I
Hay una frase que Herman Melville le hace repetir al escribiente Bartleby en su historia de Wall Street: preferiría no hacerlo. Cada vez que el jefe de Bartleby le da una orden, Bartleby responde que preferiría no hacerlo. Pero Bartleby tiene una particularidad. En la medida en que desobedece la norma habitual —esto es: cumplir con lo que su jefe dispone—, abre el camino hacia una evolución de las normas. Evolución en un sentido estrictamente dialéctico: al desobedecer hay una conciencia de la diferencia, una antítesis ante la tesis. En definitiva, un inminente conflicto.
La particularidad de Bartleby es que también suspende el conflicto y suspende la síntesis. Preferiría no hacerlo es la posibilidad de no ser en vez de ser. Incluso, el poder de no ser ante el poder que obliga a ser. Preferiría no hacerlo es prácticamente una literatura unimembre contra cualquier orden. Es decir, una forma de cuestionamiento de lo pensable, lo decible, lo escribible, lo imaginable. Pienso en Bartleby porque las consecuencias de esta clase de cuestionamientos al orden y al poder —cuando realmente son cuestionamientos y no reafirmaciones u oportunismos de corte moralista o marketinero—, suelen derivar en conflictos menos filosóficos. Conflictos de los que se ocupa el género policial.
II
¿Dónde empieza la literatura policial argentina? Y si nos remontamos a Edipo investigando la muerte Layo en Tebas, ¿dónde empieza la literatura policial? ¿Qué define al género policial como género? ¿El crimen ante la Ley o el enigma ante la Razón? ¿El género policial narra la restitución de un orden o narra la transformación de un orden previo en un orden nuevo? Lo que sí se sabe cuándo empieza de manera oficial es la literatura argentina. Eso pasó a principios del siglo XIX con El matadero de Esteban Echeverría (1805-1851). El matadero es la historia de un crimen, la historia de un juez, la historia de una víctima, la historia de un victimario, la historia de un juzgamiento y la historia de una sentencia. La historia —como el propio Echeverría escribe— de una pequeña república. ¿Se podría leer El matadero dentro del género policial
Si no se puede, el equívoco es interesante. Los equívocos siempre son interesantes, aunque sea por las peores razones. Pensemos en un periodista cumpliendo la función de detective en una novela. En el policial clásico, la figura del detective no la cumple un policía sino un investigador particular, un ciudadano Racional —con una erre mayúscula que es vital— dado a la tarea de resolver mediante la lógica y el método científico ese ofensivo caos que ante las leyes de la Razón implica todo misterio. En el policial negro, en cambio, la figura del detective sí es un policía o un investigador que en algún momento tuvo un vínculo formal con las fuerzas estatales de la ley. El tema del policial negro es que a las instituciones corruptas no les interesa la restitución de la justicia, ni la ley, ni el orden y mucho menos las normas de la Razón. No les interesa porque los aparatos vivos de su propias burocracias, si no están sirviéndose del crimen en cuestión, lo están amparando por motivos simples como una tajada del botín. ¿Y cuál sería el lugar del periodista entre esos dos mundos? ¿Los medios periodísticos obedecen a la Razón? ¿Los medios periodísticos son una institución impoluta? En tal caso, ¿sobre qué trabajan los periodistas y sobre qué bases producen su periodismo? ¿Sobre hechos concretos o sobre verdades platónicas? ¿Cuántos hechos leyeron hoy en todos los medios periodísticos? ¿Y cuántas verdades leyeron hoy en todos los medios periodísticos? Es por eso que, en términos de representación, al menos, la figura del periodista comprometido resulta ingenua antes que verosímil.
¿El origen de ese equívoco está en los ecos de la tradición? Antes de que alguien lo nombre, pensemos en Rodolfo Walsh. Walsh era periodista y era escritor e investigó y escribió sobre crímenes como periodista y como escritor. Como periodista y escritor, su juicio sobre los medios no era demasiado esperanzador. En la introducción de 1957 a Operación Masacre escribe: «Son mis maestros los que callan. Durante varios meses he presenciado el silencio voluntario de toda la «prensa seria» en torno a esta execrable matanza, y he sentido vergüenza». En un epílogo de 1964 al mismo libro, Walsh va más allá: «Se comprenderá, de todas maneras, que haya perdido algunas ilusiones, la ilusión en la justicia, en la reparación, en la democracia, en todas esas palabras, y finalmente en lo que una vez fue mi oficio, y ya no lo es». Medio siglo más tarde, ¿resultan vigentes las palabras de Rodolfo Walsh para pensar sin ambigüedades —culturales o literarias— la autenticidad del discurso periodístico o la posibilidad de que funcione como un elemento racional o institucional cristalino y magnánimo, dedicado a la recomposición del tejido social ahí donde haya sido desgarrado?
