo interesante es pensar las distintas instancias de revitalización.
Para un escritor, la lógica de la militancia política -en la trilogía (insert incluido) Canguros– significa el riesgo de subordinar la voz, la mirada y el lenguaje -sobre todo, el lenguaje- a la estructura jerárquica de un partido (que fue el comunista, que orbitó alrededor del peronismo y que encontró la efectividad de las funciones durante el menemismo). Para Rodolfo Zalim, esa misma lógica sirvió como teatro privilegiado para la representación de un clima de época donde lo apocalíptico y lo profético se mezclaron con una riesgosa promiscuidad. El efecto de esa representación ha sido el jaque -incluso hasta hoy- de la noción de autonomía que un autor, un personaje y, en última instancia, una literatura reclama como necesaria para instituir sus relación estética con el mundo que los rodea. Afirmada, reescrita, negada, si Jorge Asís es uno de los herederos más complejos de esa conflictiva autonomía inaugurada a la par de la literatura argentina misma -basta pensar en la incomodidad fundacional de El matadero de Echeverría-, es porque lo contemporáneo -la militancia política y su represión estatal en los años 70, el auge simbólico del periodismo gráfico y su mixtura con el resto de los discursos del poder en los años 80, la reestructuración de todos los credos populares y liberales en los años 90- ha sido el elemento constitutivo y primordial de su obra.
Como el barón rampante de la novela de Ítalo Calvino, la literatura y la figura de Asís trabaja -y funciona– desde esa distancia insalvable -en Calvino, la copa de los árboles; en Asís, una estética y un estilo del lenguaje- que establece un estado de permanente disidencia y un estado permanente de superioridad ante la mera elocuencia de la realidad. El high ground de esa literatura y de esa figura de autor, siempre demasiado lejos del mundo como para integrarlo y, a la vez, siempre demasiado cerca del mundo como para no dejar de observarlo, son la clave para leer una forma y una perspectiva. Autodidacta y autosuficiente, Rodolfo Zalim es, ante todo, un infiltrado. De la periferia de Villa Domínico a la centralidad de la avenida Corrientes. De las esquinas cantoras de los amigos a los bares intelectuales de los compañeros. De las redacciones que sueñan con el poder a los pasillos del poder. Podría sumarse un pasaje más: del modelo de intelectual decimonónico que determina sentidos ajenos al intelectual que coloca su propia voz en discusión en el caos horizontalizado de la web. En todos los casos, se trata de un pasaje que va de la inadecuación a la asimilación de los códigos de subjetivación de una época y de la identidad que da sentido a esa época (que si no es la identidad argentina, al menos es una identidad indudablemente porteña).
Por otro lado, la escritura de Asís -como la de cualquier autor valioso- sólo cobra un sentido pleno a través de los lectores. En el campo literario nacional, sin embargo, ni siquiera una obviedad por el estilo resulta ingenua. Flores robadas en los jardines de Quilmes convirtió en 1980 a Jorge Asís -cuya novela Don Abdel Zalim había sido prohibida por el Proceso- en un best-seller. Pero catorce ediciones y 360.000 ejemplares -dedicados a Haroldo Conti ¿in memoriam?– hicieron de Rodolfo Zalim, además, una voz generacional: «Pero nos tomamos tan en serio el juego que nos metimos adentro del castillito, y perdimos. La ola, o ponele los militares, nos tiraron el castillito a la mierda y quedamos a merced, con el culo hacia el infierno y con las piernas hacia cualquier parte».
Productiva, conflictiva, ambivalente, la relación de Asís con el mercado editorial -uno podría pensar modalidades distintas para relaciones semejantes mencionando, apenas, a César Aira- es el vector oscilante de su larga relación con los lectores. A la par, Zalim, vendedor ambulante y militante part time, embalsamador del periodismo gráfico, best-seller celebérrimo y exótico «Conde de Avellaneda» en los salones diplomáticos de Lisboa y París, enfrentaría el territorio minado del circuito menor de la literatura y la crítica. Hasta qué punto el factor de rozamiento entre la trayectoria vital y la trayectoria narrativa de Jorge Asís y Rodolfo Zalim se fusionan en un juego de bordes ríspidos no sólo fija la frontera sino también la medida de una literatura que ha puesto -una, otra y otra vez- uno y otro mundo en riesgo.
