Cuando en enero pasado un par de islamistas franceses masacraron a la redacción de la revista humorística Charlie Hebdo y a los clientes de un supermercado kosher en París parecía quedar claro que la amenaza de grupos extremistas como ISIS – o sus diversas franquicias emparentadas – se trataba de una realidad muy concreta que había cruzado el Mediterráneo desde las arenas del Califato para convertirse en una presencia que no podía subestimarse. Sin embargo, tan cierta como esa imposibilidad de subestimar la amenaza de ISIS es la capacidad para la negación con que muchos sectores de esas mismas sociedades amenazadas, inmediatamente trataron de complejizar o racionalizar los eventos que acababan de sufrir en carne propia. Con la mejor de las buenas intenciones se aproximaron al tipo de terrorismo que ejercen ISIS o sus clones con el arsenal de ideas e interpretaciones que durante el siglo XX resultaron (bastante) fructíferas para pensar críticamente la violencia política armada. En mucho de la conversación pública sobre los sucesos de Charlie Hebdo que siguió a ese día de enero, desde esa sensibilidad política hoy difusa que podemos llamar progresismo o izquierda moderada o un más clásico socialismo democrático – y cualquiera de esos términos resultan puestos por escrito inevitablemente resbaladizos e incompletos – la condena (obvia entre personas civilizadas) al atentado iba acompañada de un agregado, con el sello propio de cada uno, que planteaba una puesta en cuestión más amplia de esos ataques. En los “es más complejo” que cubrieron los análisis o los intercambios breves de las redes sociales en todo el mundo había, seguramente, menos de disculpa encubierta que de una atendible necesidad (humana) de darle algún sentido a ese tipo de hechos de sangre conmocionantes. Lamentablemente hoy en el mundo no son muchas las personas que tienen la capacidad para poder situar en una red de conceptos históricos (digamos por ejemplo: “medio oriente”, “petróleo”, “colonialismo”, “la cuestión palestina”, “antiimperialismo”) los acontecimientos que pasan frente a sus ojos, lo que más bien predomina es la dinámica automatista del meme – la verdadera neolengua de internet – comprometido y lacrimógeno que acumula likes por su obviedad catch-all. Aún los intentos más fallidos por “explicar” la masacre de unos caricaturistas que en el año 2015 cometieron el crimen de dibujar a Mahoma en pelotas, tenían la pretensión valorable de salir de la indignación televisiva para situar el hecho en un panorama histórico y político más complejo.

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No es algo menor que aún existan ese tipo de personas preocupadas por contextualizar la barbarie. Más aún, en el marco de un mundo que asiste al revival de la “apasionada intensidad» (*) del fanatismo religioso, esas minorías con sus más o menos felices intentos de explicaciones, constituyen una última reserva de racionalidad. Pero el punto más trágico de los atentados en París del viernes pasado es que justamente la violencia tuvo como blanco específico a esos sectores que desde el humanismo y la comprensión multicultural intentan darle sentido a un mundo violento sin caer en las mismos argumentos que sostienen esas violencias. Lo que sucedió en los ataques a una sala teatral y una serie de bares del boulevard Voltaire (la ironía encerrada en el nombre de la calle es escalofriante) fue el desencadenamiento de una violencia brutal sobre individuos que, por sus orígenes, trayectorias culturales y preferencias políticas más que seguramente estaban en las antípodas del pensamiento xenófobo y guerrerista que produjo el cataclismo que hundió a Medio Oriente en el caos desde hace quince años. Jóvenes, cosmopolitas, políticamente liberales, progresistas, adeptos al consumo cultural de una gran ciudad moderna, los que bebían en las veredas de los bares esa noche de viernes, los que estaban preparados para un recital de una banda norteamericana en una sala de la Rive Gauche, no tenían mucho que ver con los tableros geopolíticos en los que su país juega fuerte a miles de kilómetros, en la confusión de la niebla de la guerra asiática. No es difícil imaginarlos como activos manifestantes contra la guerra de Irak en 2003 o contra la estigmatización de la minoría musulmana de sus ciudades o como votantes decididos a impedir que el partido de los Le Pen llegue al gobierno o como simpatizantes de la causa palestina o como lectores de blogs, medios digitales y publicaciones críticos de las políticas occidentales sobre Medio Oriente. Sin embargo ISIS o alguna de sus patrullas teledirigidas a distancia los eligió como blanco exclusivo. Probablemente en enero pasado, después de la conmoción del atentado a Charlie Hebdo, también muchos de ellos (como tantos otros en todo el mundo) sintieron que esa revista “había tensando la cuerda” demasiado, que esos humoristas sesentayochistas con su militancia fervientemente laicista y anticlerical se habían expuesto por demás a la posibilidad de una venganza religiosa, que sus chistes eran de dudoso gusto, que apenas arrancaban una mueca amarga las viñetas de Mahoma y Jesucristo chupándose la pija mutuamente, que el ambiente estaba demasiado caliente para esas provocaciones tan siglo XX, que el estado francés con su larga lista de intervenciones y negociaciones oscuras había recibido un golpe repudiable humanamente pero lógico dentro del contexto violento de la política mundial. Nos aferramos a las narrativas que conocemos cuando el mundo se viene abajo. Después de Le Bataclan, con su demografía tan particular masacrada, todas esas ideas y puestas en contexto parecen mucho más frágiles. ¿Por qué no atacó ISIS un blanco militar o diplomático o corporativo? ¿Por qué un teatro donde tocaban los Eagles of Death Metal (que, y ahí va otra ironía, eligieron el “death” de su nombre como un gesto sarcástico, moderno, emocionalmente occidental)?

