Libros


Danza, muerte y la reina del potatsio

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1.

Como Marty McFly, que no puede contener la reacción si alguien lo llama “gallina”, pocas veces puedo resistirme a un desafío. O a algo que se le parezca. Incluso, si, como a Marty, eso me perjudica.  Por ejemplo, en la segunda parte, un Marty casi cincuentón, con dos corbatas, como presumiblemente habría de ser la moda en 2015, termina perdiendo el trabajo porque no puede contener la trifulca verbal con un jefe que lo llama “gallina” en dos ocasiones. Luego, llega algo que parece ser un fax, porque en 2015 nadie habría de tener celulares ni aplicaciones de mensajería, en la que le recuerdan que está despedido.

A fines de 2020, cuando en todos los ámbitos de los que una persona forma parte se celebran los fastos de fin de año y se hacen balances, Mavrakis me dijo, a modo de cierre del laboratorio que coordina, algo que yo tomé como un desafío (es decir, como si me llamara “gallina”). Me dijo que debía escribir no sobre autores o libros que no me gustaran, sino que, debía, si se quiere llamarlo así, hacer una lavativa de mis ensayos con autores o libros que fueran de mi agrado. Alegué que había escrito sobre Macedonio Fernández. Él insistió: “Que te gusten y que estén vivos”. Acepté de manera tácita el reto.

En el ajetreo de las compras de fin de año, acompañé a Mercedes a una librería en busca de los regalos de último momento. Era la mañana del 24 de diciembre; Papá Noel ya se mostraba acalorado y con barbijo; yo opiné sobre algunos títulos: un escepticismo amable sobre Lee Child, que acababa de terminar de leer, y una negativa rotunda sobre determinados libros comedidos de humor político. Sin darme cuenta, como es obvio que sucede, me topé (un verbo con una cacofonía que refleja, a mi juicio, lo incómodo de buscar aquello que no se buscaba) con dos libros: Sugøkusë, de Martín Sancia Kawamichi, y Los preparados, de Sebastián Chilano. Encontrar los dos nuevos libros de autores vivos que me interesan me recordó el desafío y la incomodidad que suponía llevar a cabo el reto. La efervescencia con la que el librero me los recomendó me hizo considerar que no se trataba ya de mi gusto personal, sino que ambos comenzaban a entrar a esa imprecisión llamada “canon” de una manera casi tangencial, con un recorrido estético singular. Después pensé que, como Marty, de aceptar el desafío, asumía un riesgo. En mi caso, tener que explicar qué me gusta de cierta literatura, mucho más complejo que explicar qué no me gusta de cierta otra.

2.

Claro que no todo es coser y cantar. Las distracciones acechan, y yo pierdo mi tiempo en la copia de Instagram a Tik-Tok que, por comodidad, también llamo Tik-Tok (o porque todos los videos aparecen resubidos de la aplicación china a la estadounidense). Es un universo en el que el encierro funciona como característica principal: interiores de casas, piezas de adolescentes, autos, algún supermercado, salvo, claro, las cuentas dedicadas a promocionar viajes. La forma aparece dominada por algo superior llamado “trend”, que hace que todos lo interpreten y repitan. Por ejemplo, hace un tiempo, se había puesto de moda un trend en el que se informaba la manera de robarse un iPhone de un AppleStore. Las descripciones situacionales empiezan, muchas veces, con un “cuando” que es, a la vez, temporal y condicional: “Cuando hablo con un pibe y termino con el amigo”. Esta idea de que son situaciones repetidas para todos (para todos, claro, que tienen esas habitaciones o casas o autos) se ven a menudo. La de los últimos días dice: “Mi perro mordió a X y tuvimos que sacrificarlo”. Se ve a alguien que acaricia a un perro. Luego, al perro y al dueño en torno a un cuerpo arrastrado por una sábana. El chiste se cuenta solo: han “sacrificado” a X para proteger al perro.

