Como parte recurrente de la memoria popular, la frase, aleccionadora, se repite: “si el problema tiene solución, ¿para qué preocuparse? Si el problema no tiene solución, ¿para qué preocuparse?” El refrán funciona, es recordado y repetido, en tanto que sacrifica toda vinculación con la realidad y su desarrollo pragmático. Ocuparse de solucionar el problema, intentar ganarle a una situación sin salida, no resignarse frente a lo dado y la cuota de neurosis y esfuerzo que eso conlleva, resulta inherente a nuestra especie. Más allá de eso, la frase acuña y sintetiza todo lo que no debe hacer ni pensar un narrador. 

Para el oficio del que cuenta historias, prescindir de la descripción de los problemas redunda en el tedio. Para que una narración sea sólida debe haber conflicto. Por lo tanto, ese refrán, que se cierra sobre sí mismo, se me antoja el peor punto de partida para una historia. Lo que le interesa al que cuenta y al que escucha o lee es justamente todo lo que ese refrán excluye: la preocupación, el problema, su solución o su falta. Así las cosas, el narrador debe abrir. Cerrar no, abrir. Pero ¿abrir qué? Si se trata de citar refranes sería mucho más útil aquí atender al famoso: “hay que pegarle al chancho hasta que aparezca el dueño.”

Otra idea que los narradores deben desoír aparece en un verso de la canción Dulce condena de Los Rodriguez. Cuando Andrés Calamaro canta: “no importa el problema, importa la solución”, los novelistas y cuentistas deberían entender muy rápido que se trata de una frase falsa. Puede servir a la hora inefable de la obsesión, ese momento del día que todos padecemos, o incluso dentro de una lógica laboral, sindical, castrense o vital. Pero para el narrador probo importa tanto el problema como la solución que, si el que cuenta es hábil y hace bien su trabajo, conducirá a un nuevo problema. De hecho, una narración todavía más acabada plantearía un conflicto cuya resolución demanda un conflicto mayor. A decir de Ricardo Barreiro: “los personajes se meten en un quilombo y para salir generan un quilombo más grande.” La transmutación de las soluciones en problemas aparece, entonces, como uno de los grandes talentos del novelista. Dicho esto, el verso de la canción que sirve es: “me gustan los problemas, no existe otra explicación.”

Por lo general la resolución del primer conflicto, para que la narración interese y se consolide, no debe recurrir al sentido común. Ese es uno de los equívocos del mal realismo. El realismo no se forma en la narración compulsiva y mimética de la realidad. Al contrario, es justamente la narración de la irrealidad en nuestra realidad. Lo mismo, de una manera médica y biologicista, sucede con el naturalismo. Las mejores obras de estas escuelas literarias son las que pueden encontrar lo excepcional, lo patológico, lo bizarro y lo disruptivo dentro de nuestro mundo sin recurrir a torcer o forzar las reglas de nuestra vida cotidiana.

Llegado este punto, no hay mucha novedad en cómo se construye una historia o cómo se escribe un cuento en el presente, pero sí hay algunas variaciones en relación a cómo se lee. ¿Novedad o regreso? ¿Algo nuevo que emerge o algo viejo que vuelve? Digamos que esa nueva forma de leer ya estaba ahí. Los cuentos extraordinarios de Poe se confundían con las noticas que se publicaban en las revistas de la época, o a las narraciones galvanizadas de Nelson Rodriguez que, a decir de Ruy Castro, se mezclaban con las crónicas sociales y policiales de la época hasta parecer salidas de la vida misma. A vida como ela é, título de esas columnas, formulan un guiño explícito, un deseo de lectura, una forma de entender.

A principios del siglo XXI, la pregunta por cómo se construye un relato nos llega resuelta por nuestros maestros. Quiroga, Borges, Piglia, entre otros, se dedicaron a fijar y describir esos mecanismos. Pero ya no leemos como se leía en el siglo XX.

Las narraciones actuales, las historias que circulan y articulan nuestra percepción, no se leen como piezas de un libro. Hoy no leemos como leemos en el colegio los relatos de Julio Cortázar, cuyos personajes, inmóviles en una página de papel, protagonistas de obras maestras, poco o nada contaminados por su entorno, nos esperan en los estantes de la biblioteca. Hoy escribimos y leemos en la web. Y por lo tanto leemos transformados por las plataformas y las interfaces de la web. 

El relato actual funciona rozándose y sobreponiéndose con otros géneros que no evidencian su artificio, no ponen el arte adelante del lector. Esa autonomía está siendo afectada cuando leemos en los soportes digitales y sus géneros. Pero es la escritura misma en su conjunto la que atraviesa el cambio.

En ese sentido me parece importante, diría mejor fundamental, la obra de Sebastián Robles, autor de una de las frases más precisas del siglo XXI literario: Hoy la forma es Internet. Resulta difícil subestimar o pasar por alto la contundencia de esa afirmación y su verdad intrínseca. Hegel señalaba que pretendía ser contemporáneo de sí mismo. Robles responde con esa frase parte de ese mandato. Pero ¿cómo es esa forma de la que habla? Sus libros proyectan, cada uno a su manera, una respuesta a esa pregunta.

Los años felices cruza la nostalgia de la última década del siglo XX con los blogs, Las redes invisibles arma un refinado catálogo de mundos paralelos, virtuales o no, La máquina soviética se presenta como una novela fraccionada y experimental, donde la serie histórica y la serie biográfica se complejizan con el impacto de la imaginación. Las piezas que componen estos libros fueron publicadas en Internet antes de llegar al libro. Lejos de ser un detalle, esa instancia se percibe en la esencia misma de su escritura.

Cuando hablamos de la forma de las narraciones de Internet la tentación es pensar en la brevedad. Twitter y Whatsapp, entre otras plataformas, parecen llevarnos a lo breve, a la frase, al epígrafe, al fragmento. Sin embargo, la fragmentación puede afectar a textos de otras extensiones. No es un rasgo privativo del aforismo o la poesía moderna. Internet viene, así, a cambiar el status de la narración, o, con más precisión, podríamos decir de su lectura, lo cual llegado el caso es lo mismo. 

Pero si empujamos un poco más, podemos decir que Internet y con mucha más claridad eso que llamamos las redes sociales hacen regresar la narración escrita a sus inicios modernos. Por momentos, incluso un poco más atrás. Las redes sociales en tanto que máquinas bobas, propiciadoras de la confesión plural y conductoras de la manada, no nos proyectan al futuro, a la AI, sino que nos retroceden a una lectura primitiva, ingenua, donde el lector, irreflexivo, cree en lo que lee y no responde a un proceso, ya muy analizado por todo tipo de expertos, sino a una forma vital de realización literaria. En las redes sociales no hay yo poético, ni narrador, ni personajes en primera persona, hay sujetos que emiten sentimientos, opiniones y verdades. Volvemos así a los dilemas barrocos del Quijote, a las fantasías intelectuales y eróticas de Madame Bovary. Llevó décadas, y un cambio de siglo, salir de la lectura biograficista hacia la comprensión de la lengua como un mecanismo, y luego de ahí a la lectura como un procedimiento creativo. ¿Qué va a pasar en el futuro? 

En nuestro presente, el escritor del siglo XXI puede operar en estas formas de leer. Si opta por no hacerlo, nadie puede cuestionar esa decisión, al menos debe ser consciente de que la escritura siempre es afectada de forma irrefrenable por la tecnología. Hoy leemos con los ojos puestos en la pantalla y la pantalla se mueve. Qué respuesta le damos a esta verdad es la que nos define como lectores y escritores de la primera mitad de nuestro siglo.///PACO