////
El par que componen la palabra viva y la escritura muerta es de una belleza espantosa; en el placer morboso de recuperar ese más allá del lenguaje, durante la lectura, uno se arroja en la reconstrucción de una voz, la pericia biográfica que intenta explicarla, los ecos huecos de un chiste malo, las corrientes didácticas de un movimiento de manos, la relevancia de una inflexión fonética. La vida de un autor, desprestigiada por la crítica del siglo XX como herramienta analítica (y no sin motivos), y entonces silenciada, es una recurrente tentación del tránsito lector (y sobre todo, culposo, del lector especializado). Aun negándolo, nunca deja de estar presente el espejismo de un manantial verdaderamente explicativo de los sentidos de una obra: una vida. Como un caminante en el desierto, el lector avezado rechaza la ilusión y dirige sus pasos hacia otro lado, pero sin dejar, volviendo de reojo, de tantearlo. Hay mitos: la caligrafía en pánico de Echeverría escribiendo La cautiva; el vozarrón de Sarmiento; la tímida mezcla de imprenta y cursiva de Borges, el posterior dictado; el silencio reflexivo de Viñas para respirar pesadamente entre una extensa parrafada y una pequeña y tensa ironía. Ese par, el de la palabra viva y la escritura muerta, es el que se recompone ejemplarmente en la transcripción de clases (seminarios, ponencias, cursos de grado, charlas magistrales, conferencias inaugurales, secuencias didácticas en un secundario: pedagogías y experimentación con el conocimiento orales). Género poderoso, muchas veces mal explorado burocráticamente (apuntaladas las rigideces teóricas por sobre las composiciones poéticas –y en este sentido, luego de la fundación de la lingüística moderna con la transcripción de los cursos de Saussure, que el psicoanálisis realizó el uso del género más provechoso del siglo XX), funciona como nodo energético de la ensayística universal, plagada de maestros y profesores.
Pero más bello y más espantoso es el caso del francés François Zourabichvili y su libro póstumo El arte como juego, que editó recientemente en Argentina la editorial Cactus. Porque se trata, para decirlo de una vez, de una apelación vitalista al arte (entendido como un juego de intercambios de sentido en el régimen de reglas de la forma) de un inmediato suicida. El filósofo Zourabichvili, destacado discípulo –entronización de alumno- de Gilles Deleuze, dictó su curso de estética “El arte como juego” en la Universidad Paul Valéry de Montpellier entre 2005 y 2006, cuando en abril se quitó la vida, interrumpiéndolo fatalmente. Desconozco todo de la biografía y la carrera del autor, desconozco aún los espejos de los mitos de sus fantasmas. Pero no puedo sino caer en la tentación biográfica y quedar moralmente interrogado por el contraste de la escritura vivaz, voluntariosa y creativa y la experiencia marcada por el fuego de una angustia de la que no conozco coordenada alguna. Hay en el pulso del texto (que es críticamente un texto: la posibilidad profanadora de articular las anotaciones del profesor suicida, con los apuntes y desgrabaciones de los alumnos, constelando con la propia bibliografía del filósofo) una arritmia constante que es tanto una bella marca expresiva –con párrafos llenos de énfasis, ¡exclamaciones indignadas! e ¿interrogaciones cínicas?- como la sombra sugestiva de cierto ahogo, como de quien se tropieza con sus propias palabras. Lo capta bien Pablo Gianera en su lectura para La Nación, cuando se refiere al “bajo continuo de la desesperación”. El vitalismo bello y espantoso de Zourabichvili es ése, el de la desesperación. Un profesor agarrándose la cabeza porque no encuentra la palabra justa. Intuye el mapa para llegar a un tesoro que sabe vacío: la palabra justa sobre el impacto de la obra de arte, lo indecible, lo que sólo se puede rodear, apenas tantear, quizás sugerir. Mi lectura queda atrapada en el sacudón biográfico del francés: jugarse finalmente en el arrojo vibrante de las palabras, hundirse en la inquietud del concepto.