Lo otro que sucede (casi como si todo TikTok se tratara de una obra colectiva, grupal, con una especie de negación de sujeto-autor medieval que, sin embargo, se empeña en hacer del sujeto-repetidor una singularidad) es la repetición de audios por medio de un extendido lip-sync. Los audios, algunas veces, se resignifican. Otras, simplemente son escenificados. Un ejemplo de esto último es la más reciente canción de Camilo (el epítome de un cantante neo-con, con su declamada virginidad hasta que se desposó con Eva Luna, la hija de Ricardo Montaner; cosa a la que yo, que me casé casi a los cuarenta y un años, me opongo con fervor). El tema Ropa cara cuenta, a la manera de Rodrigo en Ocho cuarenta, la historia de un muchacho que comienza a salir con una multimillonaria, del más alto nivel, que le exige que se ponga ropa cara: “Balenciaga, Gucci, Prada”, señala la letra. El trend consiste en que el que lo representa, el tiktoker, gire, dé una vuelta completa, con algo de ropa de diseño mientras la letra y la voz nasal hasta la exasperación de Camilo se escuchan.

Tal vez el audio que más recuerdo y que aún hoy uso en mi vida cotidiana, cuando hablamos con Mercedes, es uno de una especie de entrevista a una mujer en una villa miseria en República Dominicana. El periodista le pregunta: “¿De dónde viene el color verde del aguacate?” La mujer responde: “Potatsio”, con esa pronunciación particular. “El aguacate es potasio, sí, pero ¿de dónde viene el color verde?”, insiste el entrevistador, a lo que la preguntada contesta: “Muy bueno; con arroz blanco”. Si bien todos los que glosan ese audio son de un entorno social diferente al de la mujer, que después de la viralización se hace llamar “La reina del potatsio”, a la que citan de manera un tanto irónica, y si bien todas las glosas  aparecen en cuartos más o menos prolijos, también extrapolan la situación a algo que no escape al acotado universo referencial de la clase a la que pertenecen. “Cuando el profesor toma examen oral.” “Cuando te interroga el maestro por Zoom y no llegaste a guglear la respuesta.” “Cuando no estudiaste para el examen.” Y un largo etcétera de analogías homólogas.

En todo caso, pasar de un cuadro a otro, mover con el dedo en la aplicación de uno a otro, no garantiza en ningún modo diversidad, sino lo contrario. Hay una proliferación de homogeneidades donde todos desean hacer lo mismo, aunque consideran a ese deseo una expresión de la individualidad, bien al contrario del autor medieval que decide esconderse, que se sabe parte de un colectivo. Gracias a todo esto, lo que atisbo como forma de interés en la repetición (que no conforma un mito, a pesar de la insistencia de algún escritor argentino que también es un trend, sobre el que ya hablé en Nueva refutación del conurbano y no debo hacerlo ahora porque voy escribir sobre dos escritores que me gustan) es, en definitiva, algo que ya veía en esa literatura de la que no quiero acordarme: algo dado, previo a toda intención literaria, una exageración de la figura del autor como auctoritas, como enunciador validado. Veo ese algo como una manta, como una extensión que no presenta fisuras, que decide abarcarlo todo, como un ser omnífago que todo lo devora, que lo absorbe y que no permite un corte, una interrupción, una fisura.

Tal vez se trate de una mentalidad, en los términos de José Luis Romero. Tal vez, como dice Marx en el prólogo de La ideología alemana: “Lo que nació de su cabeza le creció por sobre la cabeza”. Yo, si tengo que responder, me siento irreductiblemente agustino: “Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”.

3.

Entre uno y otro video, aparece una publicidad. Es lo que haremos acá.

“Cuando los investigadores se lanzaron a imaginar que las abejas podían tener un lenguaje, fue necesario demostrar que, si bien estos animales disponían de un sistema predictivo de danzas (para recolectar su alimento), nada en él se acercaba a una descripción”, esta frase de Roland Barthes, que pertenece al ensayo “El efecto de realidad” me disparó (junto a la historia de los guerrilleros de la RAF en la Alemania de los ’70) la idea de una novela, “La lengua de las abejas”, que acabo de terminar. Lo que Barthes señala, en definitiva, es que la descripción, subsumida en narración como idea, funciona casi como el goce del perverso: lo narrativo como el perverso que somete a lo que se describe al deseo propio sin perturbarse por satisfacer a aquel al que sometió. También, la descripción funciona como garantía en el relato. Se garantiza la estabilidad del sentido con la descripción de lo ya-conocido. Algo de eso sucede en TikTok, pero también en la literatura que no me gusta: la simplificación de lo heterogéneo (por ejemplo, el conurbano como topos literario) en pos de garantizar una univocidad.