Pero volvamos a El matadero. Su origen mismo es el equívoco. Esteban Echeverría perteneció al primer movimiento intelectual argentino con un proyecto de transformación cultural y política radical: la Generación del 37. Si 1810 había sido el año de una revolución de la política, el objetivo restante era añadir más ideas a la revolución. ¿Y cuáles eran las ideas de la Generación del 37? A grandes rasgos, el romanticismo y el liberalismo, vinculados a la vez con versiones particulares del modernismo y la ilustración. Hay que ubicarse en la Argentina de comienzos del siglo XIX para entender por qué lo verdaderamente excepcional habría sido la ausencia de equívocos ante este abanico. «Ya no es tiempo de idolatría ciega sino de culto racional», dice Echevarría en el discurso inaugural del Salón Literario.
III
Como estética y sensibilidad, el romanticismo fue la respuesta europea a la creciente tecnificación de la vida provocada por la Revolución Industrial. En Argentina, en cambio, el romanticismo se pensaba, sin Revolución Industrial a la vista, ligado a la tradición modernizadora de la Razón y el Iluminismo. En el barro voluntarista que pisaban las elites letradas porteñas, esos eran los primeros barroquismos ideológicos de lo que más tarde se catalogaría como culturas híbridas. Los románticos modernistas y liberales porteños, por ejemplo, no podían permitirse la especialización «ilustrada» de saberes diferenciados. El continuo entre arte y política, sin ir más lejos, era para ellos tan necesario como inevitable. En tanto liberales, las cosas no mejoraban. Si la doctrina liberal tiene como principio al individuo, ¿cómo podían pensarse entonces las masas populares cautivadas por la astucia, la demagogia y el carisma de los caudillos? ¿Dónde estaban los ciudadanos de la república? De hecho, ¿dónde estaba la república?
España era para la Generación del 37 un modelo cultural vetusto. Francia era el modelo cultural moderno. En el medio, Inglaterra. Citar a Shakespeare en francés era parte de los desperfectos inaugurales de la Generación del 37. En la cadena de los equívocos, se iniciaba un largo ciclo de tutelas intelectuales europeas para entender qué era y dónde estaba el ser nacional argentino. Para sumar un poco más de confusión al asunto, Echevarría llamó al proyecto socialismo. El objetivo era ayudar a las masas a emanciparse. Dice Echeverría en su Primera Lectura para el Salón Literario: «Si abundan, pues, ideas de todo género en nuestro país, ¿cómo es que su influjo no se ha extendido más allá de un corto número de individuos? ¿Cómo es que no ha penetrado en las masas? ¿Cómo no se ha incorporado en las leyes y constituido un gobierno? ¿Cómo no ha logrado formar una opinión moral compacta, un espíritu público tan robusto y omnipotente que él solo imperase, y a un tiempo diese vida y dirección a la máquina social? He aquí cuestiones arduas que es preciso resolver antes de reformular». Era 1837 y los intelectuales argentinos empezaban a percibir que había algo en el sensualismo latino de las masas argentinas que no aceitaba del modo que ellos esperaban a la máquina social.
Si uno tuviera que resumir El matadero en una frase, «he aquí cuestiones arduas que es preciso resolver antes de reformular» no sería la peor elección. El matadero se escribió probablemente en 1838 y se publicó a instancias de José María Gutiérrez en 1870, cuando Echeverría llevaba ya diecinueve años muerto. ¿Qué es exactamente lo que escribió Esteban Echeverría? ¿Un caso policial? ¿Un retrato de las costumbres de la época? ¿Un manifiesto político? José María Gutiérrez lo presenta con cautela: «Estas páginas no fueron escritas para darse a la prensa tal cual salieron de la pluma que las trazó, como lo prueban la precipitación y el desnudo realismo con que están redactadas. Fueron trazadas con tal prisa que no debieron exigirle al autor más tiempo que el que emplea un taquígrafo para estampar la palabra que escucha; nos parece verle en una situación semejante a la del pintor que abre su álbum para consignar en él, con rasgos rápidos y generales, las escenas que le presenta una calle pública para componer más tarde un cuadro de costumbres en el reposo del taller». En definitiva, Gutiérrez ubica El matadero en una serie distinta a la del mero periodismo. Lo ubica en la serie literaria, o en alguna otra serie entre la literatura, la política, el periodismo y la historia. «Su escrito, como va a verse —escribe Gutiérrez—, es una página histórica, un cuadro de costumbres y una protesta que nos honra».