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El terrorismo, cualquiera sea la definición (sorpresa: no hay definición indiscutible posible) que se le quiera dar es parte integral de la historia moderna. La vieja y venerable tradición contrahegemónica lo ha interpretado de diversas maneras: como respuesta racional de los oprimidos que apelan a los medios escasos que tienen disponibles para luchar contra los opresores, como táctica de autodefensa, como estrategia insurreccional, como respuesta desesperada que lleva la guerra a la casa de los poderosos, como sentimiento milenarista popular que desafía los procesos de modernización impuestos desde arriba. Hay mil terrorismos como hay mil formas de violencia política. Pero esa tradición venerable ya no es fértil para interpretar fenómenos como ISIS o Al Qaeda. Hubo en algún momento de los finales del siglo XX un cambio cualitativo que dejó en off side las explicaciones al uso que habían servido para racionalizar la violencia política de “los oprimidos” durante ese siglo marcado por la primacía de las ideologías políticas. El segundo avión entrando de lleno, con esa elegancia macabra sublime, sobre la torre sur del World Trade Center cambió todo. Si las grandes ideologías del siglo XX (el nazismo, el marxismo leninismo de estado, el liberalismo american way) eran promesas teológicas secularizadas con ropajes de utopías políticas, el islamismo fundamentalista es la vuelta de la religión y su pretensión totalitaria sin ya ninguna máscara. Malgré Noam Chomsky y todos el pensamiento progresista global, el terreno desde entonces cambió de pantalla. Las explicaciones que servían para darle sentido a, pongamos, el secuestro de un avión israelí o la bomba oculta en el auto de un alto funcionario imperialista, ya no pueden decir nada frente a Jihadi John cortando cabezas en full HD con fondo de dunas tipo Lawrence de Arabia. La OLP de Arafat luego de años de Intifada se sentó a discutir política con los israelíes y los norteamericanos; Gaddafi podía detonar un avión británico pero al mismo tiempo su mesa siempre estaba tendida para la negociación con los realpolitikers occidentales; Saddam gaseaba kurdos y recibía enviados de la ONU. Era una lucha política librada con métodos crueles y sucios (algo que no debería ser una sorpresa para ningún realista político) pero que, al menos, tenía el horizonte posible, cognoscible, comprensible, de los intereses de estados o grupos armados. Lo que buscaban todos era ni más ni menos que el poder terrenal. Ese horizonte se desvaneció con la entrada del islamismo. Ante el nihilismo que persigue un reino que “no es de este mundo” la política queda exhausta. ¿Alguien puede imaginar, aún en las más tórridas fantasías humanitaristas, una mesa de negociación con el autoproclamado Califa de ISIS Abu Bakr al-Baghdadi?