Los que proliferan son los objetos (ropa de Balenciaga, Gucci, Prada; no un auto, sino las mil variantes de un mismo modelo; no un par de zapatillas, sino las que son para correr, para jugar al básquet, al fútbol, al tenis, al golf, etc.). En tanto los objetos se dedican a la proliferación, parece que el sentido debe ser anclado. Que suceda en una red social que no tiene como único elemento la palabra y que trabaja desde lo popular, como TikTok, me resulta comprensible. Que lo haga la literatura, que nunca deja de salir de un campo restringido, me parece de una pereza inconcebible.

Lo otro que tiende a suceder es que la narración ocupa todo el texto y no da espacio a la descripción más que como esa garantía de la que hablaba Barthes: la que nos asegura que algo reproduce (“retrata” es la palabra preferida de la mala crítica) el mundo de lo real. La narración como posibilidad incuestionada. La narración como un ser omnífago que devora el texto completo. Philippe Hamon, en su Introducción al análisis de lo descriptivo, dice que la descripción es peligrosa porque puede no tener límites, puede expandirse, continuarse de manera infinita. En todo caso, lo que impide que el catálogo de las naves en el segundo canto de La Ilíada se extienda sin fin es la finitud, precisamente, de los argivos y los ilíacos.

Borges ha problematizado esto con claridad en Funes, el memorioso. Narrar es imposible porque presupone la confianza en el lenguaje como algo totalizador. La confianza de que es posible nombrar al “perro” y que esa palabra incluye al “perro de las tres y catorce (visto de perfil)” y al “perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Para Funes, la descripción es, como propone Hamon, de posibilidad infinita.

Hace unos años, en Villa General Belgrano, Mercedes me hizo escuchar La nochera, la zamba de Los Chalchaleros. En uno de los versos dice “robarte guitarra adentro hacia el tiempo de la madera”. Narrar para abarcarlo todo (como quienes dicen narrar el “conurbano”, por ejemplo) es negar esta inestabilidad del objeto que está en el verso de la zamba. La guitarra puede ser sustraída hasta la madera que la formó, mientras que la madera puede transformarse, mutatis mutandis, en guitarra. Esa sustracción vacilante, esa inestabilidad del objeto conspira contra la narración como única medida literaria.

4.

De esa sustracción, del volver a algo que pueda ser considerado un origen, habla, entre otras cosas, Sugøkusë de Martín Sancia Kawamichi. De hecho, en uno de los pasajes, la novela define a la danza sugøkusë como “si Miguel Ángel le quitaba a la roca lo que sobraba para que fuera una obra de arte, esta danza le agrega al David la cantidad de piedra que necesita para volver a ser una roca. Un bailarín de sugøkusë es eso: el David volviendo a ser roca”. La novela cuenta el encuentro de Marcia, una tatuadora en una galería de Buenos Aires, con Juaco, una especie de bon-vivant que quiere llegar a que le tatúen los párpados, esenciales en la danza de sugøkusë, pero que, antes, desea entrenar con diversos tatuajes en otras partes del cuerpo. Juaco paga en dólares y lleva a que sean tatuadas sus enigmáticas y remisas novias. En paralelo, se narra la historia de amor de Marcia y Luciana, que quedó postrada por un accidente y a la que su marido cuida con devoción.