IV
¿Qué es lo que pasa en El matadero? Durante la Cuaresma, se faenan en Buenos Aires apenas las reses necesarias para los chicos y los enfermos. No hay quejas sobre esto porque, tal como el narrador de El matadero aclara, «el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento». Fieles rosistas, los hombres y las mujeres en el matadero, entre las vísceras y el barro y la muerte y los cuchillos, celebran cómo Matasiete, «hombre de pocas palabras y de mucha acción», atrapa, somete y mata a un toro rebelde al que también le corta los huevos. En un momento, un joven de veinticinco años, un unitario, «bien apuesta persona», lo describe el narrador, montando su caballo con elegancia y luciendo pistolas inglesas, penetra en las masas. No es el mejor lugar del mundo para un unitario. Después, el «toro bravo» y el «salvaje unitario» se convierten en figuras especulares. Si al «toro bravo» le cortan los huevos, al «salvaje unitario» le arrancan la barba. Si el signo de la virilidad del toro bravo es destituido, la masculinidad del salvaje unitario es vejada con «verga, vela y mazorca». Si el «toro bravo» era «emperrado y arisco como un unitario», el «salvaje unitario» era «furioso como toro montaraz». Para defenderse, el unitario solo puede recurrir a su palabra antes que a sus pistolas inglesas. Esa imagen, la de la palabra que busca entender ante el cuchillo que busca matar, con sus variantes a lo largo del tiempo, ¿no es el centro del género policial?
Pensemos en los elementos del género. Hay una víctima y un grupo de victimarios. ¿Pero cuál es el móvil? ¿Dónde está la ley? ¿Cuáles son los hechos y cuál es la verdad? ¿Cuál es el enigma en El matadero? ¿Quién es el encargado de resolverlo? Por su lado, el unitario tampoco comprende por qué le pasa lo que le está pasando. Y aunque al lector argentino puede resultarle pueril indagar en los verdaderos motivos —no es más que un episodio de violencia política entre federales y unitarios—, para el «mentecato cajetilla» a punto de ser vejado toda posibilidad de conocimiento parece importante. Golpeado y «a nalga pelada», a punto de ser sexualmente abusado y en medio del martirio, su curiosidad es tan ingenua como en una película de Isabel Sarli. «¿Qué intentan hacer de mí?», pregunta. Pero antes, enfrenta con sus palabras al juez del matadero. Durante ese interrogatorio, el motivo del crimen y la causa del castigo por fin se revelan. «¿Por qué no traes divisa?», pregunta el juez. «Porque no quiero», contesta el unitario, con algún eco de aquel melvilliano preferiría no hacerlo. «¿No sabes que lo manda el Restaurador?», vuelve a preguntar el juez. «La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres», contesta el unitario. «¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?», pregunta el juez. «Porque lo llevo en el corazón por la patria que vosotros habéis asesinado, infames», contesta el unitario.
El problema de El matadero es que todo resulta demasiado a la vista e incluso a la distancia demasiado naturalizado como para constituir un enigma. La escena de un grupo de personas que atrapa a otra en falta y la golpea y la humilla y la asesina es, ciento setenta y seis años después de El matadero, por lo menos, escasamente original. Por otro lado, ¿quién podría resolver un problema que al fin y al cabo parece no existir? ¿Qué podría hacer o qué podría intentar resolver un detective contemporáneo a Matasiete como Auguste Dupin en el barro del matadero un día después de los hechos? Todo resultaría tan inevitablemente ridículo para el detective como para el lector. Ni siquiera los tipos más duros del policial negro tendrían mucho más que hacer ahí. Desahuciados y grotescos, terminarían preguntándose lo mismo que Echeverría: «Si abundan, pues, ideas de todo género en nuestro país, ¿cómo es que su influjo no se ha extendido más allá de un corto número de individuos?». En Todo queda en familia, una novela policial de Ezequiel Dellutri, un argentino que fue finalista dos veces del Premio Azabache, la amiga de un escritor encerrado en una comisaría por insultar a un policía lo va a visitar y le dice: «Hay que ser bien pelotudo para terminar en cana en este país de mierda». Esa frase está al principio del libro de Dellutri —que es, por otro lado, un narrador muy inteligente y nada ingenuo en lo suyo— pero se la podría pensar como epílogo tácito de muchísimas novelas policiales argentinas equívocas, por no decir llanamente malas. Novelas híbridas que en cuanto empiezan obligan al lector a dormirse a nalga pelada en la silla, con suerte después de preguntarle al autor qué intenta hacer de mí. Las novelas interesantes, probablemente, son las que hacen del género policial una pregunta más allá del enigma y más allá de las convenciones. Las que pasan por alto las figuras correctas que detallan los manuales y los modelos tutelares extranjeros. Las que prefieren no hacerlo, como diría Bartleby. Aunque eso convierta inevitablemente a sus personajes, sin mayor enigma, en sospechosos, en culpables, en investigadores y en víctimas a la vez.
Muchas gracias.
Leído en la mesa sobre el género policial argentino en el Encuentro Federal de la Palabra////PACO