Es imposible imaginar un color. No es una tarea que la mente humana pueda cumplir. Los colores que percibimos pueden recordarse, representarse y combinarse, pero es imposible imaginar un color nuevo. De ser necesario avanzar en los motivos, podemos decir que el ojo humano capta ciertas longitudes de onda de luz visible que se traducen en los colores que vemos, y también que el cerebro sabe que existen otras longitudes de onda con colores que nos resultan invisibles. En tal caso, por razones vinculadas a nuestra inapelable fisiología antes que a la estética o la voluntad, es imposible imaginar un color. En consecuencia, la aparición de un nuevo color, un color que nadie hubiera visto antes, es un evento incompatible con la naturaleza humana. Quizás podría verse hermoso, pero también violentaría todo lo que hemos sido, somos y podremos ser como especie. Esto es lo que The Colour Out of Space cuenta que le pasó a la familia Gardner en las profundidades boscosas de Arkham, Massachusetts, en junio de 1882. Un color que salió del espacio iluminó sus vidas, y entonces sus vidas fueron arrasadas por la locura y la horripilación; una locura y una horripilación tan inhumanas que remiten al tipo de cosas “que no pueden ser mencionadas” y que requieren acciones tan desesperadas que, aunque hechas por humanidad, “a veces son cruelmente juzgadas por la ley”. ¿Promesas de belleza que condenan a la aniquilación? Bienvenidos al sentido poético de Howard Phillips Lovecraft.

Más de una década antes de que Orson Wells asustara a los Estados Unidos con la emisión radial de La guerra de los mundos, comenta Leslie S. Klinger, The Colour Out of Space, que apareció en la revista Amazing Stories en 1927, intentó popularizar las historias en las que los extraterrestres invaden nuestro hogar. Y en el proceso, remarca Klinger, Lovecraft insistió por primera vez en la literatura moderna de terror en que el verdadero horror no se escondía en castillos góticos, científicos locos ni espíritus retorcidos, sino que habitaba el espacio exterior. Respecto a lo que esto significa, es imperativo atenerse a las interpretaciones del biógrafo y crítico S. T. Joshi: la naturaleza sideral del “horror cósmico”, para H. P. Lovecraft, no exonera a la Humanidad de sus propios males, sino que los desmantela. La existencia humana, en otras palabras, es parte de una inmundicia intrascendente y desordenada perdida en la generalidad de un cosmos que desprecia sin distinciones al mundo y a la vida.

The Colour Out of Space tal como se publicó en Amazing Stories en 1927

En Color Out of Space, la última película basada en el cuento, el director Richard Stanley alude a esto con rigurosidad literaria cuando muestra, a través de distintos planos cerrados, los bosques “donde no ha resonado nunca el ruido de un hacha”. Es ahí, donde “todo el misterio de la primitiva tierra” se funde con “la oculta erudición del viejo océano”, que “los secretos de los extraños días”, aquellos durante los que las vidas de los Gardner fueron “sorbidas por el color”, resuenan en conexión con algo muchísimo más vasto que el paisaje natural. “El lugar no es bueno para la imaginación”, escribe Lovecraft. “Estamos viviendo un sueño”, dice el padre de familia que interpreta Nicolas Cage. Si interesan las relaciones de similitud y diferencia entre el cuento y la película, recomiendo prestar atención al pozo de agua en el centro del jardín de los Gardner, el punto junto al cual cae el meteorito. Para Lovecraft, ese pozo, “cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol”, es el canal que conecta lo que viene de las estrellas con lo que se arrastra bajo nuestros pies, mientras que para Stanley, como para casi todo el cine de terror, ese mismo pozo es nada más que un talismán freudiano donde lo bajo, lo sórdido y lo reprimido deambulan a la espera de su inevitable retorno siniestro.