Lo otro que está en la novela son las historias que Juaco, durante las sesiones de tatuaje, le cuenta a Marcia sobre Noruega, país del que considera a los pueblos como “comatosos” y a la capital, Oslo, un “sempiterno embole”. A partir de ahí, los relatos se suceden en un entorno ajeno para los lectores argentinos, que, entiendo, son los primeros de la obra. También se los puede considerar cuentos populares (no puedo olvidar que Sancia escribe cuentos infantiles, además, y que parte de esa estructura está en sus textos para adultos; por lo menos, así creo haberlo verificado tanto en Hotaru como en Shunga). Es decir, la estructura de un cuento popular es una estructura que permite volver a ser relatado, que otro pueda recrearlo. No importa ya el entorno, lo que circunscribe (en la novela Noruega es apenas una idea, una apropiación a partir de la grafía rara de los nombres, la imaginación geográfica). No necesita de la garantía referencial el relato, sino que es lo más cercano al grado cero de la narrativa: una historia mínima, que se extrae del texto principal, que no está definida por el contexto, sino por lo que se cuenta. Me explico con uno: “C. ve a la muerte en Trelew. La muerte lo mira y le hace un gesto que C. no puede descifrar, pero que lo alienta a huir. Toma un avión, combina con otro, llega ese día a Posadas. Allí, cuando la muerte lo ultima, le pregunta por qué le había hecho ese gesto aterrador. Ella le dice que era solo de sorpresa por haberlo visto esa mañana en Trelew, cuando debía matarlo por la noche en Posadas.” El original que conocí decía “Damasco” y “El Cairo”, no había aviones sino caballos. Pero nada cambia, a pesar de esos cambios.

Pruebo con el que creo que es el que más me gusta de la novela de Sancia. “En medio de una hambruna generada por el aislamiento, una mujer le dice a un poblador que vaya a su casa a determinada hora, que ella le dará algo que comer. El hombre va y la ve masturbándose con un bastón de chocolate. Ella lo ve mirarla. Al otro día, en la puerta de la casa del hombre, está el bastón de chocolate. Lo mismo se repite con una longaniza. Luego, después de varios días, la mujer va al bar del pueblo. Mira al hombre que, tímido, la ignora. El amigo del hombre se va con ella del bar. El hombre los sigue, la ventana está cerrada, pero los escucha gemir. Al día siguiente, aparece también una caja en la puerta de la casa del hombre. Contiene, claro, el miembro del amigo.”

La intención de contarla acá no pretende ser un rescritura, ni intentar competir en la forma en que lo reproduzco con la que Sancia lo escribe, que me parece mucho mejor, mucho menos apresurada, con más imaginación, en todo caso. Lo que intento es mostrar cómo el relato se acerca a ese grado cero narrativo, que la anécdota persiste sin los detalles, sin el entorno, sin la garantía contextual. Al revés que en TikTok, donde la anécdota no importa más que la escenificación, los relatos de la novela de Sancia son pura anécdota, y como si volvieran el David a la piedra, devuelven a la novela al estado más basto, más impreciso, más perenne también. Por otro lado, está el encuentro de los elementos del texto: el arte del tatuaje, la historia de Marcia, la excentricidad de Juaco, los relatos de Noruega y la danza sugøkusë constituyen un conjunto de relaciones literarias opuestas a aquello que no logro definir, pero que se arma como un discurso totalizador. Las relaciones entre los diversos aspectos de la novela se arman con intersticios, con fisuras, como una manta, otra vez la misma metáfora, que no es tejida con un punto apretado, sino que deja espacio entre costura y costura, más parecida a la red de un pescador, como diría Héctor Libertella. De esa separación, de la ablación que supone establecer esas partes articuladas del texto, también habla la novela de Chilano.

5.

Si bien Los preparados se presenta como una novela, el libro está conformado de distintos ensayos sobre la muerte, desde las muertes públicas de Pepita la Pistolera a Kurt Cobain. También están las privadas: el primer certificado de defunción que Chilano rubricó como médico, el suicidio del abuelo, la muerte callada de una hermana antes de que él naciera, tíos despreciados. Lo que puede considerarse como una novela es, en todo caso, la articulación que el texto, cuando se lo completa, hace de sí mismo. Es decir, el universo privado que arma Chilano se termina de formar en los intersticios, en la negación de un todo: algunos aspectos de la vida del padre se conocen en el último relato-ensayo “Camila” sobre la muerte de la sobrina de seis meses del autor. Esos aspectos, los de la figura paterna, aparecían ya en “El casino sigue ahí”, “Los peces”, “Historias en el techo”, “Pepita la Pistolera” y, por supuesto, en “La verdadera historia”. También la idea del autor sobre la muerte no puede dejar de armarse sin leer el texto sobre Cobain ni el reverso inmediato sobre 1979 de los Smashing Pumpkins: el suicidio joven versus la juventud de una vitalidad abúlica.

