William Powell vivía en Nueva York y tenía diecinueve años cuando escribió The Anarchist Cookbook. Barricade Books, del editor Lyle Stuart, lo publicó por primera vez en 1971. The Anarchist Cookbook combina un estilo panfletario y el llamado a la acción con tácticas de insurgencia, sabotaje y creación de explosivos caseros. Cuando no se esmera en descripciones técnicas, ofrece párrafos de prosa política y citas del Che Guevara y Abraham Lincoln. Hoy se consigue con facilidad en la web.
En el 2016, se estrenó American Anarchist, un documental de ciento veinte minutos donde el director Charlie Siskel entrevista a un Powell mayor y aplacado. La película narra de forma ágil y precisa la historia del libro y la historia de Powell que, desde su presente reflexivo, condena el libro. Después de escribirlo, publicarlo, atravesar un gran escándalo, alejarse del activismo, graduarse como maestro de escuela “for emotionally disturbed children”, tener una familia y convertirse al anglicanismo, Powell cuenta como abdicó de su prédica subversiva y trató de olvidar The Anarchist Cookbook. También narra cómo el libro, que en los años 80 parecía aletargado, comenzó a activarse con los atentados y tiroteos en las escuelas y otros lugares públicos en los Estados Unidos de los años 90. Desde luego, la llegada de Internet lo puso a disposición de todos.
La partes dedicadas a la masacre de Columbine High School, a Colorado High School, al tiroteo de Aurora, a la explosión de Oklahoma y toda la seguidilla, el negro catálogo de cada una de las veces que se encontró el libro en posesión de asesinos y criminales es el núcleo de la película y quizás su parte más precisa y contundente. Por eso American Anarchist también cuenta cómo Powell intentó acallar, olvidar y solapar el libro sin éxito, cuánto ganó por las regalías y cómo finalmente se le escapó de la manos cuando Barricade Books fue vendida en 1991. Pero ¿en qué podía afectarlo ese libro, a la vez, oscuro y estridente? Más allá de las amenazas anónimas, perdía trabajos y oportunidades laborales porque siempre alguien recordaba lo que había escrito, su autoría, su firma.
Con herramientas rudimentarias pero ajustadas, American Anarchist plantea algunos problemas que se vuelven muy rápido magnéticos. Los silencios que hace Powell cuando piensa, los cambios de su cara y su aspecto a lo largo del tiempo, el acento británico adquirido durante su infancia en Gran Bretaña, redondean una película entretenida. Sin embargo, el centro de nuestro interés por Powell y, por lo tanto, el centro de la película, es un libro.
El primer lector de ese libro es el mismo autor. Y su mujer, la otra entrevistada, funciona como un refuerzo de su lectura. ¿En qué consiste? Era joven, ya no soy el que lo escribió, ya no pienso así… Y luego, pese a tener remordimientos, hasta cierto punto, no puedo hacerme responsable por lo que el libro generó, aunque sí, me hago cargo. ¿Y qué generó? El entrevistador sostiene otra lectura, la de la responsabilidad directa, que es resistida a medias, temperada, matizada por la pareja. Ese argumento se construye con otros lectores, la lista de criminales que leyeron The Anarchist Cookbook y obraron en relación a esa lectura. El libro habría sido, así, una herramienta para ellos, tanto en su norte ideológico como en sus aportes prácticos. Pero antes de la responsabilidad, voy a volver sobre eso, Powell ya se lee mal a sí mismo. “Este libro no es una gran obra literaria. Es un fastbook” dice en un momento de la entrevista. Lo segundo puede ser, lo primero es falso. The Anarchist Cookbook es mucho más complejo que un mero manual. Desde el título plantea un humor que recupera el ánimo negro y a la vez jovial de la Revolución Francesa, y desde luego, toma ese cruce entre lo doméstico, lo disolvente y lo fatal de los momentos previos a la Revolución Rusa. Si lo pusiéramos a jugar en la tradición literaria, podríamos pensar rápido en las novelas de Roberto Arlt, en Technique du coup d’etat de Curzio Malaparte, en las interminables bibliotecas del maoismo y el marxismo revolucionario, y desde ya en los referentes del anarquismo como Kropotkin, Proudhon, Stirner, Malatesta y hasta Antonin Artaud. The Anarchist Cookbook es un libro de síntesis, una remix de manuales castrenses, intuiciones y citas. Pero no solo eso. Es una obra literaria trabajada a conciencia, escrita con talento, espejo y parte de una época. Los mismos manuales de contrainsurgencia de los estados centrales se ocupan de no reducir el movimiento insurgente a su aspecto militar. De hecho, el primer capítulo de The Anarchist Cookbook está dedicado a la producción casera de drogas. No se trata entonces solo de hacer daño…
Se equivoca, entonces, Powell cuando lo caracterizar como un fastbook. Y el libro mismo, su vigencia, para la que la película da sobradas pruebas, se rebela contra esa etiqueta. Lo que tenemos entonces es una obra de resonancia de un momento de quiebre en la historia del siglo XX: Guerra de Vietnam, liberación sexual, nuevas ideologías en antiguos estratos sociales, nuevo colectivos, nuevas prácticas. Es ese el contexto en el que se escribe y publica The Anarchist Cookbook. Ahora bien, había y hay muchos libros parecidos pero ¿por qué éste, justo éste, se hizo tan conocido? El mismo autor dice que condensó y reversionó libros de formación bélica, citando la bibliografía con la que estudian los Navy Seals y otras unidades militares, que por otra parte estaban al alcance de cualquier lector en las universidades públicas. Muchas veces se trata de la capacidad de síntesis, muchas veces se trata de la lírica, y muchas otras de un tema de timing. Pero la película no se ocupa del éxito. Sino que se hace la pregunta, menos interesante, por la responsabilidad.