«Aventura literaria de un recorrido con explicables cambios de intensidad», se prologa a sí mismo Asís en sus Cuentos Completos. Y, de inmediato, la vuelca de tuerca del juego, otra vez: «Que ayudaron a gestar los equívocos, la diversidad de pliegues, la intercalación de juegos, de tramas e imposturas del personaje que, lo sé, soy. Convertido, en el fondo, en la máxima adversidad para la valoración objetiva de mi obra».
¿Dónde queda la obra de Asís en medio de esa apuesta? ¿Cuáles son los riegos del factor de constante rozamiento? Hay una veta sigilosa en la vida literaria de Rodolfo Zalim donde la crítica -de la mano del propio autor, como ocurre con otro contemporáneo, Ricardo Piglia- surge como si Balzac emergiera como voz del demiurgo que reclamara las razones verdaderas de su propio Eugène de Rastignac. «Tengo un poco de miedo por vos, turco. Te cagás mucho, te das. En el fondo, aunque te hagas el reventado, tenés una visión muy cristiana de la vida. ¡Qué bien la hiciste! ¡Qué mitómano! Pero me parece que estás prisionero de tu personaje, que empezás a depender de él, y entonces perdiste. Matalo a él, pero no te matés vos, gil. Te creés, para sobrevalorarte, que diste todo, y yo pienso que lo mejor de vos todavía no se dio. Diste sólo lo peor. Terminaste los Canguros, hiciste un quilombo bárbaro, nos escrachaste a todos los que te rodeamos, hiciste lo que se te antojó de nosotros, de Samantha, de Luciano, de mí. Y hasta de vos: hijo de puta a todos loes hiciste creer que hablás sinceramente de vos y yo que te conozco no puedo encontrarte en ningún libro…», escucha Zalim en Canguros. «Si no le gusta, váyase a una novela de Manucho», responde Zalim, contrariado, y cierra la cuestión.
Cuando la publicación de Diario de la Argentina se tradujo, a través de otra alianza peligrosa y productiva con el mercado y con los lectores, en la imposición del exilio de Jorge Asís ante el circuito oficial de la cultura y el grueso de sus instancias habituales de legitimación -el frente interno abierto con el retorno de la democracia a los escritores que se quedaron durante el Proceso necesitaría un análisis aparte-, la realidad concreta del poder expulsó a un escritor del espacio imaginario de la verdad. La narración de ese repliegue puede leerse en Cuaderno del acostado. Por primera vez, la voz apocalíptica de Rodolfo Zalim se vuelve sobre sí misma. «Estos hijos de mil putas terminarán por hacerme vocacionalmente fascista, pienso, pero simulo compostura, y en realidad ya no me cuesta tanto, porque estoy absolutamente acostumbrado a recibir noticias por el estilo, que suenan como diarios cachetazos», se dice Zalim ante la novedad del desprecio.
Se trata de los efectos más nocivos del factor de rozamiento. Pero se trata también de la narración de esos efectos, cuya síntesis final es más literatura –Cuaderno del acostado es, además, uno de los mejores libros de Asís- y, a fin de cuentas, la prueba fehaciente de que el juego se mantiene intacto: el escritor Jorge Asís continúa escribiendo; el personaje Rodolfo Zalim continúa contando su verdad. Este ciclo permanente de caídas y resurrecciones -que ya no incumben solo al realismo de Honoré de Balzac sino más bien a Louis-Ferdinand Céline, cuya mención semantiza otra parte de la obra de Asís- tiene menos que ver con la obviedad del Ave Fénix que con una ética de trabajo y una persistencia a la manera de Sísifo. Demasiado lejos del mundo para integrarlo y, a la vez, demasiado cerca del mundo para no dejar de observarlo, el castigo de Sísifo por burlar a la muerte fue empujar una, otra y otra vez la misma piedra que una, otra y otra vez cae desde la misma cima. Leer la obra de Jorge Asís y escuchar las voces múltiples de Rodolfo Zalim sirve para comprender ciertas verdades eternas que cuarenta años de historia argentina aún asumen de manera incómoda. Pero leer la obra de Jorge Asís y escuchar las voces múltiples de Rodolfo Zalim es también la posibilidad de saber que no se trata de una obra que ha muerto y ha renacido, sino más bien de un escritor que, a pesar de la marea de contrariedades que encontró, provocó y aún que mereció, nunca dejó de escribir. Y de un personaje que, a pesar de la marea de contrariedades que encontró, provocó y aún que mereció, nunca dejó de hablar. Ese es el factor Asís. Lo que hace que su literatura respire una vitalidad convocante desde hace más de cuarenta años.