Por Justina San Martín

El entusiasmo de los últimos años se compone de explosiones brevísimas de alguna experiencia que no suele durar más que un par de horas. No puedo sostener prácticamente nada en el tiempo, más allá del odio y el trabajo, aunque el odio, por más que me duela, lo sostenga cada vez menos.  Cuando encuentro algo que me gusta, lo exprimo rápido y hasta el fondo y como record lo hago durar 8, 9 meses. No más que eso.  Me canso muy fácilmente de absolutamente todo: carreras, personas, discos, libros, autores de moda, posturas políticas, comidas, necesidades. No puedo llevar a cabo casi ninguna actividad sin preguntarme cómo sigue porque “el estado de situación actual” me resulta copiosamente aburrido. Y no es un aburrimiento común: es desesperante, abrumador, como si todas esas cosas de las que me aburro me estuvieran exprimiendo rápido a mí, hasta el fondo, y haciéndome claudicar en una lucha por esa pretensión de eternidad tan humana. En el medio hay un par de cosas que explotan, claro, pero el resto del tiempo soy un sachet de leche con fecha de vencimiento próxima, en la heladera sucia de un supermercado chino del barrio de Flores.

 A los 15 años vivía el entusiasmo, como una intravenosa de emociones que me inventaba yo misma; a los 20 años vivía del entusiasmo; hoy en día ya no creo en nada. La única verdad es la realidad, me digo, y la realidad es la góndola del supermercado chino donde está la heladera que nombré antes.

En gtalk tengo a un pibe que antes me entusiasmaba diciéndome que me va a comprar un dulce de leche y un pote de casancrem para convertirme en una chocotorta humana. Se fue de vacaciones un mes; volvió y yo sentí que ya no había nada más ahí. Esa es la historia de los últimos años: las únicas cosas que me divierten son rápidas, confusas, peligrosas. Las únicas cosas que se parecen más a vivir que la vida en sí. Después aparece el tiempo, que es un huracán que oxida todo y fin: se me acaba la paciencia con la cual disfrazo cosas terriblemente tristes como eso de la chocotorta, un jueves al mediodía de home office escapándose a comer asado a Luján, 9 meses de sexo sin contemplaciones, copas en bares de toda la ciudad, discos de Black Keys enteros; esos recuerdos que uno simboliza como únicos pero son compartidos por el 98% de la población mundial.

No tengo facebook. Detesto la idea de un espacio virtual infinito lleno de fotos de pelopinchos, asados y nenas vestidas con mallas de gimnasia artística que les quedan chicas, en gimnasios húmedos y oscuros del conurbano bonaerense. No ando en bicicleta. No voy a un taller literario (aunque fui durante un tiempo, lo reconozco). No toco la melódica, no saco fotos con instragram, no tengo proyectos de refaccionar un PH en Villa Urquiza. Todas estas actividades generan entusiasmo (o esa palabra que se le parece, la versión religiosa: esperanza. Me da miedo).

Estoy rodeada, es cierto, por un ejército de multitudes jóvenes y entusiastas, por toda esa columna de adolescentes tardíos que acumulan actividades efímeras, mini emprendimientos, producciones artísticas de mierda subsidiadas por el estado, revistas, proyectos literarios, reuniones de lectura de poesía (siguen existiendo más allá de que el darwinismo indique que no se puede escribir poesía después de los 18 años). Pero yo padezco sola, en mi propio crossroads de ateísmo y desesperación.  Y espero a que algo explote. Pronto.