La gran pregunta recurrente que se hace el documental, entonces, es por la responsabilidad del autor. Es una pregunta difícil. En todo caso, plantear una causa-efecto, lectura-acción, implica desafiar, aplanar y negar todo lo que sabemos, lo que fuimos aprendiendo a lo largo de los siglos, sobre lo que ocurre cuando leemos un texto. Pero el documental no aborda estos problemas. Es más, empuja las idea de la literalidad con su espectacular lista de lectores criminales. En un momento el entrevistador pregunta: “¿Se siente responsable por el uso que se le dio al libro?” Y esta vez Powell responde: “Sí, me siento responsable por la forma en que fue usado el libro”. ¿Sentimientos? Sin embargo, como decía Barthes, el autor es un convidado más a la hora del banquete de la interpretación. En mi lectura, tiendo a pensar que Powell no es responsable. Es más, siguiendo un ejemplo que el mismo Powell usa en un momento, creo que un fabricante de armas es siempre mucho más responsable que un escritor.
Llegado este punto, cuando el entrevistador busca hacerlo responsable, tanto Powell como su mujer se quejan de esa situación. ¿No alcanzó con el remordimiento, con aceptar a medias, con aceptarlo todo? Pero esa queja no cuestiona de forma medular la lectura que la película y su director y entrevistador impulsan. De hecho, hasta cierto punto la confirman. Al aceptar esa lectura literal de la relación entre autor y libro y de la relación del libro con sus lectores, Powell busca someterse a cierta forma de expiación. ¿Los libros fomentan y forman asesinos? Si los criminales leen a Nietzsche, a Thoreau, a Sade, ¿debemos condenar los libros o a los criminales? Grandes masacres se perpetraron en nombre de todos nuestros libros sagrados, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, la Torá y el Corán. Incluso esos libros sagrados también son manuales de guerra. La guerra, la pequeña guerra, la insurgencia, la educación de los soldados, la experiencia, las armas. Ya lo señalé, hay una larga y muy nutrida tradición en ese sentido que, de haberse hecho presente en la película, habría llevado la discusión a otra parte. Pero Powell no recurre a ese corpus. ¿Por qué? Porque quiere la absolución. American Anarchy es un acto de constricción, pero fallido. Desde mi perspectiva, la escena conclusiva del abuso infantil británico no suma nada. El final abierto, de lo mejor de la película, marca esa ambigüedad. Pese a todo, las dudas persisten. Cuando vuelve a la escritura, Powell se va a la novela histórica. Abandona el activismo. Abandona su éxito. Aunque Siskel le señala que quizás, de una manera poco consciente y muy freudiana, no haya podido escapar al tema. (Y supongo que Powell, que es también, aparte de un buen escritor, un buen actor, lo sabe.)
Muchos libros tienen su realización en la vida de sus lectores, más allá de sus autores. La negación de Powell, su premeditado alejamiento e indiferencia hacia el libro, no hace más que trabar la inoculación que él pretende. ¿Perdió esa pelea contra su pasado y sobre todo contra su escritura? American Anachist dice que le terminó ganando, recluyéndose en Francia, siendo feliz, yéndose de picnic. Pero esa melancolía otoñal no es completa. Su mujer lo señala: como el retorno de lo reprimido, de la mano de la omnipresente y memorioso internet, “el libro siempre vuelve.” Así, la lectura que Powell hace sobre su propio libro es pobre pero también es altamente ideológica. The Anarchist Cookbook, con esa capacidad de concentración y transmisión, podría ser muy útil para pelear por la liberación de un pueblo, de una tribu o de un grupo sometido. Pero Powell se mueve dentro de los países del mundo libre, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, y cuando desciende a Tanzania, o a otros países eternamente colonizados y condicionados por la fuerza de esos países centrales, lo hace como maestro para jóvenes con problemas. No hay forma de no pensar que siempre está del lado equivocado de la historia. En el mundo libre debía ser el maestro comprensible y trabajador, y en el tercer mundo el intelectual de los procesos violentos de emancipación. No al revés. Hay más ironía que destino en esa inversión. Para el caso, muchos revolucionarios de la clase media en los 60 se transformaron en lo Yuppies de los 80 y en los CEOs del siglo XXI. La diferencia es que Powell escribió un libro, dejó un testimonio impreso, y sobre todo lo hizo con talento.
Hace años, en una entrevista pública, Enrique Fogwill dijo que él no le tenía miedo a la página en blanco. La página que no se llena, lo que no sale, esa imposibilidad, es inocua, no existe, no daña. Pero a lo que sí le preocupaba era la página negra, la página escrita, que como una mancha regresaba siempre en los momentos más inoportunos para testificar una soberbia, una afirmación, una arrogancia sobre el pasado, siempre mejorable, siempre molesta, siempre imperfecta, siempre acusadora, como un espejo opaco.///PACO
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