La participación de James Stephens en la vida de James Joyce tiene de incidental o casual tanto como puede tenerlo la cualidad de que dos hombres existan en el mismo tiempo y en el mismo lugar y compartan, además, un mismo nombre. De hecho, una de las particularidades más sobresalientes de ese vínculo está en los desajustes que el propio Stephens le añadió (o al menos nunca reparó) al problema del tiempo. Porque si bien había nacido en Dublín el 9 de febrero de 1880, por algún motivo Joyce siempre creyó que había nacido el mismo día que él, es decir, el 2 de febrero, un detalle simpático pero que no pocos biógrafos señalan como el motivo principal de su relación. Por supuesto, eso no bastó para que Stephens, que fue poeta, periodista y novelista, alcanzara nada parecido al renombre de Joyce, no al menos más allá de las fronteras de la capital de Irlanda, y si parte de su obra sigue en pie es porque ‒a pesar de sus méritos‒ la confusión que lo relaciona con el aura joyceana todavía está en marcha. ¿Pero cómo se conocieron James Stephens y James Joyce? La anécdota sintetiza algunas ironías. Según las cartas analizadas por Richard Finneran, el encuentro se produjo en algún momento de 1912 en un bar de Dublín. Stephens era ya un prosista destacado entre los que hacían un uso público de su inteligencia a favor de la autonomía irlandesa y se codeaba con parte de la elite artística y política del país (entre quienes estaba el que llegaría a ser el primer presidente de Irlanda, Douglas Hyde). Mientras tanto, faltaban diez años para que el
Ulises existiera y Joyce era el autor prometedor de un destacado libro de poemas.

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Fue en 1912 cuando Stephens le confesó a Joyce que no había leído una sola de sus palabras.

Como fuera, al menos desde 1909 Joyce conocía a Stephens a través de lo que este publicaba en diarios como el que pertenecía al partido independentista Sinn Féin, y fue en aquel encuentro en 1912 cuando ‒aunque hay que tratar de imaginar la atmósfera, con las pintas de Guinness en la mesa y el griterío general para darle a la sentencia una intensidad correcta‒ Stephens le confesó a su acompañante que no había leído una sola de sus palabras. Crítico duro o demasiado displicente, respecto a esta cuestión, al menos, la diplomacia de Stephens probó ser incapaz de mejorar con el tiempo. Si bien la poesía de Música de cámara le había parecido buena, en lo sucesivo Dublineses le pareció “incómodo” y, después de leer el Ulises, llegó a decir que, en realidad, Joyce había escrito el mismo libro tres veces y que ‒en las palabras escandalizadas de los biógrafos‒ “nunca se había desarrollado en lo más mínimo como escritor”. Eso no impidió que los hombres conservaran un vínculo ni fue un obstáculo para que algunas de las novelas escritas por Stephens, como Los Semidioses o Deirdre, llegaran a leerse en “una línea de trabajo semejante a la de Joyce”. A pesar de sus turbulencias y afinidades, la relación iba a alcanzar su instante crucial veinte años después. Pero antes iban a pasar algunas cosas importantes en Irlanda, y Stephens no iba a mantenerse ajeno.

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Joyce encontró algo en el talento de su colega y en 1927 creyó que Stephens podía ser la persona capaz de terminar su Finnegans Wake.

Ahí es donde La insurrección en Dublín, recién editado en Argentina por Godot, exhibe cómo Joyce y Stephens pueden leerse alrededor de una capacidad común para interesarse en la misma ciudad precisamente a partir de los viajes minúsculos (y nunca intrascendentes) que propone el azar cotidiano. Es más: fue apenas por azar que Stephens, en ese momento un empleado estatal, se enteró del violento alzamiento que los Voluntarios habían desatado en Dublín el 24 de abril de 1916 ante la ocupación inglesa. Y como diario y registro personal de aquellos días, cien años después La insurrección de Dublín no solo se permite ironías con un eco histórico todavía reconocible, como cuando ataca a Bernard Shaw por comparar al país con “una huertita de repollos en medio de la nada” y entonces propone que “podría decirse que Roma era un gallinero y Grecia el patio del fondo” ‒descripción cruda pero no alejada de los parámetros que se manejan hoy en Bruselas respecto al estado actual de la Unión Europea‒, sino que traslada a un registro mundano ciertas preocupaciones acerca del lenguaje a las que Joyce alude en su obra. Para Stephens, en tal caso, el problema tiene esta forma: ¿cómo saber lo que realmente pasa entre los irlandeses y los ingleses (enfrentados a los tiros en una Dublín sitiada) cuando solo dispone de lo que él ve y de rumores de todo tipo? En versión erudita, la cuestión podría reformularse así: ¿en qué medida el lenguaje es capaz de facilitar el acceso a una verdad? Y si tal verdad existiera y fuera accesible, ¿cuánto de mito, cuánto de duda, cuánto de imprecisión colectiva podría tener? “Lo cierto es que estoy interesado en el arte de la narración”, anota al paso Stephens después de su encuentro callejero con un hombre alucinado que “creaba y difundía cada uno de los rumores que corrían por Dublín, y era el único al que había visto elegir sin medias tintas uno de los dos bandos”. Subestimar el problema de Stephens en 1916 ‒y en esto su libro toma vuelo propio‒ significa, desde ya, subestimar el problema que el periodismo actual tiene en su propia relación con el mundo desde la aparición de internet. Pero también significa subestimar el mérito que Joyce encontró en el talento de su colega y que, en 1927, le hizo pensar que Stephens podía ser la persona capaz de terminar su Finnegans Wake. Desmotivado por el progreso de un libro que llevaba escribiendo desde hacía más de una década, pero entusiasmado por la idea de firmarlo con Stephens como “JJ&S” ‒como el whisky‒, Joyce llegó a formularle una propuesta formal de trabajo en 1929. Sin embargo, Stephens trató de convencer a su amigo de que ese libro tenía que terminarlo él mismo. Y así fue que, hasta 1936, al menos, Joyce le siguió mandando telegramas por su falso cumpleaños a Stephens, logró terminar y publicar el Finnegans Wake en 1939 y se murió en Suiza en 1941. Habiendo renunciado a entrar por la ventana a la historia grande de la literatura universal, James Stephens murió en Dublín en 1950//////PACO