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En un gesto más resolutivo que poético, Walter Benjamin se suicidó la noche del veinticinco de septiembre de 1940 en el pueblito costero de Portbou. Escapaba de la Gestapo; tenía sus papeles en orden pero la policía demoró el tránsito y la desesperación ganó la pulseada. Antes de matarse, escribió: “Mi vida va a terminar en un pequeño pueblo de los Pirineos donde nadie me conoce. Le ruego transmita mis recuerdos a mi amigo Adorno y le explique la situación a la que me he visto abocado. No me queda tiempo para escribir todas las cartas que hubiera querido.” 

Son sus últimas palabras y están grabadas en el monolito de hierro que resguarda su lugar de entierro. El cementerio resume una belleza particular: se encuentra en la cima de una colina y detrás de los nichos, sobre un cerco de tejas rojas, se avista el mar por todas partes.

Imaginemos a su amigo Adorno, ahora, más allá de ese horizonte marino. Más allá del Atlántico, precisamente, de esa angustiosa inmensidad que separa Europa de América. Imaginemos y recorramos esa distancia hasta llegar al escritorio donde el otro filósofo recibe las palabras finales de Walter. Estamos en Nueva York, la capital cultural de un país cada vez más pujante, y mientras el crítico asume la tragedia de Portbou, un joven músico esgrime las últimas barnizadas a la que será, atención, la primera guitarra eléctrica del siglo XX. Todo transcurre en un radio de pocas cuadras: algunos diseñan la bomba atómica, otros electrifican la música y la cultura de masas, tal cual la concebían los dos filósofos amigos, acelera un camino de irreversible transformación.

Pero dejemos de lado a los alemanes. El prototipo de Les Paul (el músico-inventor de veinticinco años) triunfa y gana el mercado y la industria da un triple giro invertido. Ya no se necesita una orquesta para llenar el aire de un teatro: los instrumentos se enchufan y con eso alcanza. Pasan los años de esta manera, entonces, la guerra termina y otro invento de Les Paul empieza a recorrer el mundo. Se trata, esta vez, de la grabación por pistas, es decir la técnica que da lugar a la mezcla y a la masterización o, en otras palabras, a la obra de arte no aurática por excelencia, que es el disco de estudio. 

A partir de ese invento, la historia de nuestra cultura podría ser señalizada, como una pista de aterrizaje, no por la fotografía, ni por el cine, sino por el flamante destello de los álbumes grabados en multitrack. Cualquiera podrá mencionar varios hitos, pero yo me detengo siempre en el mismo. El título en cuestión es publicado un veinticinco de septiembre y su repercusión también terminará en suicidio. Antes, sin embargo, hay esa luz que lo encandila todo, y quienes cargan la antorcha son tres músicos criados en Aberdeen (otro pueblito costero) que luego se trasladan a Seattle y graban un disco con seiscientos dólares para deleite del público local. Por entonces ya corren los noventas, los grandes álbumes se imprimen por millones, las guitarras se enchufan a decibeles desorbitantes y los teatros son reemplazados por estadios gigantescos. La dialéctica entre lo aurático y no aurático se juega en esa doble masividad, pero los chicos de Seattle no piensan en estas cosas, al menos no todavía. Solo les importa componer y tocar y por eso aceptan la plata de una discográfica más grande y manejan una camioneta andrajosa hasta Los Ángeles donde graban, en un par de semanas, un segundo disco, al que titulan Nevermind

El nombre es paradójico porque esa tracklist, como ya sabemos, resulta difícil de olvidar. Enseguida los temas invaden las radios, saturan los charts y cruzan el Atlántico en sentido inverso y más veloz que las palabras finales de Benjamin. Cruzan varios océanos, vale aclarar, porque esa condensación de sonido empieza a venderse como un diario de larga tirada. Y de esas trescientas mil copias semanales, basta tomar una para apreciar la sutil frontera donde la música se reinventa con el método de Les Paul. El detalle se encuentra en la contratapa -más precisamente en los créditos- donde figuran los seis responsables del disco. Por un lado, claro, los tres chicos de Seattle, y por otro, tras la consola, los apellidos Vig, Wallace y Weinberg.

Desde esa trinchera, el aporte fundamental es el de Mr. Vig. Si el cine según Benjamin inauguraba el inconsciente óptico, el multitrack de Nevermind traza entonces un mapa agudo del inconsciente auditivo: ahí está el doblaje de voces que propone el productor, las armonizaciones de Dave Grohl (In Bloom, Drain you, On a plain), el paneo de las guitarras y los efectos sonoros que conjugan la explosión y agresividad del grunge con las melodías corte Lennon que escribía y vociferaba el joven Kurt. Es a razón de esa alquimia que el grupo de Seattle pasa a ser un fenómeno mundial. Pero antes de que esto suceda, por suerte, hay un tiempo suplementario: un margen de error que comprende las semanas inmediatas a la publicación del disco en las que Nirvana será, por última vez, nada más que tres jóvenes músicos adentrándose en la cresta de la ola.

Hablamos ahora del fenómeno Paramount 91. Estamos finalmente en octubre, en un viejo teatro de Seattle, y acá ya no interesan las innovaciones de Les Paul ni el bricolaje de Butch Vig, sino el aura que fulgura bajo esas canciones tremendas. Felizmente, al manager se le ocurrió grabarlas con un equipo de 16mm y ese registro es, hasta el día de hoy, uno de los documentos más importantes e intimistas del rock n’ rol. 

En efecto, Paramount es un lugar chico: la fuerza oculta que remueve los tracks de Nevermind surge ahí, a lo Jumanji, como una estampida recién liberada. Eso es lo que destacan, en primer lugar, los tres instrumentos que salen del soundboard: los chicos de Seattle están en su mejor momento y la banda funciona como un engranaje perfecto. Por otro lado, es notable que la setlist trabaje en contra del billboard, porque a un mes del exitoso release, el trío abre la noche con un cover desconocido y después, como segundo tema, surge Aneurysm, un torbellino emocional también inédito, cuya introducción impone Dave Grohl con una energía fuera de serie.

Bajo esas dos directrices, Paramount 91 transcurre con un vértigo que reformula y trasciende la perfección de esas canciones inolvidables. Y el final, hay que decirlo, es de película. De hecho, es un final que Benjamin asociaría a los dadaístas, quienes resaltaban la inutilidad mercantil del arte destruyendo sus propios materiales. Con esa impronta, el encantamiento de los hits radiales de Nevermind es suspendido por el noise y la destrucción de todo el set. Y si bien Cobain no es el primer rockstar de Seattle en destruir una stratocaster, es el primero en denunciar la misoginia y la violación con un tema pegadizo que sirve de bis a ese concierto histórico. 

Imaginemos, ahora sí, la primera pista de aterrizaje señalizada, en medio de la oscuridad, por esos luminosos álbumes del siglo XX. El reverso de esa historia es la pista de despegue donde estos veinteañeros realizan su máxima performance antes de sucumbir al abismo del mainstream. Es un momento único y todo en esa noche resplandece: la Jaguar sunburst de Cobain, la sonrisa de Krist, la expresión fugaz de un rostro donde el aura de Nirvana hace su último guiño como grupo independiente. Después todo empezó a torcerse. O como reza el inicio de Negative Creep, lo que venía creciendo empezó a estar fuera de nuestro alcance. Claro que, frente a esa amenaza, la desesperación volvió a ganar la pulseada. Y si bien nunca sabremos si Kurt alcanzó a escribir todos los temas que hubiera querido, con esa velada tenemos de sobra////PACO

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