Ensayista y docente, Eduardo Grüner es un observador agudo de los modos en que se despliegan poderes políticos, económicos y culturales. ¿Y de qué manera, a su criterio, la izquierda podría recuperar a comienzos del siglo XXI una función en esa tarea? A partir de la propuesta de Alain Badiou sobre la necesidad de “una nueva idea de comunismo”, Grüner repasa algunos puntos alrededor de esa pregunta.
¿Cuál es la posición del pensamiento de izquierda para explicar fenómenos como el terrorismo islámico y cómo ese pensamiento se sitúa ante el aparente conflicto entre un Occidente cada vez más “laico” y un Oriente Medio «religioso»?
Que el occidente sea cada vez más “laico” es materia opinable. No se trata solamente de que cierto “fundamentalismo” religioso forma parte del arsenal ideológico también de algo que podríamos llamar el “bushismo” (pero que tiene alcances más vastos). Hay un pensamiento de izquierda, nada despreciable –Agamben, Badiou, Žižek, Vattimo, Taubes, etc.- que aparece concernido por lo que genéricamente se llama teología política. América Latina, en cierto sentido, fue pionera en esto desde los años 60 y su teología de la liberación. Este “retorno de lo reprimido” de lo teológico-político intenta llenar, o al menos interrogar, un vacío de sentido producido por el capitalismo mundializado ultra-tecnológico, un fenómeno para explicar el cual no parece alcanzar con las recetas habituales del marxismo “vulgar”, lo cual no significa que la izquierda tenga que abandonar el marxismo (“horizonte irrenunciable de nuestro tiempo”, como decía Sartre), sino que él mismo debe ser permanentemente reconstruido sobre sus premisas básicas. Por otra parte, desde la caída del muro de Berlín (por simplificar con una imagen emblemática) se puede percibir un desvanecimiento de los imaginarios revolucionarios de transformación radical de las estructuras sociales, económicas, políticas, culturales. En este contexto el terrorismo islámico emerge como una “respuesta” decididamente perversa –también en el sentido de que es una desviación del islamismo “clásico”, con el cual no habría que confundirlo- a ese agujero negro de significación histórica. Desde luego que hay allí toda clase de intereses económicos o geopolíticos, que se entremezclan igual de perversamente con los de las potencias occidentales (no se puede olvidar que, en parte, Bin Laden o el propio ISIS fueron “inventos” occidentales a modo de herramientas instrumentales para sus propios intereses), pero tiene asimismo una enorme dimensión de (falsa) compensación ideológica, sobre todo en un Medio Oriente sumido por la propia globalización en la miseria y la violencia.
La pregunta central, pues, es quién podrá liderar esa transformación. Y la respuesta –más que obvia en su generalidad, pero la única posible desde la izquierda- es que serán las masas populares, con sus propias organizaciones políticas.
El terrorismo fundamentalista (es decir, en el fondo, anti-político), sin embargo, aparte de ser moralmente condenable, agrava el problema al darle argumentos a la derecha occidental, resultando en definitiva plenamente funcional a, entre otras cosas, el verdadero genocidio que se está llevando a cabo contra los inmigrantes y refugiados. Dicho lo cual, tampoco se puede omitir que es “occidente” el que nos ha terminado acostumbrando a vivir en una suerte de estado de guerra y terror permanentes. Pero el otro terrorismo, lejos de ser una solución, alimenta ese círculo vicioso. Solo una reconstrucción de aquellos impulsos de transformación “por izquierda” podrá dar alguna clase de esperanza. La pregunta central, pues, es quién podrá liderar esa transformación. Y la respuesta –más que obvia en su generalidad, pero la única posible desde la izquierda- es que serán las masas populares, con sus propias organizaciones políticas. No veo, hoy, a ningún elenco político profesional –al menos de los que actualmente están en condiciones de tomar decisiones- capaz de llevar a cabo la tarea. Véase lo que pasó con Syriza en Grecia, por ejemplo. Y me permito vaticinar que Podemos, en España, va por el mismo camino. Hay que mirar en otra dirección. No es fácil, porque un estado de terror globalizado ha calado muy hondo incluso en la “subjetividad” de los pueblos, y esta impronta “cultural” es hoy en día inseparable de lo que solía denominarse la “base económica”: esto fue profundamente reflexionado por muchos autores, desde Freud o la Escuela de Frankfurt hasta Fredric Jameson, y entre nosotros León Rozitchner, por ejemplo. Estamos, si se puede decir así, en una situación trágica. Pero forma parte de lo trágico el obcecarse en ir contra el Destino.
Estamos, si se puede decir así, en una situación trágica. Pero forma parte de lo trágico el obcecarse en ir contra el Destino.
Siguiendo el planteo de Alain Badiou sobre «una nueva idea de comunismo», ¿considera que esta reformulación del pensamiento comunista es posible?
