La voz de Diego Fusaro es el signo de que las grandes discusiones acerca del sentido de la política, la economía y la cultura necesitaban ser repensadas. Pero para que este resurgimiento sea victorioso es necesario enfrentar la encrucijada ideológica en la que estas discusiones parecen haber quedado atrapadas bajo los prejuicios de las viejas izquierdas y las viejas derechas. Nacido en Turín, Italia, en 1983, el camino a través del cual este especialista en Filosofía de la Historia ha puesto en marcha tal proyecto incluye una obra que en español puede ser recorrida a través de ensayos como Idealismo o barbarie (Trotta, 2018), Antonio Gramsci, la pasión de estar en el mundo (Siglo XXI, 2018) o El nuevo orden erótico (El Viejo Topo, 2023). Pero es en la compilación de artículos en El contragolpe (Nomos, 2019) donde las ideas de Fusaro proyectan el poder de síntesis y el alcance mediático gracias al cual ha comenzado a involucrarse en algunas polémicas importantes.

Bajo la impronta de pensadores como Karl Marx y Georg W. F. Hegel, pero también Antonio Gramsci y Giovanni Gentile, la prioridad de Fusaro es analizar la importancia de los conceptos de nación, comunidad y democracia en una época donde solo las soluciones uniformes provistas por la ideología de la globalización (que para la mayoría de las viejas y nuevas potencias europeas se presenta bajo los dictámenes de la Unión Europea) parecen ofrecer la única respuesta. En su estilo directo y punzante, Fusaro describe esto como la puesta en marcha de un proceso de “despolitización, desregulación y desoberanización de la economía de mercado elegida como único fundamento real y simbólico del viejo continente”.

Sobre el amor y la familia. En El nuevo orden erótico, uno de sus últimos ensayos traducidos al español, Fusaro sostiene que los libertinos y los liberales se han unido contra el amor. Ese es uno de los dogmas de la religión erótica del mercado global.

Pero, ¿cómo conciliar lo particular de los pueblos y de las pluralidades lingüísticas y culturales con lo universal del género humano? ¿Y cómo armonizar, si es posible, lo particular nacional con la realidad de la globalización? El contexto en el que Fusaro ha elegido plantear estas preguntas no es el más cómodo, como tampoco lo es el linaje de intelectuales entre los que sus ideas adquieren forma y potencia. Y es por eso, sostiene Fusaro, que atreverse a “llamar a las cosas por su nombre” es hoy el primer “gesto revolucionario”. Pero, ¿a qué tipo de “revolución” se refiere este filósofo que afirma que no deberíamos confundir las ventajas genuinas de una sociedad multicultural con las trampas de una sociedad de la “monocultura del mercado”?

En principio, la que persigue Fusaro es una “revolución” de los paradigmas de pensamiento. En ese sentido, su apuesta es ubicarse a la altura de las muchas decepciones económicas, culturales y políticas arrastradas durante los últimos años entre buena parte de los países de la Unión Europea, donde ya no son ninguna novedad los brotes de xenofobia nacionalista y el despertar de partidos de ultraderecha que, al calor del número creciente de “euroescépticos”, reaccionan contra los síntomas de una crisis de representatividad ante la que, finalmente, ni con su violencia ni con su fanatismo conservador pueden ofrecer una alternativa real.

Frente a este escenario, la propuesta no es esquivar el miedo a los antiguos fantasmas del nacionalismo (una deformación perversa del sentido de nación que en el pasado, explica Fusaro, solo ha intentado neutralizar el derecho a ser nación para las otras naciones, igual que ahora lo hace la globalización), sino enfrentarlo de raíz a través de un concepto distinto: el Interés Nacional. Esta, explica Fusaro, es la brújula necesaria para unir “valores olvidados por la derecha e ideas abandonadas por la izquierda”, de modo que los países atrapados en la lógica asfixiante del mercado globalizado puedan saltar ese muro aparente de certezas que, al final de cada nuevo cataclismo de angustia política, solo beneficia a un mundo pensado a la exacta medida de “la subcultura del consumo”.

¿Y si los “valores proletarios” (trabajo, solidaridad, derechos sociales) y los “valores burgueses” (familia, religión, moral) pudieran unirse bajo un renovado “bien común” contra la clase dominante “ultracapitalista” que desplaza a través de sus organismos económicos a la política tradicional y al trabajo productivo en beneficio del puro cálculo de rentabilidad financiera? “Poco importa si desde la derecha dirán que somos comunistas y desde la izquierda dirán que somos fascistas”, escribe Fusaro en El contragolpe, “ese es el precio por pagar por quien tenga el coraje de proceder contracorriente, consciente de que lo viejo está muriendo y de que a lo nuevo le cuesta nacer”.

Trampas identitarias. «La ideología trans es nihilismo puro al servicio del capitalismo», sostiene Fusaro.

A diferencia de quienes solo hablan para un círculo celebratorio de convencidos o confunden la discusión intelectual adulta con el tabú de la ofensa, Fusaro da la bienvenida a la polémica recordando que no es ajeno al intelectual que “piensa en la sociedad y actúa en la sociedad”, y repite en su defensa que el “antifascismo” que suele enfrentarlo “en ausencia patente de fascismo es la coartada para aceptar la cachiporra invisible de la economía del libre mercado planetarizado”. Aun así, tal vez el punto frente al cual más convergen las críticas en su contra desde uno y otro lado sea su posición respecto al auge de los nuevos derechos civiles (en términos de nuevas libertades sexuales, de género, de reproducción y adopción) en oposición al ocaso de los viejos derechos sociales y laborales (en términos de sindicatos, garantías profesionales y coberturas sociales).

Acusado incluso de preparar el terreno para “suprimir” esos derechos civiles, basta leer el trabajo de Fusaro para encontrar argumentos más complejos que el miedo o la homofobia. En tal caso, explica el filósofo, es la familia como fundamento de una ética comunitaria basada en “garantías, tutelas y estabilidades” la que debe ser pensada en el contexto actual como un espacio de resistencia ante ese “egoísmo competitivo” que solo concibe a los derechos civiles como un paso más hacia la reafirmación de “individuos autocráticos” con más afinidad por las leyes del libre mercado que por la emancipación de las costumbres. Ante los cambios aparentes, entonces, lo que todavía hace falta son cambios más radicales. Y a riesgo de provocar e incomodar, las ideas de Fusaro señalan un mismo horizonte: el mundo solo deja de ser transformable “si nos eximimos de transformarlo e incorregible si renunciamos a corregirlo”////////PACO