Otras diferencias respiran el aire más obvio de la época. Un narrador negro, una joven coprotagonista femenina (con la que se insinúa un romance interracial) e incluso cierta aparición de la sensibilidad infantil, tal como se despliegan en la película, no solo están ausentes en el cuento (donde los tres hijos son varones y Nahum Gardner encierra a su esposa en el “ático” sin demoras en cuanto su locura los asusta demasiado), sino que faltan en la mirada general de Lovecraft sobre la sociedad humana. Por último, en la película, el padre de familia aniquila a tiros a la inexplicable monstruosidad que fusiona los cuerpos enloquecidos de su esposa y su hijo menor (otro bocado predigerido para los paladares freudianos) a medida que todo lo que lo compele a amar a los suyos se extingue, y este proceso, notarán con entusiasmo los freudianos, empieza justo cuando este padre y su esposa, que no son ni pretenden ser jóvenes, reinician su vida sexual después de las vicisitudes de un cáncer de mama.

H. P. Lovecraft y Sonia Greene en julio de 1921, uno de los pocos años en que intentó ser feliz de un modo vulgar

Stanley convierte así su película en un drama, quizás previsible, sobre las insoportables fuerzas de la vida familiar. Sin embargo, todo lo que le ocurre a este padre, todo lo que siente, piensa y hace tras quedar expuesto al meteorito “que había mostrado ante el espectroscopio unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro normal”, como escribe Lovecraft, y que emplazará su existencia sobre la fórmula ominosa que sugiere que amar es matar, no llega a lo profundo de la conciencia dialéctica lovecraftiana, según la cual, como sus mejores lectores saben, amar es odiar [1]. Acerca de lo que esto significa, no hay otro camino que las palabras previas de S. T. Joshi sobre la cosmovisión esencial de Lovecraft. Si restan dudas, esa cosmovisión pesimista también está sintetizada en apenas dos renglones de At the Mountains of Madness, que era la segunda historia predilecta de Lovecraft después de The Colour Out of Space. Los renglones dicen: “Fuera lo que fuese lo sucedido, era horrible y repugnante”.

Pero volvamos a la posibilidad terrorífica de un color nuevo. En el cuento, un meteorito cae en la granja de los Gardner. Los científicos de la Universidad de Miskatonic intentan analizar lo que resta de la piedra, pero este proyecto fracasa cuando cada una de las pruebas que recolectan disminuye su tamaño y desaparece. Frustrados por este encuentro inútil con lo desconocido, los científicos olvidan lo que pasó. Su balance es simple y claro: “No era nada de este planeta, era un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas”. Poco después, algunos lugareños empiezan a ver animales deformes en el bosque y las cosechas de Nahum Gardner crecen más fuertes pero incomibles. ¿El aire huele a podrido? ¿El agua está envenenada? ¿Es ese nuevo color, que por momentos brilla entre los miembros de la familia Gardner en la oscuridad? Pronto, todos son víctimas de un acelerado proceso de degeneración física y mental. “Las cosas más extrañas resultaban ahora normales”, escribe Lovecraft, pero los Gardner “se habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles”. Los animales se mueren o huyen, la madre empieza a caminar en cuatro patas, uno de los chicos muere y los otros dos se tiran con su perro y un cordero al pozo de agua, donde se ahogan. “El color quema y sorbe… está sorbiendo la vida”, dice Nahum Gardner antes de quedar reducido a algo sin forma. Todo lo que había estado vivo en la granja, toda la vegetación, los animales y los hombres, enloquece y muere. Lo demás “se volvía gris y quebradizo”.

La pesadilla (1781), de Johann Heinrich Füssli, conocido como Henry Fuseli

Hacia el final, Lovecraft alude a “una escena de una visión de Fuseli” para describir el instante en que los gigantescos árboles en esa zona inaccesible del bosque de Arkham se extienden hacia el cielo coronados con lenguas de fuego y fulminan el lugar en una “borrachera de luminoso amorfismo”. En ese instante, el “misterioso veneno del pozo” se proyecta otra vez hacia las estrellas, “hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo”. Convertido desde entonces en un “marchito erial”, ahora el lugar será inundado para la construcción de una serie de lagos artificiales. Pero, ¿qué fue lo que pasó? En el fondo, no importa. Lo que haya pasado es menos importante que la decisión de dejarlo de una vez por todas bajo las aguas del olvido. A veces, escribe Lovecraft, tenemos contactos involuntarios con “reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación”. ¿Y para qué aturdir nuestro limitado entendimiento con los signos del horror cósmico si tampoco existe una salvación?

