Para que existan buenas películas de terror tiene que haber antes pésimas lecturas psicoanalíticas; lecturas tan malas que resulten incapaces de convencer al director de que, por algún motivo velado, puede sumergir su trama bajo
sutilezas narrativas cuyo verdadero motivo es esconder la posibilidad latente de alguna película porno o una comedia. La opción más torpe probablemente esté en resolver esas contradicciones a través de la ironía. Precisamente porque opera sobre sentimientos que nacen muertos, la ironía no admite el despliegue del terror. The Cabin in the Woods (Goddard, 2012), por ejemplo, lleva la estética slasher de finales del siglo XX a una dimensión irónica tan burda ‒o eficiente, pero si la película se propusiera como lo que es, es decir, una comedia de enredos‒ que el único efecto es la atrofia del miedo pero también del sentido, y un merodeo autocomplaciente, fetichista y banal alrededor de la “tradición” del género. Lo más irónico, en definitiva, es que alguien con el apellido Goddard juegue con tantos pedazos de cosas distintas en su plato y sea finalmente incapaz de entregar algo. Este es, por supuesto, un problema que empieza en el nombre; el problema de lo excedente.

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Para que existan buenas películas de terror tiene que haber pésimas lecturas psicoanalíticas; tan malas que no puedan convencer al director de que puede sumergir su trama bajo sutilezas narrativas.

Pero lo excedente es esencial para el terror, y en el índice de cualquier libro de psicología se puede leer el temario clásico del género. Están los bastiones fundadores: la depresión, las fobias, la esquizofrenia y la demencia; y después el abanico de las vulgaridades neuróticas, con la histeria en primer lugar. El DSM-5 es un punto de partida. Leído nada más que como cantera del terror, y en sus variantes paranoides, esquizoides, histriónicas y narcisistas, la última edición propone los “trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”, los “trastornos cognoscitivos”, los “trastornos del estado de ánimo”, los “trastornos sexuales y de la identidad sexual” ‒exhibicionismo, fetichismo, frotismo, masoquismo, sadismo, fetichismo transvestista, voyeurismo, disforia de género y parafilias no especificadas varias‒, los “trastornos del sueño” y los “trastornos adaptativos”. Pero lo importante es que a este aparato de análisis clínico y control social, organizado en los siglos XIX y XX, el terror le añade una segunda dimensión imaginaria en forma de pregunta. Y el objetivo de esa pregunta es arrasar con cualquier etiología y avanzar hacia lo excedente: ¿y si este caso fuera realmente cierto?

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Hay clichés del cine de terror en Unfriended, pero es con esos clichés con los que la película explora qué es lo que pasa con el tabú de la negatividad en la web.

Bajo esa norma se espera que una buena película de terror cumpla las reglas y que durante el proceso las cumpla con la mayor dignidad estética posible. El problema empieza cuando la propuesta terrorífica ‒el verosímil de un más allá de lo posible‒ se pierde entre los pliegues de cualquier diván (y en esto el cine de terror y la realidad cotidiana se parecen: nueve de cada diez veces esos pliegues pertenecen a los trastornos de la vida sexual). The Babadook (Jennifer Kent, 2014), por ejemplo, es la historia de un fantasma en la casa de una viuda y su hijo. Pero lo que verdaderamente cuenta la película es la penosa historia de una mujer ‒con mucha culpa ante la posibilidad de abandonar el goce de su vagina a la mera masturbación‒ aterrada ante la posibilidad de volver a experimentar placer sexual con un nuevo hombre. En esa línea, La huérfana (Collet-Serra, 2009) suma una variante interesante y traslada el asunto de la histeria hacia una cuestión más contemporánea: el miedo a la vejez. Dos mujeres se disputan el goce sexual de un mismo hombre bajo el mismo techo, pero una de esas dos mujeres está destinada a un cuerpo que envejece naturalmente y la otra no.

