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Hasta ahora leí Las redes invisibles dos veces. Primero, claro, cuando Sebastián Robles me pasó el libro, hará cosa de un mes. Había leído varias de las versiones preliminares de los cuentos – aunque no creo la palabra cuentos le corresponda muy bien a los relatos con los que está armado el libro, me parece que son otra cosa para la que no encuentro una definición exacta –, las primeras versiones de las redes que forman Las redes invisibles y que aparecieron en la revista Paco. Sabía que había corregido y alterado esas primeras versiones y que había sumado algunas redes nuevas, de mayor extensión.

Las redes invisibles pertenece a ese tipo de libros que se leen muy rápido, que no se pueden dejar de leer pero que persisten durante días en el sistema orgánico del lector, que tienen un efecto que modifica la percepción del lector sobre zonas de su entorno que hasta ese momento se experimentaban con la inocencia de lo dado.

Me daba curiosidad saber en qué había mutado el trabajo terminado. Primera impresión de esa primera lectura: Las redes invisibles pertenece a ese tipo de libros que se leen muy rápido, que no se pueden dejar de leer pero que persisten durante días en el sistema orgánico del lector, que tienen un efecto que modifica la percepción del lector sobre zonas de su entorno que hasta ese momento se experimentaban con la inocencia de lo dado. No se puede decir eso de muchos libros, ni siquiera de muchos libros realmente buenos. Y no me refiero al efecto duradero, por ejemplo, de terror que un libro del género terror puede producir, o al efecto de fascinación con una región o una ciudad que puede dejarnos durante semanas un buen libro de viajes. El efecto que inocula Las redes invisibles es más sutil y más brutal, porque es el efecto que se produce cuando un libro nos muestra el lado crepuscular de objetos y hábitos que nos envuelven, que forman parte de nuestra vida, que forman el mundo más inmediato en el que vivimos.

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En los días siguientes a esa primera lectura me pasó muchas veces, en mitad de la rutina diaria de visita a sitios web, encontrarme con algunos de los personajes y las voces y los mecanismos que Robles inventa en sus redes: un comentario en YouTube a una canción producía un contra-comentario que acusaba al primer comentarista de alguna enfermedad mental o de alguna deficiencia grave e incurable en su gustos musicales y/o sexuales, a lo que se sumaban otros que aportaban nuevas injurias o, directamente, nuevas intervenciones que ya no tenían nada que ver con la canción pero terminaban llevando la dinámica de esa comunicación a temas como los efectos del estalinismo en las ex repúblicas soviéticas o las raíces secretas del racismo en Estados Unidos o las maquinaciones inconfesables de ciertas corporaciones, todo avalado con links que remitían a sitios oscurísimos a los que no me animaba a entrar, o de los que salía lo más rápido que el movimiento del mouse hacia la X del cierre de pestaña permitía. Es un ejemplo.

Me pasó muchas veces, en mitad de la rutina diaria de visita a sitios web, encontrarme con algunos de los personajes y las voces y los mecanismos que Robles inventa en sus redes: un comentario en YouTube a una canción producía un contra-comentario que acusaba al primer comentarista…

Otro: buscando un libro en inglés para el Kindle llegaba a foros de intercambio donde, después de un molesto registro de datos, accedía no al libro que era lo único que me interesaba buscar originalmente sino a interminables diálogos de comunidades virtuales con años de antigüedad donde se hablaba con total autoridad de temas tales como el abuso sexual en la región de los Apalaches o del cine indonesio de los años 80 o de los efectos de una droga experimental suministrada a los soldados norteamericanos en Afganistán o, más comúnmente, donde dos usuarios con nicks ridículos, separados por varios husos horarios, se ponían a hablar de su soledad y su frustración y de cuánto odiaban la vida que llevaban y del alivio que les daba encontrar a alguien al otro lado del cable de fibra óptica. Por supuesto todo esto forma parte de Internet y ya lo conocía, ya lo había visto y participado, como cualquier o casi cualquier habitante del planeta, en alguna de esas instancias. Pero la lectura del libro de Robles había cambiado la iluminación de esos paisajes y las sombras ahora parecían más largas, más amenazantes y más peligrosas.