The Colour Out of Space, una de las pocas historias con cierto reconocimiento durante la vida de su autor, le costó al editor de Amazing Stories apenas veinticinco dólares (“equivalentes a trescientos noventa del día de hoy”) que tardó tanto en pagar, cuenta S. T. Joshi, que H. P. Lovecraft no volvió a enviar textos a esa revista y pasó una buena cantidad de meses imposibilitado para escribir. Por su parte, Color Out of Space, la película de Richard Stanley, tuvo un presupuesto de doce millones de dólares y al llegar a los cines, al inicio de lo peor de la pandemia mundial de Covid-19, recaudó solamente un millón. Pero no es acerca de esto que vale la pena hablar, ni tampoco sobre las distancias creativas o metafísicas entre un escritor que nos habla desde las primeras décadas del siglo XX sobre el odio como única fuerza existencial y un director de cine que nos habla desde las primeras décadas del siglo XXI sobre lo insoportable de la vida en familia (el único aspecto común entre estas dos narraciones está en el elemento de la locura que Lovecraft conocía de primera mano, ya que tanto su padre como su madre habían muerto encerrados en un hospital psiquiátrico). En honor a ambos artistas, entonces, mejor ubiquemos nuestra mirada en el inabarcable horizonte del espacio exterior. Al fin y al cabo, es lo que hizo el propio Lovecraft cuando inventó para los ciudadanos de Providence el primer número de su Rhode Island Journal of Science and Astronomy, cuando no tenía más de trece años.

Una región de formación de estrellas llamada NGC 3324, en la nebulosa de Carina, a seis mil quinientos años luz del planeta Tierra, captada por el telescopio espacial Webb

Lo que se conoce sobre las formas, las velocidades y las distancias del Universo se conoce, sobre todo, gracias a los espectrómetros. Estos aparatos captan luz, que es una forma de la energía y la información del Universo. Distorsionada, dividida en diferentes tipos de longitudes, inagotable, espontánea, visible, ultravioleta o infrarroja, la luz, explican los astrónomos, es la conciencia del cosmos. Una conciencia frente a la que nuestros ojos biológicos son casi ciegos. El punto es que lo que las imágenes del telescopio espacial James Webb demostraron a mediados de 2022 es que, de hecho, el telescopio espacial Hubble, su predecesor, también era prácticamente ciego. A partir de la vista infrarroja más profunda de nuestro universo que jamás se haya tomado, el telescopio Webb inauguró una nueva aproximación al origen y la muerte de estrellas que habitaron el cosmos hace cuatro mil seiscientos millones de años, y se espera que la investigación logre remontarse al momento cero del Big Bang. Ahora bien, lo único importante es que todo esto, que con palabras más neutras y precisas los científicos describen como el eterno fulgor de millones de estrellas que agonizan entre polvo interestelar y nubes de gases mientras el Universo se expande con indiferencia ante su muerte, nos es presentado a través de colores. Pero, ¿qué tal si en las próximas imágenes del telescopio espacial James Webb, de repente, viéramos un nuevo color?///////////PACO


[1] El matrimonio entre Lovecraft y Sonia Greene es un capítulo biográfico que lo explica bien. Ya que esto es una nota al pie, digamos nada más que Lovecraft solía presentar a Sonia como un ejemplo de cómo los judíos podían integrarse en la sociedad, al mismo tiempo que en las cartas privadas a amigos mostraba su respaldo a la doctrina racial de los nazis. Por su parte, Sonia confesaría en sus propias cartas que el “reiterado odio” de su marido hacia los judíos fue la razón principal de su distanciamiento y la subsiguiente separación definitiva en 1926.