Esa “nueva idea” es en verdad muy antigua. Como lo señala el propio Badiou, en occidente se remonta al menos hasta Platón. Y en la historia del pensamiento la encontramos insistiendo a través de los siglos, desde mucho antes de, digamos, Marx y sus continuadores. Está implícita en momentos como el del cristianismo primitivo –antes de que el emperador Constantino lo transformara en religión de Estado-, o en los movimientos mesiánicos medievales, en Thomas Müntzer y en Jan Hüss, y en el mismísimo Rousseau, que a mediados del siglo XVIII se atreve a escribir que el principal mal de la historia de la humanidad fue la “invención” de la propiedad privada. Y así siguiendo, ya en el siglo XIX, con los socialistas utópicos o los anarquistas. Y ni hablar de la literatura, desde las utopías renacentistas, pasando por Thoreau y hasta las dis-topías de Ballard o Ursula K. Le Guin (como lo analiza Jameson en un gran libro inexplicablemente no traducido al castellano, Archaeologies of the Future). Está implícito, quiero decir, el impulso, consciente o no, de recuperación de un común, de algo que pertenece a todos los hombres y mujeres por el solo hecho de ser humanos, y que les ha sido enajenado, secuestrado, por la sociedad de clases. Pero, claro, es con Marx que adquiere un estatuto teórico-práctico más consistente, que expresa el movimiento real, material, y no meramente “ideal”, de la historia, como era en su maestro Hegel. Más allá de lo que cada cual pueda pensar de ese modo de producción de conocimiento crítico que se llama “materialismo histórico”, es él el que ofrece la lógica de análisis más acabada (incluyendo los criterios para ir corrigiendo su propia marcha) para discernir tanto la necesidad como la posibilidad del “comunismo” –lo cual en absoluto quiere decir su inevitabilidad: no se trata de un “fatalismo”-. El desarrollo actual de las fuerzas productivas mundiales permitiría, hablando “técnicamente”, alimentar a la totalidad de la humanidad durante varias generaciones futuras; sin embargo, la mitad de la población mundial se muere de hambre. Esta fórmula sencilla bastaría para entender a la vez la necesidad y la posibilidad que mencionábamos. En todo caso, lo que es seguro es que hace ya mucho que el capitalismo se ha vuelto insostenible: una sociedad en la que menos del 20 % recibe el 80 % de la riqueza, que está destruyendo el planeta a ritmo vertiginoso, que provoca guerras permanente y terrorismos de todo tipo, que ha terminado degradando hasta lo indecible la cultura y la subjetividad, no merece muchos argumentos a favor. No se trata simplemente de las “crisis de mercado”, de la burbuja inmobiliaria o de los Panamá Papers: esos son síntomas de una enfermedad estructural y terminal. Desde luego, los “síntomas”, como tales, pueden favorecer que cada vez más gente, con un mínimo grado de conciencia, empiece a pensar en otra cosa. Ahora, obstáculos para que ese pensamiento se transforme en acción hay muchos. El primero y obvio es que aquellos que detentan el poder que provoca todo eso no lo van a entregar alegremente solo porque “entendieron” el problema: van a defender ese poder a sangre y fuego, como ya lo están haciendo. Otro obstáculo es, por así decir, “psicológico”: lo que decíamos antes del Terror enquistado en la cabeza de muchas personas, que los inclina inconscientemente a la servidumbre voluntaria, como la bautizó hace siglos La Boétie. Y finalmente, el nada menor obstáculo de que las burocracias despóticas que secuestraron el poder en los mal llamados “socialismos” reales transformaron al “comunismo” en una mala palabra. Pero eso es culpa de ellas, y no de la palabra, ni del concepto, ni de la necesidad / posibilidad histórica de que ello suceda en serio. ¿Qué es, en definitiva, “ello”? Primero, un movimiento que apunte a disolver el poder que está conduciendo a una catástrofe planetaria definitiva; y segundo, en caso de triunfo de ese movimiento, la reapropiación por parte del conjunto de la sociedad de su común: las fuerzas productivas, el Estado, la cultura, el arte. Es decir: la forma más auténtica y profunda de democracia.
El desarrollo actual de las fuerzas productivas mundiales permitiría, hablando “técnicamente”, alimentar a la totalidad de la humanidad durante varias generaciones futuras; sin embargo, la mitad de la población mundial se muere de hambre.
Más allá del país en cuestión, ¿hay determinados contextos económicos capaces de favorecer planteos por el estilo?
De los contextos económicos ya hemos hablado en la respuesta anterior: están completamente dados, a nivel mundial –hay que ocuparse, pues, de los otros contextos: el propiamente político, el ideológico-cultural, etcétera-. Ahora bien: decir “a nivel mundial” responde, en cierto modo, a la primera parte de su pregunta: ese movimiento no es posible en un solo país, sea la Argentina, Senegal o Dinamarca. Este debate ya va a cumplir un siglo: se dio inmediatamente después de la Revolución Rusa de 1917, con la gran discusión sobre el “socialismo en un solo país”, en la que intervinieron Trotski, Stalin, Bujarin, Zinoviev y otros. Triunfó, como sabemos, la tesis de Stalin, y la historia demostró su criminal fracaso. Doblemente cierto es eso hoy, cuando la mundialización del Capital está “totalizada”. Des-totalizar esa totalización, como diría Sartre, es una tarea igualmente mundial. Por supuesto que el movimiento se hace desde cada situación nacional, y en cada una tiene sus especificidades, sus características peculiares. No es cierto que la llamada “globalización” haya liquidado completamente las diferencias nacionales o regionales. Pero la dirección y la convergencia de los movimientos nacionales será, en el horizonte, mundial, o no será nada.
No es cierto que la llamada “globalización” haya liquidado completamente las diferencias nacionales o regionales.
Étienne Balibar (en «El comunismo como acción, imaginación y política») menciona que, en un mundo dominado por el liberalismo capitalista actual, los comunistas no tienen el deber de organizar luchas sino de desorganizarlas. ¿Esas son posiciones viables en la práctica política o solo enunciados estetizantes del compromiso?
Leí eso de Balibar, y no estoy seguro de haberlo entendido. Enunciado así, no creo que sirva para mucho. Por el respeto que me merece el autor, no llegaría a llamarlo “enunciado estetizante”, pero sí, como propone la pregunta, políticamente inviable. El poder dominante está muy organizado, y para desorganizarlo a él se requiere mucha organización. La discusión, entonces, es sobre la naturaleza de esa organización: cuán centralizada o no, con qué nivel de pluralidad, cuáles son sus límites “frentistas”, su democracia interna, la relación táctica / estrategia, y así//////PACO