Antes del meollo, antes de lo que más me interesa, en los términos del desafío propuesto (que siempre supuse no como escribir sobre autores que me gustaran, sino explicar por qué), me parece importante, porque luego hará al meollo, señalar que la novela de Chilano, si bien puede catalogársela de “literatura del yo” o de “autobiográfica”, hace de la lectura, al revés de otras expresiones de esa forma literaria, un extrañamiento de identificación imposible con la experiencia del autor-narrador. Es decir, funciona como el opuesto a la forma de relatar lo personal en TikTok (“Cuando hablo con un pibe y termino con el amigo”) que imagino a lo propio como de todos. Chilano hace de lo personal un gesto completamente ajeno a los lectores. (Entre paréntesis, para contrastar: de la vasta serie de novelas concentradas en el yo, en creer que la experiencia personal se replica incólume en los otros, elijo una que es claramente una ficción imaginada, una que habla de un viaje a un lugar que el personaje desprecia, un narrador fascinado por su propia mierda antes que por el entorno, que es capaz de meterse en una multitudinaria mezquita para que la paranoia de sentirse distinto lo defina. Hablo de Nunca llegamos a la India, de Juan Sklar, una Bildungsroman presentada como el género de la mismidad. La novela empieza con el narrador que se sueña embarazado, que tiene verga y gesta, que reúne todo sin necesidad de un otro: de ese límite de narcisismo está hecha la “literatura del yo”. Casi lo opuesto a la intransferible experiencia de Chilano.)

Lo otro, el meollo, por decirlo así, también parte de romper esa idea totalizadora y borgeana de “un hombre es todos los hombres”. En “Los preparados” el ensayo que da título al libro, el autor, médico finalmente, nos cuenta de su paso por las clases de anatomía. Los preparados son los fragmentos de cuerpos, de cadáveres no reclamados, sin nombre, que sirven para que los alumnos posen como en el famoso cuadro de Rembrandt. Sin embargo, al revés que en la imagen de La lección de anatomía, no trabajan sobre la totalidad de un cuerpo sino sobre una parte: una cadera, un torso, un cráneo, etc. No hay  sino fragmentos que permiten imaginar ese cuerpo, suponerlo. Las partes extrañadas, las ablaciones funcionan como la sinécdoque de la que debe ser consciente todo relato. Es decir, no escapan a la imprecisión de los términos, a la imposibilidad de nombrar de manera definitiva: el universal no es un sofoco, algo que ahoga, que se repite como un trend de TikTok o como el topos literario de la referencialidad garantizada y jíbara: el conurbano, la India; el universal es una intuición. De este modo, claro, ya lo he dicho, está armada la novela de Chilano. De este modo, claro, puede volverse novela en vez de una mera colección de ensayos.

6.

Considero a mi escritura, para no extenderlo a la de los demás, un tanto histérica. La figura del lector, de aquel al que se encomienda el texto, para aquel por quien vale la pena aceptar los desafíos que la palabra “gallina” supone, me resulta la de un amo que me empeño en castrar. Espero, querido lector, que el desafío inicial haya sido respondido sin el riesgo de la taxatividad de una definición. Prefiero que las partes, los ejemplos, puedan formar la red de pescador de lo que intento responder.
O, para decirlo de otro modo, en los “Agradecimientos” de Los preparados, Chilano escribe: “El camino de estos textos ha sido dispar. ¿Pero cuál destino se precia de no ser azaroso?”. Me pregunto, al revés, cómo un destino puede contener al azar, cómo lo prefijado puede estar atado a esas desventuras. Tal vez ocurra que de esos equívocos, de esos desplazamientos, de esas, por qué no, metonimias, está hecha la literatura////PACO

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