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La segunda lectura de Las redes invisibles fue hace unos días para preparar lo que estoy diciendo, y creo que ya una vez disipado un poco el efecto de la primera lectura (cuando nada más queda un eco mental que me dice que tenga cuidado al adentrarme en lugares desconocidos) puedo concentrarme en dos o tres zonas que me parece que el libro toca y lo vuelven un objeto extraño e interesante. Primero, la cuestión del archivo, del catálogo, de la crónica de mundos en proceso de colonización: las redes sociales que forman el libro de Robles son como los fragmentos que quedaron de un futuro que ya ocurrió y al que ahora nos toca estudiar. Es una colección de ruinas o de mapas medio quemados de ciudades antiguas que reconstruimos con la imaginación. Es un servicio útil porque nos anticipa la tarea de los historiadores del futuro. ¿Qué va a quedar de los miles de millones de terabytes de información que intercambiamos todos los días en Internet a lo largo de nuestras vidas? ¿En veinte, treinta, cuarenta años qué va a estar disponible de la masa de intercambios que cada persona acumuló a lo largo de su vida digital?

¿Qué va a quedar de los miles de millones de terabytes de información que intercambiamos todos los días en Internet a lo largo de nuestras vidas? ¿En veinte, treinta, cuarenta años qué va a estar disponible de la masa de intercambios que cada persona acumuló a lo largo de su vida digital?

Pensemos en todos los mails, en todos los chats, en todos los comments, en todos los historiales de visitas y búsquedas, en todas las compras, en todo el porno, en todas las fotos, en toda la música, en todos los libros, en todo el rastro que dejamos con los años en la web. Pensemos en nuestras biografías digitales, en cuán cerca o cuán lejos están de lo que creemos que somos, en si hay una diferencia entre esas huellas que dejamos marcadas en la web y lo que llamamos nuestra intimidad, nuestro ser auténtico, el núcleo privado, inaccesible de nuestras vidas. Hoy nadie – salvo, obviamente, las agencias de espionaje norteamericanas – tiene un acceso total, transparente, a esa información; lo más probable es que todo ese doble de cuerpo digital se pierda, o quede flotando anónimamente en la Nube, esperando el momento de una limpieza general, el momento del reset de un apagón universal. Las redes invisibles recupera algunas de esas vidas imaginarias y las perpetúa en un libro que nada paradójicamente es de papel y tinta, porque ¿cómo sino asegurar la supervivencia de esos testimonios de la vida en la web? Poniéndolos, lógicamente, fuera de la web y sus peligros.

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Otra zona que el libro visita es la de las afinidades electivas y la entropía que siempre acecha toda comunidad humana. Redes de moribundos que quieren pasar sus últimos días comunicados con otros moribundos. Redes de escritores realistas que tienen que pasar el filtro de la máquina para inmortalizar sus escritos. Redes de huérfanos que intercambian mensajes de rabia y pérdida con perfiles virtuales de sus padres muertos. Redes de solitarios que se encomiendan a un algoritmo secreto para encontrar el amor ideal.

El libro de Robles más que a la celebración optimista de las posibilidades de la tecnología pertenece al linaje de la sospecha.

Vivimos en una época de superávit comunicativo y pulsión infantil donde cada capricho, cada rasgo extremo de personalidad, cada elección de vida puede estar seguro de encontrar en algún lugar su red ideal, sus pares con los que seguir una conversación interminable. Pero el libro de Robles más que a la celebración optimista de las posibilidades de la tecnología pertenece al linaje de la sospecha, y en cada una de sus redes lo que se percibe por debajo es la amenaza del caos y la desorganización o la amenaza de las máquinas que toman el control, pasando de ser herramientas a artífices de su destino. Así, la red social de los moribundos parece extender la sombra de la muerte incluso sobre su creador. En la red Animalia, las mascotas aprenden a comunicarse en la web y por un error humano descubren Rebelión en la granja y se vuelven conscientes de su opresión y de que sólo la violencia los liberará.

En otra red los lectores de Lovecraft van convirtiéndose poco a poco en monstruos marinos mientras intercambian comments desesperados. En algún punto, Las redes invisibles es un libro sobre cómo el lenguaje y las narraciones que Internet produce todo el tiempo mutan y se deforman hasta el punto en que consiguen saltar de las pantallas y los servidores para contaminar y modelar el mundo que seguimos llamando “real”. La pregunta de uno de los personajes de las redes, “¿No es el lenguaje una red social?”, desactiva cualquier pretensión fácil de ubicar al libro en el terreno de lo fantástico o de la ciencia ficción. Estamos, más bien, en una zona que está más acá de la realidad corriente. En cierto sentido este es un libro sobre otro libro, una ficción sobre otra ficción mucho más enorme, probablemente infinita: la ficción que gobierna lo que por comodidad llamamos realidad. Por eso antes decía que la palabra “cuentos” me parecía un poco corta para definir las partes en las que se divide el libro. En el prólogo a Crash Ballard dice: “Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad”. Creo que es una buena definición de lo que Sebastián Robles logra con sus redes invisibles/////PACO

(*) Leído en la presentación de Las redes invisibles, diciembre 2014.