A banner reading "Freedom is a monument which can not be destroyed" on the facade of the Bataclan concert hall which hosted the Eagles of Death Metal during the terrorist attack last Friday, in Paris, Tuesday, Nov. 17, 2015. France is demanding security aid and assistance from the European Union in the wake of the Paris attacks and has triggered a never-before-used article in the EU's treaties to secure it. (AP Photo/Peter Dejong)

En 2011 en varios países árabes se produjo un fenómeno que desde Occidente, nuevamente, con las mejores intenciones, fue interpretado erróneamente. La Primavera Árabe con sus multitudes hastiadas de las tiranías locales derrocó los regímenes de Túnez, Egipto y Libia, y lo intentó en Siria y Yemen. Parecía la emergencia por primera vez de una ciudadanía que demandaba cosas elementales como elecciones libres y ampliación de derechos civiles. En Occidente la fascinación por esa generación de árabes conectados al mundo a través de internet que tumbaban gobiernos corruptos y represores fue leída mayormente con el entusiasmo fukuyamista de la extensión inevitable de la democracia liberal hacia zonas del mundo que nunca la habían conocido. Hubo mucho de miopía tecnofílica en esas lecturas y mucho más de interés en ver una reconfiguración de una región históricamente peligrosa del mundo a los modos del pluralismo democrático. Pero, como tantas otras oleadas revolucionarias de la historia esos movimientos no alcanzaron su momentum y más bien abrieron las puertas de la reacción. Los estados que cayeron dejaron el campo abierto a la guerra civil y al retorno de las luchas sectarias entre sunitas y chíitas. En Egipto, luego de un breve gobierno de los islamistas de la Hermandad Musulmana un golpe de estado militar clásico restauró el viejo orden; en Libia el linchamiento de Gaddafi y los bombardeos de Francia y Estados Unidos fracturaron el país entre un gobierno pro occidental y una suma de grupos islamistas que controlan buena parte del territorio; en Siria la revuelta no logró derrocar al gobierno de Assad y en cambio devino en una larga guerra civil con intereses y apoyos occidentales cruzados que, literalmente, desmantelaron al país. El viejo nacionalismo árabe, autoritario y corrupto como era, mantenía una unidos esos territorios nacionales inventados en una mesa de negociación por los diplomáticos ingleses y franceses después de la Primera Guerra Mundial. Cuatro años después de la Primavera Árabe, el escenario no se parece en nada a las “revoluciones de terciopelo” que los entusiastas de google o twitter alrededor del mundo, cómodamente sentados en sus sillas ergonómicas, tanto difundieron. El resultado, más bien, está más cerca de una versión islámica de las guerras de religión europeas del siglo XVII, con sus intrincados y casi imposibles de entender conflictos teológicos sectarios, tribales y étnicos.

Todavía velamos el cadáver del siglo XX. Todavía no le dimos un entierro definitivo y seguimos anudados a sus ideas, a sus teorías explicativas, a sus marcos teóricos. Nos esforzamos ante hechos, como ISIS, por interpretarlos cada vez más incómodamente en el lecho de Procusto de un siglo que ya no es el nuestro. Seguimos pensando en los términos de ideologías políticas seculares que buscaban con más o menos violencia (con más violencia, sí, todavía no superamos el nivel de violencia de ese siglo añorado) construir paraísos sociales en este mundo. Las bombas y los disparos en el boulevard Voltaire, en Le Bataclan, en Nigeria, en el Líbano, en Charlie Hebdo, en las Torres Gemelas, en Siria, en Irak cantan otra canción muy distinta. Es una canción que no habíamos escuchado, al menos en occidente, en más de doscientos años. Es una canción de guerra que extrae su música de siglos ya muertos y le promete un reino de ultratumba a sus soldados. Es el llamado a una intensidad que creíamos agotada. El redescubrimiento súbito, repulsivo, de una fe creíamos perdida en la luz opaca de la modernidad. Acá está. Y no hay lugar seguro donde esconderse.

(*) W. B. Yeats: «La marea oscurecida por la sangre se derrama, y en todas partes / se ahoga la ceremonia de la inocencia; / los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / están llenos de apasionada intensidad.»