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Tal vez la web no esté “a favor del conocimiento de que nosotros estamos ahí el uno para el otro y nadie está ahí para sí mismo”, como escribió Vilém Flusser

Unfriended (Gabriadze, 2015), en cambio, se despega de los cuadros de neurosis e histeria decimonónicos y mira con más curiosidad al horizonte de las patologías del siglo XXI y las opciones de un renovado imaginario digital. En esto se resuelve con éxito toda su apuesta. La trama es simple, y en las palabras del crítico Emiliano Fernández ‒prosista al que se debe prestar atención‒ se resuelve rápido: “un grupito de adolescentes de pocas luces termina mermado significativamente a manos de un espectro vengador, que se siente impelido a hacer justicia por cuenta propia”. La juventud, la ingenuidad y las fuerzas desconocidas que arrastran a los vivos hacia la muerte son parte de una tradición. Pero ese grupito de adolescentes está ahora en internet, y es ese territorio donde las costumbres de las sociedades analógicas establecen todavía un difuso pasaje hacia las incertidumbres de las sociedades digitales donde Unfriended encuentra la zona para sus ideas. Y la idea principal es todavía más simple: ¿a qué le tienen hoy más miedo los adolescentes, incluso los de muchas luces? ¿A un fantasma fálico devorando ansiedades sexuales en un armario o a descubrir que son víctimas de una shitstorm masiva capaz de transformarse en una olimpiada especial de ciberbullying?

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¿A qué le tienen hoy más miedo los adolescentes? ¿A un fantasma fálico devorando ansiedades sexuales en un armario o a descubrir que son víctimas de un ciberbullying y una shitstorm de proporciones masivas?

En este punto, Levan Gabriadze empieza a señalar hacia los que miran. ¿Qué pasaría si todos nuestros amigos en Facebook decidieran bloquearnos? ¿Qué pasaría ‒además de decretar un triste retorno al ostracismo sexual para muchos entusiastas profesionales de los ciento cuarenta caracteres‒ si desaparecieran repentinamente y para siempre los fav y los rt en Twitter? Lo interesante es que ese terror al que apela Unfriended es eficiente precisamente porque hace una pregunta acerca de lo posible. La muerte en Twitter ya es una eventualidad conocida, y esos instantes plagados de capricho y mal timing en los que alguien es devorado y expulsado para siempre de la red pasan. En la tradición medieval de las danzas de la muerte, Twitter de hecho es impiadoso y divertido ante el dolor de los demás, y para verificarlo no es necesario más que recorrer los timelines. Pero Unfriended no trata sobre la muerte, ni sobre la chica que vuelve a través de la web para reclamar el castigo de quienes destruyeron sus lazos hasta que lo único que pudo hacer fue suicidarse. El asunto es el funcionamiento del ya emergente pero no del todo visible Logos digital. Aquello que, como en los libros de Byung-Chul Han, incentiva una arquitectura ideológica a mayor escala. ¿Cuáles son los efectos de ese nuevo Logos sobre la sociabilidad y cómo se experimentan sus porosidades a través de las redes? ¿Cómo atraviesan su turbulencia esas performances a través de las que se diseñan y se oxigenan miles de narcisismos digitales? ¿Y qué pasaría si alguien ‒o algo‒ lo destruyera todo a partir de una sucesión eficiente de notificaciones y links?

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¿Cómo atraviesan sus turbulencias esas performances a través de las que se diseñan y se oxigenan miles de narcisismos digitales?

Hay clichés del cine de terror en Unfriended, pero es con esos clichés con los que la película explora qué es lo que pasa con la negatividad en una época donde, al resguardo de “reglas y políticas de convivencia”, internet degradó a la negatividad al tabú de una generación de nativos digitales. Tal vez no se trate de aquella «negatividad que mantiene la existencia llena de vida», como escribió Hegel, pero al menos es esa negatividad palpitante debajo de todos esos videos, esas fotos, esos post y esos mensajes directos en los que circulan únicamente los momentos alegres, los costados mejor iluminados, los instantes más inspirados y los deseos más nobles. El asunto de Unfriended es que tal vez la web no esté “a favor del conocimiento de que nosotros estamos ahí el uno para el otro y nadie está ahí para sí mismo”, como escribió Vilém Flusser. ¿Y si fuera una maquinaria útil también para la hipervelocidad de la maldad? Narrada a través de una Mac, y con las mismas plataformas a través de las que cualquiera envía y recibe a cada momento la información que moldea en público y en privado su identidad, el mérito de Unfriended está en expandir la imaginación clásica del cine de terror hacia un horizonte distinto. Y sin el didactismo de quienes solo ven el apocalipsis de las subjetividades contemporáneas, ni el candor de quienes agotan su mirada en denunciar que la web también forma parte de las relaciones de poder capitalista, ese paso elemental funciona/////////PACO