El de Zourabichvili es un curso de estética. Así lo llama no para distanciarse de la filosofía, sino para incorporarla en su revuelta: la estética es, para el francés, un giro de la filosofía “cuando descubre, en la segunda mitad del siglo XVIII, que ya no se puede relacionar con ella misma sin el desvío de una meditación sobre el arte”. Contra el Alain Badiou que terminaba el siglo XX bramando por la autonomía de la filosofía, para Zourabichvili la estética es la única posibilidad de “seguir filosofando”. Sólo a través de ese tipo particular de pensamiento al que nos arroja nuestra relación con el arte la filosofía puede seguir haciéndose, y no meramente reproducirse con la repetición de su propia historiografía. En esto, sigue estrictamente al último Deleuze (los “dice Deleuze…” proliferan). “El curso de estética es un curso de filosofía, no de historia de la filosofía”, arremete el profesor y los alumnos toman apuntes que luego serán fantasmas. Lo dice después de repasar la bibliografía, advertir sobre el aburrimiento, un poco amenazar con las consecuencias de no seguir con atención el curso, recomendar la lectura de tal o cual capítulo de tal o cual libro. Y sigue: “No se puede ser filósofo hoy sin encontrarse con la interrogación estética”. El curso tiene una solidez teórica que requiere, buen alumno, de la atención exigente del lector, lápiz en mano. Se trata de una reactualización de los conceptos de los dos paradigmas que “se disputan la estética desde su nacimiento: el juego y la expresión”, frente a los objetos artísticos tal como nos los presentó el siglo XX y las primeras inflexiones del XXI. Hegel (“estética del contenido”) y Schiller (“estética del juego con el contenido”). Zourabichvili no lo dice, pero en esa disputa también se enfrentan dos modelos de la didáctica. Sobre esos dos carriles simultáneos, el profesor recorre su propio vocabulario: “literalidad”, “vitalismo”, “expresión”, “reconocimiento no mimético”… conceptos calentados en la hoguera deleuziana que se encienden en la idea mayor, la de “juego”, al que invita a participar a la filosofía para indagar los indicios ontológicos de su tiempo. Zourabichvili toma todo del arte: la literatura, la pintura, la música, el cine.
Pero de nuevo. En un subtexto silencioso, o plagado de un coro de ruidos incómodos, la exigencia y la tenacidad del profesor se espesan (¿o es, nuevamente, sólo un espejismo?). En la tenacidad de las exclamaciones, en los abultados ejemplos… y lo sabe: sin corte, el contacto con esa “otra vida” del objeto artístico puede derivar en la locura. “¿El arte forma parte de la vida?”, se pregunta el profesor en un modelo de disertación. “Podríamos preguntarnos sobre lo que se opone a la vida: ¿la muerte? ¿La eternidad?”, pasea a los alumnos. El suicida Zourabichvili pone un título: “Vitalidad del arte”. Y se confiesa: “Por lo visto, la vida es aún menos aburrida de vivir que de contemplar; por eso el novelista solo encadena lo interesante, pues el recorrido por el que nos lleva de una singularidad a otra es, felizmente, más corto que el de la vida”. ¿O yo lo leo como una confesión? “En cierto modo, la ´verdadera vida´ está en el arte”. ¿O no termino de entender? “Además, en estos espejismo creados por el arte existe una objetividad de la alucinación que no se trata de superar, sino de mantenerla a distancia (sino, la vida sería una nostalgia perpetua cuyo único desenlace coherente sería la locura o el suicidio)”. ¿Está tratando de decirnos algo, señor profesor? Leo bajo este signo biográfico. Leo mal, pero leo así porque así se escuchan las manos movedizas del docente, el eco grueso de su saliva. Me someto a las clases como a un juego. No me lo vende así la editorial, concentrada profesionalmente en el sistema de ideas. Sus alumnos prefieren evocar la vivacidad del pensamiento del profesor en la introducción. Sí alude a la muerte Jean Luc-Nancy, que en el prefacio apunta: “Llevar lo confuso o lo oscuro a la claridad, a cualquier precio, con cualquier riesgo, podría haber sido para él una máxima: no simplemente por el hecho de que cualquier filosofía tendría que ser conforme a eso, sino en el sentido en que se trata para él de la claridad sensible (por lo tanto, ella misma de alguna manera confusa, como explica)”. Con la llegada a la Argentina del libro El arte como juego, siendo parte graciosa de ese dominó, con todo, puedo desempatar con un final feliz: la idea vuela, como las gaviotas que Zourabichvili analiza en el cuadro de Nicolas de Staël, cuyo movimiento “se recorta en un fondo sombrío, pero no tiene relación con ninguna coordenada: su vuelo solo es una pura idea…”.
Por lo demás, queda agradecer el trabajo de Joana Desplat-Roger, alumna sensible, y a las manos apuntadoras de Tanya Bonvinm, Emma Breton y Sylvain Theulle. Fueron los alumnos que rearmaron el tránsito de la espontaneidad áulica a la planificación editorial: son, orgánicamente ahora, parte de la prosa entredicha de François Zourabichvili. La escucha atenta, en cualquier caso, es la continuación del juego por otros medios////PACO
Si llegaste hasta acá esperamos que te haya gustado lo que leíste. A diferencia de los grandes medios, en #PACO apostamos por mantenernos independientes. No recibimos dinero ni publicidad de ninguna organización pública o privada. Nuestra única fuente de ingresos son ustedes, los lectores. Este es nuestro modelo. Si querés apoyarnos, te invitamos a suscribirte con la opción que más te convenga. Poco para vos, mucho para nosotros.